30 de abril de 2016

Un perro llamado Engels


Quien vaya a ver ¡SALVE, CESAR! como una comedia sobre el cenit del Hollywood de oro quizás se sienta deslumbrado con algunas secuencias maravillosas pero con todo lo demás a lo mejor piense que es una pérdida de tiempo. Eso sería una pena para el espectador común y algo imperdonable para los que le buscamos la quinta pata al gato en los posteos de Facebook sobre animalitos domésticos. Sucede que tal vez ¡SALVE, CESAR! sea uno de los mas insólitos (y por qué no serios) estudios sobre el trabajo y sus sistemas de producción, y sobre el apego que le tenemos a nuestra tarea o la confianza -incluso la ilusión- que nos da sabernos buenos para algo. Y todo esto visto con una amargura irredenta y con la profunda certeza de haber perdido la fe en nuestras propias capacidades, al menos en aquello que tuvimos como ideal y practicamos casi como religión.
Estamos en 1951. Eddie Mannix es una especie de lo que en la actualidad podríamos llamar Gerente de Recursos Humanos. Es el que lleva adelante el orden y la disciplina en los estudios Capitol, estudio donde se filman tres o cuatro películas simultáneamente y donde también se filma una que está llamada a ser la gran apuesta del año, la mayor experiencia cinematográfica de la década, el descubrimiento de la Verdad a través del cine: Hail, Caesar!, una épica bíblica sobre un tribuno romano que descubre la Verdad de Dios al pie de la Santa Cruz. Pero Eddie Mannix también (fundamentalmente) debe ocuparse de mantener unido el rebaño, cuestión que lo lleva a revisar los recovecos de Hollywood para devolver al establo a aquellas ovejas descarriadas que se sacan fotos obscenas, que quedan embarazadas y no se acuerdan quién es el padre y están a punto de perder la línea para ponerse un traje de sirena, que perdieron todos los dientes en un rodeo y no saben enlazar las palabras en una frase breve, que se emborrachan y desaparecen dos o tres días hasta que se les pasa la resaca, o que le permiten el lucimiento a un partiquino en una escena de baile capital para el éxito de la película. Mannix, por otra parte, se encuentra tironeado por Lookheed para hacer este mismo trabajo pero en una empresa más importante, una que hace poco tuvo con sus aviones la prueba de fuego del hongo atómico. Mannix, por lo tanto, solo encuentra un momento del día en el que puede desahogarse: cuando se confiesa en la iglesia cercana y le cuenta al cura que no puede dejar el cigarrillo o que abofeteó a una estrella de cine. Pero también ocurren otras cosas, como que un submarino soviético esté por emerger en la costa californiana para abducir al astro menos esperado, que un grupo de guionistas secuestren a Baird Whitlock (el tribuno romano protagonista de “Hail, Caesar!”) para que con el rescate se puedan financiar las actividades de un grupo de estudios comunista, y que las hermanas Thacker amenacen con deschavar en su columna del diario cómo ascendió al estrellato uno de los actores del estudio utilizando como herramienta la sodomía. Para todo esto Mannix tiene un as en la manga, o un ramo de flores como soborno.
La trama de ¡SALVE, CÉSAR! es despareja en apariencia, porque deja cabos sueltos por atar (uno de ellos es el comienzo del romance entre Hobie Doyle -el ídolo de las quickies sobre vaqueros- y Carlotta Valdez -la belleza étnica venida desde algún paraíso latino-, más allá del ritual impuesto por el estudio), personajes librados a su suerte (los comunistas, por ejemplo) y situaciones sin final (¿podrá Hobie Doyle ser un buen actor dramático?), pero eso no es lo importante. No es que los hermanos Coen lo hayan hecho sin darse cuenta, es evidente que lo hicieron ex profeso. Eso se nota en esa secuencia en la que Burt Gurney y sus marineros bailan en el bar que el cantinero quiere cerrar a toda costa, cuando el director corta la escena porque el cantinero tuvo tanto protagonismo como la estrella y a la estrella parece no importarle y es más, hasta lo alienta. El grupo de estudios comunista se encargará de explicitar que Hollywood es la gran máquina de explotación del hombre, que es la gran fuente del capitalismo y que a la vez los obliga a conseguir dinero para elaborar sus teorías y para tener un caniche llamado Engels. Es ahí donde los Coen dejan al descubierto que el viejo Hollywood que comenzaba a enfrentarse a la televisión está próximo a desaparecer (brillante la línea de diálogo trunca de Mannix al respecto), lo mismo que el actual que debe comenzar a buscar sus brujas para mantenerse a flote. ¿Y el trabajador? ¿Puede una montajista trabajar sin luz en un cuartito minúculo y estar obligada a no usar bufanda por temor a morir ahorcada con la máquina que edita los productos de esa fábrica de sueños? ¿Puede una secretaria recordar hasta la última letra cada pedido de su jefe mientras recorren a paso vivo los oblongos pasillos del estómago del monstruo? ¿Los extras, por ser extras, no deben tener ideología? Son preguntas extrañas para formularse en estos tiempos pasado el macartismo, cuando las leyendas ya no tienen su correlato con la realidad y cuando siempre hay algo en lo alto que nos invita a sentir que la luz de Dios nos gobierna y nos impulsa a mirar más arriba: pueden ser las nubes que tapan el sol, la luna perezosa o un tanque de agua que se traga el desierto.

