12 de febrero de 2011

De gente que corre al olvido


(…) y actuamos a pesar de todo –lloraría, nadie
lo sospecharía, pero lloraría y lloro a veces,
pero discretamente, lentamente y con desenvoltura,
como lo hice, sin ir más lejos hace cinco minutos, sin que nadie me vea
lloro bajo mi maquillaje y mi disfraz,
sin ruidos importunos, (…)
Jean-Luc Lagarce, Music-Hall (traducción de Marilú Marini y Rodolfo de Souza)

La chica (que siempre es la misma) y sus dos boys (que aunque distintos son los mismos de siempre) están acostumbrados a cambiar la rutina si el escenario que les toca es estrecho y por eso el contacto con el público asfixiante. La chica entra generalmente por el fondo del escenario pero otras veces es posible que deba entrar por el costado y trazar un semicírculo, así, para ubicarse en el centro. Los boys habrán de seguirla, el primero a la derecha y el segundo a la izquierda, así, siempre lo mismo, año tras año, pueblo tras pueblo, hasta que ni siquiera haya cuencos vacíos en la cabeza de esa gente, hasta que el público sea nadie, la miserable oscuridad sin recuerdos ni remordimientos. Sin historia. Porque estos espectáculos de music-hall, esas revistas hoy pasadas de moda y que forjaron la gloria de ciertos artistas, ya entonces, ya ahora, nunca tuvieron historia. Bastaba una sonrisa y unas cuantas palabras cantadas o apenas entonadas para que el público, cruel el público, se adueñara de ellos y les impidiera vivir. Ese mismo music-hall que condenó también a la repetición perpetua a ciertos artistas y les impidió vivir una vida que los condujera naturalmente a la muerte, siempre bellos, siempre jóvenes, siempre imágenes, siempre dicha, siempre vivos, artistas de varieté condenados al olvido después de que los hubiese consumido el fuego sagrado del escenario como a un taburete de madera de dos o tres patas, siempre inflamable, siempre apasionado.
Ne me dis pas que tu m’adores
Mais pense à moi de temps en temps
Y así, otra vez, como siempre, sin final, las palabras de Lagarce logran alejarse de la literatura para transformarse en sortilegio. La puesta que Diego Arbelo burila para esta versión de MUSIC-HALL se aprovecha del espacio de la Sala 2 del Teatro Circular de Montevideo no para convertirlo en escenario de provincias sino para engarzarlo en él como un despojado, mínimo, olvidado rincón de la memoria donde esos personajes sin entidad siquiera de arquetipos luchan por ser parte de un recuerdo, no importa si individual o colectivo, una estampa en tu memoria, la que te incluye. Y como aquí la luz los enfoca, los barre y hasta los borra, ellos deberán valerse de la palabra, del sortilegio, para que el público permanezca sentado y los adore como debe suceder en estos ritos de sinuosos senderos. Gustavo Suárez y Fernando Vannet son los boys, y la chica una actriz llamada Bettina Mondino que pareciera haber hecho un pacto de gracia, sobre todo cuando en un falso final que no tiene nada de anticlimático canta con una voz cristalina
Ne me fais pas de longs poemes,
Ne parle pas de tes émois,
Pour me prouver combien tu m’aimes,
De temps en temps, embrasse moi

y nos hace creer que los artistas son eternos.

MUSIC-HALL, de Jean-Luc Lagarce (con traducción de Marilú Marini y Rodolfo de Souza). Dirigida por Diego Arbelo. Producida por Diego Arbelo y Sergio Miranda. Ambientación Escénica e Iluminación: Claudia Sánchez. Vestuario: Cecilia Carriquiry. Preparación Musical: Fernando Ulivi. Coreografía: Rodrigo Garmendia. Intérpretes: Bettina Mondino, Gustavo Suárez, Fernando Vannet. Viernes y Sábados a las 23.30. Teatro Circular de Montevideo, Rondeau 1388. 2901 59 52.

