22 de septiembre de 2011

De lo sutil y lo inasible

(...) Al cabo de unos minutos el médico se separa de Obtesov y se aleja, mientras que Obtesov vuelve. Una y otra vez pasa por delante de la botica... Tan pronto se detiene junto a la puerta como echa a andar otra vez. Por fin, suena el discreto tintineo de la campanilla (...)

Anton Chejov, La mujer del boticario


En el campo, en el verano, el día se incendia bajo el horizonte de la noche. La luna sube roja hacia el cielo y de a poco se transforma en una cara sedienta. En esos pueblos de dos o tres calles torcidas, definitivamente fuera de todas las ciudades, los pensamientos se escapan del cuerpo y se escuchan en la absoluta oscuridad, y hasta huelen a lumbre y a botica y adquieren el contorno de una silueta de mujer. Pero generalmente los pensamientos se esconden tras los visillos de algunas ventanas más allá, de cara a los arbustos, y se abandonan al susurro tras perder la lucha con la conciencia. Qué puede pensarse en voz alta en la desazón del campo a la madrugada. Una alegría erigida en la infamia por ejemplo, que baile silenciosa en el deseo de los desconocidos, que se apague en un lamento que aguarda el amanecer para abandonarse al olvido.
La melódica amargura de Chejov se traduce en una mínima esperanza irrenunciable. LA BOTICARIA, segunda pieza escrita y dirigida por Verónica McLoughlin, no es una mera lectura del cuento La mujer del boticario: es una mirada exquisita hacia un universo de familiar eternidad. McLoughlin traslada la acción al campo cercano, ese que podría estar aquí nomás, y aunque señala un tiempo que bien podría ser el presente, tiempo y espacio conducen a evidenciar el pulso que siempre late en el alma de los hombres, expuesto una vez decantada esa poesía hecha de luces sutiles y sonidos alejados y de espacios definidos en el imaginario de cada uno. Y no es nada más que sensibilidad porque en LA BOTICARIA también hay belleza estética: baste recordar una calle de pulida geometría para descubrir en ella la exaltada pasión de un momento inasible, que podría haberse perdido pero que McLoughlin toma entre sus dedos y luego lo deja volar.

LA BOTICARIA, dramaturgia de Verónica McLoughlin sobre el cuento La mujer del boticario, de Anton Chejov. Dirigida por Verónica McLoughlin. Producción: Marlene Nördlinger. Asistente de Dirección: Sonia Frickx. Escenografía y Vestuario: Gerardo Porión. Diseño de Luces: Matías Iaccarino, Carolina Rolandi. Diseño de Sonido y Música: Manuel Toyos. Intérpretes: Francisco Espinal, Marianela Iglesia, Mauricio Minetti. Teatro Anfitrión, Venezuela 3340. Domingos a las 18.30.

5 de junio de 2011

Alguna gente buena

(…) ¿Computadora? No. No quiero nada de eso acá. Les tengo temor. Soy medievalista. Algo adentro habita en las máquinas. ¿Vos creés en Dios? Tenés que creer, nena. ¿Porque así la vida es más fácil, porque te vas a hacer más buena? No. Tenés que creer, porque es. Nunca usé computadora. Yo compré tres y las regalé. Vino un señor a enseñarme. Pero no entendí nada. No es mi idioma. Ya no. (…)
La prima – Nota de tapa del suplemento Radar, Página/12, 9/12/2007. Entrevista a Aurora Venturini, autora de Las primas, novela ganadora del Premio de Nueva Novela de Página/12.