¡SALVE, CÉSAR! (Hail, Caesar!, EE.UU., 2016) Guión, edición, producción y dirección: Ethan y Joel Coen. Fotografía: Roger Deakins. Música: Carter Burwell. Dirección de Arte y Decorados: Cara Brower, Dawn Swiderski, Nancy Haigh. Intérpretes: Josh Brolin, George Clooney, Alden Ehrenreich, Ralph Fiennes, Scarlett Johansson, Chaning Tatum, Tilda Swinton, Jonah Hill, Frances McDormand. 106 min.

11 de abril de 2016

Todo el teatro del mundo

El Niño Jirafa, con su cuello largo, demasiado largo para evitar lo inhumano, se ha muerto por causas propias a su explícito candor. Al entierro van Sancho e Iberia, los dueños de la feria, el cura Garzone y Amílcar el peón, ese que hace efectivo cualquier mandado. A la Niña Foca le hubiese gustado ir al entierro pero Sancho no le permite salir de su jaula; a ver si se le escapa la única atracción que le queda y se tiene que poner a trabajar. Bastante que a Iberia se le acabó el tronío hace años y que en los pueblos de las pampas cada día que pasa hay menos asombro hacia las deformidades del universo y la santidad de los inocentes. Por eso al cura Garzone se le ocurre que la Niña Foca bien puede ser una niña santa en lugar de un fenómeno de kermesse, y por eso es tan conveniente salir de gira con la chica que llora lágrimas de témpera roja y que, gracias a la histeria propia de los inciviles de aquellos pueblos, bien puede hacer uno que otro milagro. Y que como toda niña santa debe morirse en éxtasis para ser canonizada. Nadie puede prever que la madre de la chica, Aurora Sanjurjo de Kovalevsky, vendrá a buscarla y con eso les arruinará el negocio. Y mucho menos que Amílcar se pudra como el amor propio le pudre el alma al país.


