29 de octubre de 2010

Sobre hacer política (primera parte)

Sobre hacer política en el presente

Suburbio del Gran Buenos Aires. Una pareja joven, muy joven tal vez, no está preparada para la paternidad y ella, Emilia, no se las ingenia del todo para cuidar a su beba. Él, Juan, ni siquiera es distribuidor de drogas, es apenas un eslabón que también hace las cosas mal. Una redada. Juan se escapa y a Emilia se le escapa la beba de los brazos que, pobrecita, va a parar contra el piso. Desorden. Y ni siquiera a Mariana, la hermana de Emilia, despierta y con mundo, le da la cabeza para sacarse el ahogo de la garganta.
En ese marco reconocible tiene lugar MANOS TRASLÚCIDAS EN FIEBRE DE OLVIDO, una pieza de poética particular y resolución inesperada, tan de estos días que abruma, tan clásica que resulta nueva. Desde la dramaturgia Fernández Chapo acierta en diseñar personajes tridimensionales que se apartan de la denuncia para expresarle al espectador, con distancia lacónica, un estado de cosas que no por conocido deja de conmover. Porque lo más interesante de esta pieza es que la política, esa política que margina al suburbano de las grandes decisiones y lo aprieta en la desidia, se expresa a partir del paisaje de tres jóvenes abandonados que no conocen el norte y ni siquiera están cómodos en el sur, pero que a partir de una posible objetividad intentan ser un poco más piadosos. Para eso Fernández Chapo y Mario Di Nicola se valen del recurso del video que con su imagen invariable (porque la imagen filmada ya no se puede alterar durante la proyección, como el pasado) transforma la acción en un contrapunto radicalizado entre lo que se es y lo que se quiere ser, en un sutil mecanismo de relojería donde el presente se escapa y el futuro no está en los planes de nadie.

MANOS TRASLÚCIDAS EN FIEBRE DE OLVIDO, de Gabriel Fernández Chapo. Dirigida por Gabriel Fernández Chapo y Mario Di Nicola. Video y Música: Mariano Di Cesare / Mi amigo invencible. Intérpretes: Emilia Romero, Juan Mako, Mariana Ortiz Losada. Sábados a las 20. Teatro Del Pueblo, Av. Roque Sáenz Peña 943. 4326-3606. ÚLTIMA FUNCIÓN: Sábado 30 de octubre.

Sobre hacer política en el pasado

Dos empresarios y una intermediaria se juntan en San Pablo, a fines de los años ’80, para conversar acerca de un negocio de varios millones de dólares que los beneficiaría a ambos, y por qué no a la intermediaria. Frente a esto no hay gran cosa que decir porque es algo bastante habitual, algo de todos los días. Estos empresarios que tejen alianzas generalmente se conocen las mañas desde mucho antes y hasta podrían haber sido enemigos previo a negociar juntos; esto también es lo más común del mundo y quizás no debiera sorprender a nadie. Y tampoco habrá de sorprender a nadie que uno de los empresarios haya secuestrado al otro unos cuantos años atrás siendo todavía un muchacho guerrillero y nacionalista, y que al empresario le importe más recuperar sesenta millones de dólares (o lo que haya quedado) a estar frente a quien por alguna razón logística no apretó el gatillo contra su sien. Política empresarial que le dicen: un negocio redondo como una moneda para algunos y que perjudica a muchos más allá de lo económico. Política de mercado: una constante que rigió el destino de la Argentina durante más de diez años, y cuyas consecuencias aún observamos a diario.
En EL AGUILA GUERRERA hay nombres y apellidos ficticios que lejos de enmascarar los sucesos reales (la alianza comercial entre el
empresario de Molinos Río de la Plata Jorge Born , y Rodolfo Galimberti, ex comandante de Montoneros) los agrandan sin deformarlos. El cristal ficticio que trasluce la acción en esta pieza de hotel parece el de una cámara Gesell a través de la que nosotros, del otro lado del vidrio, nos reímos del diálogo que mantienen Molinos, el Loco y la Nena más porque no nos queda otra que porque lo que dicen es gracioso. Y allí radica el principal hallazgo de esta pieza de Alberto Perrone y Alejo Piovano: como es una farsa, las distancias se acercan porque uno conoce de qué se habla aunque no conozca el tema, y por lo que ese conocimiento atrae o repele de la historia reciente, aunque sin hacer catarsis ni tampoco discurso de barricada. EL AGUILA GUERRERA es un claro ejemplo de teatro político con mordaz monologuista incluido, muy parecido al que se hacía años atrás, muchos años atrás, hasta en la revista porteña; esto último es un elogio y no una ironía, porque si algo ha perdido el teatro que se produce actualmente en Buenos Aires es la posibilidad de jugar con la política sin volverse militante subrayado. No sucede eso con EL AGUILA GUERRERA porque no pretende ser un manifiesto sino la exposición y el descubrimiento de su caso, lo que produce un eco prolongado en el espectador. El texto, de una eficacia y fluidez infrecuentes en esta época, le permite a Piovano como director sacarle hasta el último aliento a sus personajes entre los que destaca el Loco, esa visión del guerrillero Rodolfo Galimberti tan alejada del arquetipo, personaje al que Matías Castelli le aporta una creación de complejo e intenso verismo a partir de una voz estragada por los excesos, que espanta por lo impostado de su mesianismo y enternece (si esto es posible) por lo humano de sus contradicciones.