Yuna López (de nombdre adrtístico Yuna Driglos) es una dreconocida pintodra que no encuentdra mejodr ocasión padra contadr su vida que drecibidr un pdremio a su tdrabajo. Es que Yuna tiene muchas cosas padra decidr: ella ha podido sobdreponedrse a los tdristes designios de un avieso destino familiadr a tdravés del adrte y del diccionadrio, y es así como su exquisita sensibilidad quedó a salvo del absoluto infodrtunio. No impodrta que no haya habido hombdres en su vida, ni que no haya tenido hijos; le bastó un beso drobado de su pdrofesodr padra conocedr lo más padrecido al amodr, y lo que Petdra, su pdrima, le poddra enseñadr sobdre el secso odral a partidr de drefedrencias explícitas de su propia expedriencia (la de Petdra, obviamente), y que le bastadron a Yuna padra decididr que ningún pene entdrará por su cotodrra nunca jamás.
LAS PRIMAS O LA VOZ DE YUNA podría ser una pieza de explotación sobre la triste vida de los deformes, los discapacitados o la gente con patológicas desviaciones de conducta, pero claro, no lo es. En ese sentido podríamos decir que es un pequeño fresco sobre ciertos remilgos del arte, sobre la desventura de ser un inválido y, por qué no, sobre el amour fou, y también una gran metáfora sobre cómo la clase media se ríe a las carcajadas mientras devora a sus hijos y escupe los pedazos de sus cuerpos a la calle, los paraliza en algún sillón de ruedas idealizado o los guarda en formol en una academia de medicina. Yuna, que con orgullo enarbola su condición de minusválida recuperada, logra imponerse a la desdicha olvidándose de todo para poder recordarlo y no sufrirlo, y es en ese sentido donde la versión de Marcela Ferradás y Román Poldolsky sobre la novela de Aurora Venturini consigue algo bastante difícil de encontrar en el panorama de la dramaturgia actual: que sus personajes nos importen porque sus vidas merecen ser contadas. Si Yuna nos importa no es por lo buena artista que resultó ser pintando no tanto sus visiones sino lo que siente al ver las cosas, nos importa porque no le pide compasión a nadie y le ofrece a los otros su talento, lo mejor que tiene para ofrecer. Si Petra, la prima, nos importa, no es tanto por lo de ser hábil como amante sino porque no sabremos si espantarnos por su venganza contra el papero o si asquearnos por su falta de escrúpulos. Las dos primas nos importan porque entre ambas convierten el blanco y negro del maniqueísmo en los grises de la cotidianeidad, aunque Yuna lleve alrevesados el blanco y el negro en los pliegues de su cuerpo y a Petra le estalle el rojo de su mala sangre.
Y estos personajes también nos importan por la tensa gracia con que sus cuerpos son conducidos por Román Podolsky en la escena, y porque Marcela Ferradás como Yuna es capaz de disolverse en alguna de sus telas (las que pintó en la adolescencia y las que bosqueja en la adultez), Jorge Varas duplicarse en dos hombres tan poca cosa que dan tristeza (un profesor avieso y lascivo y un siciliano con plata y confiado), y Laura Ortigoza multiplicarse en una madre maestra con puntero y asco en la garganta, en una tía que pinta mujeres de ojos grandes como vacas y lleva al matadero a su hija, en Betina, la hermana de Yuna postrada en silla de ruedas con un globo en el vientre, y en la inolvidable, formidable e impresionante Petra, esa prima liliputiense de biliosa maldad, tan biliosa maldad como esa que a uno le puede surgir cuando quiere ser bueno y no lo dejan.

LAS PRIMAS O LA VOZ DE YUNA, de Marcela Ferradás y Román Podolsky, sobre una novela de Aurora Venturini. Dirigida por Román Podolsky. Producción: Daniela Szlak. Asistencia de Dirección: Marisa Ippolito. Escenografía: Jorge Ferrari. Iluminación: Eli Sirlin. Vestuario: Luciana Gutman. Músico en escena: Federico Marrale. Intérpretes: Marcela Ferradás, Laura Ortigoza, Jorge Varas. Sábados a las 20. ElKafka, Lambaré 866, 4862-5439