Porque eso pareciera decirnos el enorme relato de Diego Manso, que el país nos rodea y que somos tan infelices de pensar que la Historia nos alcanza. Y tan ilusos de creer que la Patria, como la Madre o alguna diosa del Olimpo, sólo nos da la vida: madres también son ciertas hembras que se comen a sus crías. TODAS LAS COSAS DEL MUNDO es tan trágica que deja en carne viva el sarcoma en los humores de lo cómico. Y si nos reímos y hasta echamos al aire alguna carcajada es por puro espanto referencial, por puro reconocimiento. La obra se desarrolla en un ayer lo convenientemente alejado para que podamos observar su panorama, premisa que además permite dibujar los esperpentos de la realidad con la brocha del teatro popular. TODAS LAS COSAS DEL MUNDO es una obra de infrecuente calidad literaria, que fluye sin fárrago ni embarra las ruedas de su carro en la ciénaga de la poesía vana. Una letra así escrita, con intenciones de transmitir la belleza en acción, le permite lucimiento a cualquier actor, y en este elenco en particular ninguna palabra está mal dicha. Perdón, es una estupidez decir esto último y lo que vendrá, pero cuando una obra está bien escrita uno tiene la certeza de entender mucho más que lo que escucha.
Claro. Entre otras cosas eso es el teatro: ver mucho más que lo que uno mira y lo que uno oye en el escenario.
La primera escena de TODAS LAS COSAS DEL MUNDO, esa del entierro del Niño Jirafa, se desarrolla bajo la lluvia. Y sí, llueve ahí en el escenario. Llueve, como se descerrajaba una tormenta divina sobre el cuerpo frágil de Alfredo Alcón caminando paso a paso por el británico lodo en aquella versión de “Rey Lear”. Eso no es magia ni maquinaria escénica, es teatro. Es creer que hay cicuta en el licor de caña de una botella iluminada. Es impresionarse con la inmensidad de la pampa en las escuetas dimensiones del escenario de un teatro independiente. Es descubrirle puertas al cielo, la estrechez a una jaula sin paredes, el bamboleo andariego a un sulky desvencijado, el horizonte infinito a una pampa tullida por tanta inmovilidad. Es comprender que al fin y al cabo el dinero también se pudre en la tierra, única fuente de la feracidad del mundo y de todas sus cosas. No vaya a ser que le pase un arado por encima a la inocencia y haya que acopiar los pedacitos para enterrarlos todos juntos. 
Todo eso que inferimos y hasta podemos afirmar haber visto con nuestros propios ojos es puro teatro, la disciplina que tanto conoce Rubén Szuchmacher. Y Rubén Szuchmacher sabe tanto de teatro que pone en práctica una anécdota que él mismo ha vivido y que no le tiembla el pulso en defender y enaltecer al mismo tiempo. Hacia 1976 (cuenta Szuchmacher en “Notas para el aprendiz de director de teatro y afines”, Cuadernos de Ensayo Teatral de la editorial Paso de Gato, México, 2013), en Chivilcoy, asistió a una función de un “Circo con segunda” (función de circo en la primera parte, función de teatro en la segunda) en la que la obra de teatro era “Qué lindo es estar casado y tener la suegra al lado”. Dice Szuchmacher que la carpa del circo permitía que la acción de aquella pieza pudiera sacar fuera de sí no solamente lo cómico sino también lo iracundo que llevaba implícito el texto. “(…) La payasada ocupaba su espacio de manera cabal en su lugar de origen. La pura intuición de los artistas los llevaba a generar formas llenas de sentido: la madre, ya peleada con toda su familia, antes de servir la comida, se pasaba el plato por el culo sin que los demás la vieran. Semejante grado de síntesis en el modo de representación de una sociedad que cada vez se tornaba más violenta no era fácil de hallar en el teatro de la época y sobre todo, la evidente libertad con la que estaban creadas esas formas en escena. (…)”. TODAS LAS COSAS DEL MUNDO tiene mucho de esta anécdota, sobre todo porque no se achica para jugar con el humor cuando no hay nada de qué reírse, para manejar una desusada duración con formas libres que no se filtran por la cuarta pared sino que crean tensiones insospechadas con el espacio, con la voz, con el cuerpo y sobre todo con el intelecto, ese payaso al cual le ponemos máscaras cada día más grotescas para, quién sabe, a lo mejor, amordazarlo.

TODAS LAS COSAS DEL MUNDO, de Diego Manso. Dirigida por Rubén Szuchmacher. Producción ejecutiva: Gabriel Cabrera. Diseño de escenografía y vestuario: Jorge Ferrari. Diseño de iluminación: Gonzalo Córdova. Diseño sonoro: Bárbara Togander. Intérpretes: Ingrid Pelicori, Iván Moschner, Horacio Acosta, Paloma Contreras, Juan Santiago, Fabiana Falcón. 140 minutos. Teatro Payró, San Martín 766. Jueves a sábados a las 21, domingos a las 20.30.