EL ÁGUILA GUERRERA, de Alberto Perrone y Alejo Piovano. Dirigida por Alejo Piovano. Asistencia: Juan Amaya. Intérpretes: Florencia Lavalle, Oscar Trussi, Pablo Shinji, Matías Castelli. Sábados a las 21. Teatro Artó, Corrientes 3439, 15-5953-6352.

23 de octubre de 2010

Sobre las clepsidras

Todos nacemos, crecemos, nos reproducimos, morimos. Así es la vida, no hay otra cosa. O sí, y no es desdeñable, porque uno puede nacer muerto. Y si uno nació muerto, ¿es que uno no ha nacido? Por supuesto, ha nacido, pues que uno nazca muerto es lo mismo que tener un hermano mellizo, y padrinos, y novia para presentarle a los padres, y los propios hijos, y las bodas de oro si uno llega entero hasta esa fecha y le da el cuerpo para bailar o mirar de lejos el bailongo que precede al insobornable funeral, que más tarde o más temprano vestirá de luto a los que quedan y apartará a los niños pequeños y a las jovencitas casaderas de los hombres solteros mientras transite el cortejo fúnebre y las damas no usen encajes. De eso se trata todo si es que uno nació vivo, de arribar a la muerte con hidalguía habiendo sido los héroes de la jornada aunque no se haya sido feliz (es posible). Y para ser hidalgos baste con observar algunas reglas que ni son molestas ni causan fastidio, porque adornar el ajuar de la novia con cintas y plumas de lofóforo es tan importante como casarse unos días después de anunciado el compromiso para alejar cualquier clase de habladuría. Y así es como la vida continúa si uno es consecuente y obedece esas máximas que nos ofrece una dama distinguida, siempre.
A los que nos gusta jugar con las palabras el descubrimiento de Jean-Luc Lagarce (1957-1995) supone el encuentro de una novedad que de tan nueva es absoluta como el tiempo. Porque no es que Lagarce escriba distinto sino que sus palabras, al estar despojadas de retórica, deben ser dichas, necesariamente. Y ese decir es lo que impulsa la representación, y es la representación donde las palabras de Lagarce se transforman en voces cuya limpidez y resonancia se escapan a los cánones y establecen como una verdad indiscutible que la tarea del escritor es la de ser poeta. Esta tarea queda demostrada en la traducción de Ingrid Pelicori para LAS REGLAS DE URBANIDAD EN LA SOCIEDAD MODERNA, donde el trabajo de Lagarce con el sonido, el ritmo y la duración de las palabras es lo que le otorga sentido al discurso y permite multiplicidad de interpretaciones, aunque ninguna antojadiza o travestida; las voces de Lagarce tienen un alma lábil pero un cuerpo preciso, por lo que es tan difícil transitarlas si uno no las tiene vividas. Y en ese sentido las palabras de Lagarce son concluyentes y tornan evidente que llevarlas mal a la escena es lo más fácil del mundo, algo que sucede con bastante frecuencia cuando se pretende evitar al poeta por escribir en verso.
En la puesta de Rubén Szuchmacher entramos a la sala con la certeza de estar en una mueblería de muebles de estilo o en el salón de un anticuario. Los sillones y las mesitas, la alfombra sintética y verde y el precinto que rodea el espacio tan negro que desaparece de la vista, le dan al lugar un aire reconocible y elegante y no nos importa qué es lo que nos quieran vender, si las sillas, los sillones, las mesitas o los libros. Pero baste entrar la dama a paso firme para comprender que las certezas son falibles y la tranquilidad es efímera: apenas ingresa la palabra a escena, con ese vestido verde tan vivo y esas flores estampadas de frescura menguante, advertimos que quizás eso sea una subasta y allí se subaste la conciencia. Y toda esta cuestión materialista que nos mantuvo cómodos se esfuma cuando el tiempo extiende algunas sombras sobre un espacio que creíamos de luz inalterable, y lo aparente se vuelve relativo y lo relativo se hace persistente porque algo nos queda claro y nos inquieta: la palabra no es una pieza de museo que corroe el tiempo, puede ser luz que baile hasta que la gane la oscuridad. Por eso la presencia de Estela Medina en LAS REGLAS DE URBANIDAD EN LA SOCIEDAD MODERNA tenga el efecto de una clepsidra para las palabras de Lagarce. Las clepsidras son relojes de agua que trasvasan el tiempo gota a gota, de un cuenco a otro, y aunque lo miden despiadadamente nos demuestran que cada momento es otro distinto, porque no hay una gota de agua que sea igual a la anterior. Como esta pieza que no se parece a nada, como esas experiencias que no se transfieren, como ciertas sensaciones que no formarán parte del olvido.