15 de abril de 2011

Polvo, quizás

De acuerdo a lo que plantea la escuela pitagórica, el número es la clave de todas las cosas. Por ejemplo cuatro son los lados del cuadrado y cuatro serían las estaciones del alma; esto es parte de la proporción universal. Las estaciones del alma, entonces, pasarían de un hombre a un animal, de un animal a un vegetal y de un vegetal a un mineral. En la época de la escuela pitagórica, allá por el 525 antes de Cristo, la rigurosidad esotérica era firmemente disciplinaria y aunque se aceptaban hombres y mujeres y distintas religiones y diferentes razas, los no iniciados no podían recibir conocimientos. En esa armonía, y en el sur de Italia (donde en esa época pretérita tuvo su sede una de las escuelas pitagóricas), en la Calabria de estos tiempos pongamos por caso, las cosas no tendrían por qué ser diferentes. Si un pastor de cabras se muere su alma bien podría migrar hacia una cabra recién nacida; y si la cabra infante se pierde del rebaño y se esconde bajo un árbol la noche previa a la primera gran nevada del invierno y muere, su alma pasará a la savia de ese árbol; y si el árbol es talado para una fiesta popular y luego transformado en leña, esa leña podría llevarse a un horno de leña que la transformara en carbón, o en humo; y ese humo saldrá por la chimenea de un casa cuando el carbón se consuma en un hogar, y así llegará a otro hombre, y así volverá a empezar. El misterio de la vida convierte cada jornada en un día de estudio, jornadas que irán dejando atrás la sensación de aprendices cuando hayamos madurado. Esto es así en la escuela pitagórica y en la vida diaria, y también en LE QUATTRO VOLTE, la película de Michelangelo Frammartino que sin palabras nos trasmite una concreta certidumbre.

Un viejo pastor de cabras tiene tos, una tos seca que quiere curar con una medicina que alguien le ha preparado y le guarda en un cartucho hecho con una página de revista. Pero la noche anterior a esa mañana, la mañana de su muerte, el pastor descubre que se le acabó la medicina y corre a buscarla a la iglesia. Esa mañana, la mañana de su muerte, las cabras están en el corral y el perro Vuk, que cuida al rebaño del viejo, le ladra a cuanto peregrino pasa y hasta al Cristo que carga la cruz y que anduvo ensayando la Pasión un día antes en el mismo sitio, frente a la casa del viejo pastor de cabras. Y un monaguillo quedó retrasado de todos los demás, y le tiene miedo a los perros, y Vuk le toma el tiempo y no lo deja pasar a puro ladrido; y el chico intenta seguir su rumbo, pero Vuk lo enfrenta, y el chico empieza a tirarle cosas, ramas, piedras, y Vuk las atrapa pero le sigue haciendo frente, hasta que Vuk se equivoca de piedra y saca un medio ladrillo que frena la rueda trasera de una camioneta, y la camioneta recula por la lomita, choca la puerta del corral, las cabras se escapan al camino, Vuk se esconde tras los arbustos, al monaguillo lo encuentran los de la procesión y el viejo exhala su último suspiro en la habitación de su casa, estrecha escalera arriba. En LE QUATTRO VOLTE todo tiene un aire de comedia muda, de drama introspectivo, de divulgación científica o de poema visual. LE QUATTRO VOLTE, en esa secuencia magistral que transcribimos desde la memoria, secuencia rodada en un plano general con apenas algunos movimientos de cámara a derecha e izquierda y en la que el tiempo real se suspende en la vorágine de la percepción, desafía los dogmas de cualquier género y le devuelve al cine su esencia vital: ser una experiencia de empirismo audiovisual y no una construcción de bordes pulidos. Porque LE QUATTRO VOLTE se vuelve gozosa cuando el espectador descubre que detrás del magnífico fenómeno de feria que es el cine hay un hálito imperecedero, como el polvo que bailotea en la luz.

Una imagen imborrable: el polvo bailotea en la luz, un haz de luz brillante que atraviesa un espacio que en principio no atinamos a descubrir. Luego sabremos que es una iglesia. Una mujer barre la nave central de la iglesia del pueblo. Más allá, el pastor de cabras espera que la mujer termine de trabajar, de juntar el polvo del suelo. Después, en una salita, el viejo pastor le dará una botella con la leche de la cabra que ha ordeñado un rato antes, al principio de la mañana. Y la mujer, que ha dejado la pala con el polvo sobre una mesa, hará un cartucho con una hoja de revista y rezará una oración al polvo que separa del resto del polvo. Y esa imagen que nombrábamos recién cobra otra dimensión cuando nos ponemos a pensar que, más allá de cualquier esoterismo, superchería, magia o naturaleza, quizás no seamos más que polvo, y que solo nosotros somos capaces de sanarnos, de conmovernos con el arte, o de comprender que la oscuridad es otra forma de luz.