Ojos hundidos que aprenden a ver


"In-yer-face produce el choque en el público por el extremismo de su lenguaje y de sus imágenes, y lo perturba con su franqueza y los agudos cuestionamientos a las normas morales. Aunque resume el espíritu de su época, también lo critica. Las obras de In-yer-face no buscan mostrar eventos y que se especule con ellos; es una experiencia que requiere espectadores que sientan las emociones extremas presentadas en el escenario."
Acerca de In-yer-face (En tu cara), el movimiento de jóvenes autores británicos al cual adhiere David Harrower, autor de BLACKBIRD / http://www.inyerface-theatre.com/

La acción en un espacio amplio de aparente asepsia pero repleto de desperdicios, como si fuera un depósito a la vez utilizado como comedor y basurero. Paredes sólidas de hormigón, ventanas con vidrios opacos o esmerilados tras los que se adivinan sombras pero no se distingue gente. La luz es cruda, o mejor dicho fría, quieta, imperturbable; de repente se corta y se encienden dos carteles rojos que indican la salida del lugar, aunque Una se queda allí, sentada, mirando sin mirar hacia ningún ángulo del salón, en silencio. Arde el silencio en la piel como una llaga. Y ese silencio dura demasiado tiempo, o no tanto; no es lo mismo el tiempo de ese reloj omnipresente en la pared (tan frío e impersonal como todo allí, a medio hacer o a medio descartar o en mitad de la escapada) que el tiempo que para Una es una piedra. Ray (o Peter, como dice llamarse ahora) no vuelve, y después sabremos que antes tampoco lo hizo, antes, cuando Una era una nena de doce años y Ray un vecino que pasaba los cuarenta y la dejó sola, llena de un amor viciado en el cuarto de un hotelucho con la consigna de decir que él era su padre si alguien se lo preguntaba. Y la luz no vuelve, y uno acostumbra el ojo a las sombras y no puede imaginarse si Una tiene los ojos bañados en lágrimas o a esta altura secos. Y vuelve la luz, y vuelve Ray (o Peter, como dice llamarse ahora), pero en el pasillo no se adivina la presencia de nadie. El pasillo quedó a oscuras. Quizás nadie más pase por allí hasta que ellos salgan, porque uno sale alguna vez de cualquier parte; o sí, quizás pase algo, quizás se instale una certeza, quizás haya que dejar que la vida sea nada más que dudas.
BLACKBIRD no es una obra que diga verdades o denuncie el estado de las cosas en las sociedades desarrolladas. Se preocupa en encontrar razones en los intersticios de lo que se dice para darle profundidad a los caracteres, para que entre esos balbuceos que giran el concepto y lo derivan o lo ocultan el espectador no comprenda ni comparta, solamente infiera qué de todo eso puede ser tranquilizador, aunque la tranquilidad esté muy lejos de ganar a los personajes. Y es en esta falta de complacencia donde la pieza destaca su agudeza: sería complaciente encontrar el culpable y castigarlo a lo largo de la trama, pero en este diálogo lleno de monólogos el vecino abusador ya fue juzgado antes y la niña abusada ya cargó con el estigma durante muchos años. Otros son los motivos, esos que no se dicen, esos que conviene ocultar porque si no seríamos mal mirados, esos que nos hacen falibles y nos hacen personas aunque a nadie le guste. Y todo eso, lo que se encuentra en el territorio yermo del silencio, es de lo que se vale la directora Margarita Musto para que la obra desaparezca y su juicio de valor hacia la situación planteada, al igual que el nuestro, no tenga cabida en ese sitio. Levón y Jimena Pérez pareciera que tampoco están allí, por eso Una y Ray/Peter cobran vida. Esto, además de ser un elogio, no es otra cosa más que saber utilizar las herramientas con pericia; es más sencillo dar golpes que cincelar muescas. Y las muescas, más que cicatrices, son marcas que construyen el sentido.

BLACKBIRD, de David Harrower, con traducción de Margarita Musto y Homero González Torterolo. Dirigida por Margarita Musto. Escenografía: Beatriz Arteaga. Iluminación: Martín Blanchet. Vestuario, asistencia de dirección y traspunte: Diego Aguirregaray. Intérpretes: Levón, Jimena Pérez. Jueves, Viernes y Sábados a las 21.30, Domingos a las 20. Teatro Solís de Montevideo, sala Zavala Muniz.