LAS REGLAS DE URBANIDAD EN LA SOCIEDAD MODERNA, de Jean-Luc Lagarce. Traducción: Ingrid Pelicori. Dirección: Rubén Szuchmacher. Coproducción con el Teatro Solís de Montevideo (Uruguay). Producción Ejecutiva en Buenos Aires: Paula Travnik, Gabriel Cabrera. Iluminación: Gonzalo Córdova. Ambientación y Vestuario: Jorge Ferrari. Música: Bárbara Togander. Intérprete: Estela Medina. Viernes, Sábados y Domingos (hasta el 7 de noviembre) a las 21. ElKafka, Lambaré 866. 4862-5439.

21 de octubre de 2010

Sobre la independencia


Qué lindo pelito tenés es lo primero que la madre le dice a la hija después de tantos años de desencuentro, y la acaricia como si fuera una muñeca. En esas palabras y en esa imagen (una imagen altamente contrastada y en blanco y negro, por qué no sucia, y que más que descubrimiento es pura evocación) radica la esencia de MA FILLE, la segunda película de Enrique Stavron que se estrena este año: aquí uno no va a encontrarse con sorpresas narrativas ni con prolijidades formales, porque si así hubiera estado encarado este trabajo seguramente no hubiese causado efecto. Y el efecto perdurable que MA FILLE produce en las emociones lo consigue por ser una película libre que se construye mientras sucede, y que si remite a un pasado (el de los personajes, el de nuestra historia común) es porque se acerca hondamente a lo subjetivo.
En MA FILLE se habla del exilio, de la pérdida y del abandono, pero también de seguir vivos. Susana, la madre, una actriz que debió irse a Francia por la sensación de peligro que vivía en Buenos Aires, tiene una hija a quien luego de un tiempo deja con el padre para regresar a su país. Y cuando Susana vuelve después de haber vivido es como si hubiese dejado las miguitas en el camino para saber que por allí está el retorno. Por eso que Susana efectivamente haya abandonado a su hija no duele tanto; es que nunca se separó de ella, simplemente está en otro punto, siempre a mano, tratando de que la ausencia sea presente, un viaje perpetuo. Porque queda claro a partir de esta historia tan cercana que quien sufrió exilio no vuelve jamás porque nunca se ha ido, y que los hijos siempre tienen padres porque nunca se pierden las preguntas, en ningún momento de la vida.
Por otra parte MA FILLE es una película realmente independiente. No solo porque esté totalmente alejada de las formas de producción habituales, sino porque Stavron solamente le rinde cuentas a sus necesidades de contar una historia para entregar un trabajo cuya sinceridad es la indiscutible extrañeza. ¿Por qué es extraña la sinceridad? Porque Stavron la ofrece y no pide retribución, porque no levanta falsos testimonios y porque ama a su prójimo como a sí mismo. Esa suciedad de la imagen (visual y sonora) es invisible porque aunque Susana tenga un fuerte acento porteño en su francés y su hija Isabelle no pueda ocultar que es extranjera, en los primeros planos de la madre y de la hija se tiene tiempo de ver cómo laten sus ojos. Sí, claro, las actrices están actuando, pero la cámara de Stavron está todo el tiempo tratando de encontrar una verdad: la de los personajes, la de la película, la que uno cree. La verdad en la que cree Stavron, esa que se encuentra con la gran mentira del cine cuando se juntan sus caminos paralelos.

MA FILLE (Mi hija), escrita, producida, sonorizada y dirigida por Enrique Stavron. Montaje: Martín Paniagua. Intérpretes: Susana Beltrán, Isabelle Moreau, Michel Agogué. Estreno jueves 21 de octubre. Espacio Incaa Km. 0 Gaumont, a las 14.40 y 21.

16 de octubre de 2010

Sobre el amor, que es un cactus


Las plantas cactáceas son endémicas de América y las Antillas y se caracterizan por poseer una areola, estructura generadora de espinas, nuevos vástagos y flores. Parece que semillas de las cactáceas viajaron al Viejo Mundo en el tracto digestivo de las aves migratorias no hace muchos cientos de años lo cual indica que el estoicismo de un cactus y sus espinas son nuestros, de aquí mismo, poética herencia de los pueblos originarios. Pero volviendo a las aves, ¿podría una canaria llevarse nuestra semilla?
Los estoicos (no los cactus) propugnaban que el hombre alcanza la libertad y la tranquilidad guiándose por la razón y la virtud y no a través de los bienes materiales. La razón y la virtud tornan imperturbables a los hombres, razón por la cual bien podría decirse que Jara es un estoico. Un estoico metalero y montevideano, que tal vez parezca un cactus porque de tan grandote mete miedo. En realidad, y es la mayor virtud del cactus evidentemente, Jara es una areola entera porque es capaz de prodigar nuevos retoños y flores de su alma, pero mejor que nadie lo sepa. El, ahíto en su cubil de vigilancia del supermercado, pasa sus noches sin sueños, durmiendo de a ratos e insumiso a su destino. Pero si los canarios tuvieran la posibilidad de volar por los desiertos, seguramente que Julia merodearía a Jara. Julia es una canaria venida del interior del país como cualquier otra, pero tiene afán de golondrina o de paloma, y está a punto de desplegar las alas de Jara mientras Jara la observa desde el monitor y le acerca y le aleja la cámara para mirarla mejor, más que como un lobo feroz, para aquietarse las olas de sus ojos verdemar. Julia es una empleada de limpieza del supermercado, algo negligente y con otras esperanzas. Una botella que encalló en la playa sucia de Montevideo, y que más que un mensaje seguramente guarda un beso en su interior.
La gran virtud de GIGANTE es que jamás se aparta de su personaje, porque todo gira alrededor de su pequeño mundo: tanto las situaciones del guión como la puesta de cámara responden con precisión a la subjetividad de Jara, sin reforzar, sin subrayar, sin invadir. Esto es mérito de Adrián Biniez, autor de un film tan particular como conmovedor, que es cierto que puede parecerse a filmes como Marty (al guión de Paddy Chayefsky y a la película de Delbert Mann de 1955), a la estética de Aki Kaurismäki o en ciertos aspectos rozar el tema de la sociedad manipulada como en La naranja mecánica (en la novela de Anthony Burgess o en la película de Stanley Kubrick de 1971), pero que prefiere asimilarse a la vida sencilla de esos padres ancianos de Una historia de Tokyo (Yasujiro Ozu, 1953). Para decir esto último baste observar una secuencia determinante, esa en la que Jara elige una plantita y que en principio no tiene ni ton ni son con el relato, que no se sabe ni de dónde viene ni hacia dónde va. No está mal que lo digamos aquí: esa plantita Jara la elige para dejársela a Julia una noche en el pasillo que le toca limpiar entre las góndolas, una plantita que Julia descubrirá sola, sin testigos alrededor, tan solo con una cámara que le sigue los pasos y que esta vez la guiará por otro rumbo. La plantita es un cactus, un cactus pequeñito con una flor recién florecida.
Quizás por eso GIGANTE no sea nada más que la historia de un hombre que se enamora hasta la obsesión, ni tampoco una comedia romántica ni una radiografía de costumbres. Si GIGANTE se escapa de los conceptos se debe pura y exclusivamente a que la presencia de Horacio Camandulle como Jara es insustituible. El trabajo de Camandulle se vuelve inolvidable por los matices de esa mirada que tan bien disocia un cuerpo enorme; mezcla de Matti Pellonpää (el protagonista de las mejores películas de Kaurismäki) y de Gérard Depardieu (ese Depardieu de La última mujer, Marco Ferreri, 1976), Camandulle logra que Jara imponga su humanidad cuando su manota reacciona al feroz piropo de un taxista, cuando sus puños imponen justicia desde el lugar menos pensado o cuando sus ojos se asombran cuando se encuentran con los de Julia. En esas pinceladas Horacio Camandulle transforma su oficio en un acto de amor, quizás porque entendió cabalmente de qué se trataba esta película, nada más que de pasear juntos por la playa cuando seamos viejitos.