11 de febrero de 2011

Cómo volar sobre el mundo


No hay entonces una denuncia sino, más que nada, una sonrisa y una caricia y quizás un gesto burlón a todo lo que uno encuentra detrás de cada esquina. (...) Espero lograr hacer que llueva en sus ojos.
Daniele Finzi Pasca

Cuántas veces uno tuvo ganas de escaparse, de salir volando. Literalmente. Salir volando. Con o sin alas, a como fuese, así sea haciéndole un piquete de ojos a una monja gorda, empaquetándola en un saco con el que uno puede robarse hasta una biblioteca, y aguardando que el ejército y la policía perforen la pared para soltar a la monja y escabullirse por sobre sus cabezas, libre uno por fin al viento. Es que a veces la naturaleza tiene una mente muy cerrada y es preferible manipular flores sintéticas porque las flores sintéticas ni siquiera se preocupan si uno las quiere correr de sitio. Las flores naturales sí. Y si hay que luchar contra la naturaleza habrá que ponerse a batir los brazos cinco horas diarias, o más tiempo, el que sea necesario para despegarse del suelo; es una tarea muy ardua porque no tenemos instinto para levantar vuelo, las gallinas tienen instinto para volar pero se asustan y no vuelan más que hasta ahí. Y lo que nos asemeja a las gallinas es que tal vez las gallinas no le tengan miedo al vuelo sino al aterrizaje. Ese tal vez sea el miedo más inclemente que nos limita los sueños: no saber cómo aterrizar. ¿Aterrizar significa que nos vamos a morir? Tal vez, o aterrizar quizás nos haga comprender que estrellarse contra el piso es una posibilidad cierta y que no necesariamente implique la muerte; tal vez un dolor profundo, que, como todo, después se pasa. Pero para que el dolor se pase uno tiene que estar acompañado, o debe establecer que en algún sitio habremos de encontrarnos. No importa con quién. En soledad todo compañero es un mundo, el mundo, y en ese sitio existimos aún después que nos sorprenda la muerte.
Daniele Finzi Pasca, clown, dice que prefiere ese costado trágico que la risa enmascara, como los viejos maestros del cine mudo. En Ícaro, este espectáculo que hace veinte años ofrece de manera trashumante volando de nido en nido, el cuerpo de Daniele, ingrávido como el de un pájaro, evita el lugar común de la muerte con el objeto de acariciar la vida, porque pareciera que para él la vida no hay que tomarla a manos llenas sino dejarla en su sitio y recorrerla una y otra vez con la palma abierta. Espectáculo que Daniele escribió en prisión, (por ser objetor de conciencia al servicio militar de su país, Suiza) tiene la peculiaridad de estar creado para un solo espectador que a la vez es interlocutor y coprotagonista. Pero anoche Matías, el espectador que Daniele eligió en el patio de butacas para acompañarlo por ser flaco y así poder cargarlo a upa cuando la historia lo requiriera, también fue observado por las más de mil personas que participamos de esa función en la sala mayor del Teatro Solís de Montevideo. Y la risa que surgía entre los espectadores por las peripecias del payaso no empañaban la intimidad desnuda que en el escenario ofrecía, una intimidad ilimitada cuya única frontera es el tamaño del corazón de cada uno. Por eso Ícaro no es teatro ni es performance ni es circo y mucho menos representación; es viento quizás, viento que hincha las velas del alma y te obliga a desplegar las alas que no estás acostumbrado a batir, esas que te hacen volar sobre un mundo que es el mismo para todos los seres humanos.

ÍCARO, de y dirigido por Daniele Finzi Pasca para el Teatro Sunil de Suiza. Música: María Bonzanigo. Iluminación: Marco Finzi Pasca. Intérprete: Daniele Finzi Pasca. Del 10 al 13 de febrero en el Teatro Solís de Montevideo (Uruguay).