GIGANTE (Uruguay / Argentina / España / Alemania, 2009), escrita y dirigida por Adrián Biniez. Producida por Fernando Epstein, Hernán Musaluppi y Christoph Friedel. Fotografía: Arauco Hernández Holz. Dirección de Arte: Alejandro Castiglioni. Intérpretes: Horacio Camandulle, Leonor Svarcas. Cines Arteplex (Belgrano y Centro), Village Caballito, Gaumont.

8 de octubre de 2010

Sobre la poética del espacio

(…) Así, en todo sueño de casa hay una inmensa casa cósmica en potencia. De su centro irradian los vientos, y las gaviotas salen de sus ventanas. Una casa tan dinámica permite al poeta habitar el universo. O, dicho de otra manera, el universo viene a habitar su casa. (…)
Casa y universo, La poética del espacio, Gastón Bachelard, Fondo de Cultura Económica, México, 1983.

Abroquelarse, la única que queda cuando queda tan poco. Eso parece pasarle a esta gente escondida en un galpón con aliento de tapera al costado de la ruta, inventando un mundo que aunque ellos no se crean del todo para sí mismos, es el mundo posible de algunos otros. Hay tres que son jóvenes de veintitantos y ya parecen tan viejos y uno, el tío de dos y el padre de una, parece tan joven que aún le falta salir al mundo. El problema que tienen es que necesitan tener algo, algo propio y no de contrabando, aunque sea ese perro que ladra y por supuesto no muerde y les deja olor a perro y a pertenencia.
Así las cosas en LOS PROPIETARIOS podríamos encontrarnos con una hipótesis relativa a la soledad, entre tantos otros temas y tantas otras variantes, y obtener una línea de acción más costumbrista y cercana a lo conocido. Pero Aldana Cal prefiere otra cosa, prefiere hablar de cómo se habita un espacio, de cómo un espacio se modifica con nuestra presencia, de cómo un espacio nos transforma y diferencia y hasta se puede tomar la atribución de bifurcar nuestra conducta, de cómo un espacio es un voyeur inconmovible de nuestra historia. Y consigue, durante la función, hacernos partícipes de ese espacio y ser parte del olor y la pregnancia del ambiente. No importa qué se cuenta ni cómo se cuenta porque la narración se vuelve, extrañamente, parte de nuestra propia experiencia en el lugar. Y en algún momento, cerca del final tal vez, cuando el tío Tucho se queda solo en ese sitio y quizás no sepa qué rumbo seguir, comprenderemos que no somos otra cosa más que un alambique de ese galpón donde no hay nada, que cuando ellos se vayan no seremos más que un espacio vacío.
Es cierto que a LOS PROPIETARIOS le falta síntesis dramática, pero uno podría preguntarse si con los bordes pulidos esta pieza produciría la misma sensación física. Muchas veces se puede decir que el teatro vive gracias al corazón de sus artistas, y en este caso podríamos expresar que LOS PROPIETARIOS late. Y no solo laten los cuerpos de los actores sino también las sombras que proyecta la luz de José Pigu Gómez; la luz logra verdaderamente tornar reales las situaciones planteadas, y uno no necesita esforzarse demasiado por creer lo que allí sucede porque las sombras surgen con la misma espontaneidad con la que aclara el día a través de las ventanas de nuestra casa. Es eso, nuestra casa, lo que evoca esta pieza, o como diría Bachelard en el libro citado más arriba, un rincón que en el ensueño niega uno a uno los objetos para convertirse en un armario de recuerdos.

LOS PROPIETARIOS, de y dirigida por Aldana Cal. Diseño Espacial: Rosaura Flynn y Diego Martinsen. Diseño de Iluminación: José Pigu Gómez. Diseño Sonoro: Martín Santabaya. Diseño de Vestuario: Paola Delgado. Intérpretes: Julián Larquier Tellarini, Matías de Padova, Verónica Hassan, Javier Niklison. Domingos a las 20.30. Puerta Roja, Lavalle 3636, 4867-4689.