LE QUATTRO VOLTE / LAS CUATRO VECES (Italia / Alemania / Suiza, 2010; 88m). Escrita y dirigida por Michelangelo Frammartino. Producida por Philippe Bober, Gregorio Paonessa, Gabriella Manfrè. Fotografía: Andrea Locatelli. Montaje: Benni Atria, Maurizio Grillo. Intérpretes: Giuseppe Fuda, Bruno Timpano, Nazareno Timpano. Competencia Internacional.

14 de abril de 2011

Una luz


El pobre quiere un pedazo de tierra y una casita, no quiere ser millonario, dice Horacio Pereira, el protagonista de este relato. Y sí, si uno le pregunta a un pobre qué es lo que quiere seguramente el pobre le dirá que quiere vivir en paz con lo poco que tenga; no es una verdad de Perogrullo, es una realidad aquí, en el Uruguay o en el Congo. El abuelo de Horacio llegó del Congo como esclavo, aunque quizás haya recalado primero en Brasil y después en Uruguay; e instaló como sirvienta a la madre de Horacio, llevándosela del pueblo donde vivían a Montevideo, y así lo hizo con todas sus hijas, porque en el Congo hubiera sido lo mismo. Y un compañero de la marina le dirá a Horacio que en el Congo no hay diferencias respecto de un pueblo del interior uruguayo; hace más de cuarenta años en el rancho de paja y terrón tampoco había luz, como en el Congo hoy, y ahí está ahora, sobrevivió. Horacio viajó al Congo como parte de las tropas de paz en la misión uruguaya de aquel país africano; se reencontró con sus raíces, le trajo un bastón grabado a su abuelo, que estaba esperando algo para morirse en paz a los ciento ocho años y que se murió tres meses después de la vuelta de Horacio. Y Horacio quiere darle paz a su familia, a sus dos mujeres, Alba la madre y Alba la hija, quiere instalar un taller de reparación de máquinas de coser, el sueño del pibe. Y Alba, su hija, no quiere que vuelva al Congo aunque gane buen dinero; él está enfermo, le puede pasar algo, le pueden hacer algo, se podría morir. Por eso ahora es el farero de la isla de Lobos, a una hora mar adentro hacia el sudeste. No está solo. El mar le da paz. Esa paz que lo ayudó a pasar una noche entera en el océano tras aquel naufragio.

EL DESTELLO es el emocionante retrato de un hombre desconocido. Un hombre que ha vivido una aventura real, no importa la que haya sido, que no tiene nada de cinematográfico y que sin embargo se ha transformado en una película tan sentida como valiosa. Horacio Pereira, de quien no importan mucho sus datos filiales porque su esencia queda al descubierto desde la primera imagen, cuya voz tranquila y reposada tiene dolor pero nunca desaliento, le ofrece al espectador (sin saberlo él quizás, sin imponerlo Gabriel Szollosy, el director) la imagen de una Latinoamérica que no se lamenta de su pasado ni se resigna a un presente de porvenir aciago. En Horacio Pereira el espectador encontrará la imagen de un hombre en lucha, en lucha cotidiana por seguir siendo un hombre íntegro. Y si su vida discurre en la observación de la belleza de una noche oscura o en la magnitud de un amanecer brillante en la pasarela del faro, el dolor por sus compañeros muertos en el mar según sus palabras no se transforma en culpa sino en memoria, una clase de memoria donde las palabras expresan una parte del todo, donde la verdad no es una consigna sino una forma tangible del aliento, apenas una luz que nos ilumina.

EL DESTELLO (Uruguay / España, 2011; 80m). Guión y Dirección: Gabriel Szollosy. Producción: Anna Jancsó. Fotografía: Nyia Jancsó. Montaje: Fernando Epstein. Personas y Personajes – Competencia DDHH.

12 de abril de 2011

La vida de uno mismo

Norberto no llegó tarde al reparto del éxito; llegó apenas tarde, un matiz que lo obliga a tomarse un poco más de tiempo que los demás para alcanzar sus metas. Eso sí: llegó más tarde al reparto de la decisión, pero él se da cuenta del asunto y trabaja duro para ser un hombre más decidido cada día. Por ejemplo esa mañana cuando empieza a trabajar en la inmobiliaria y Javier, el encargado, le propone que vaya a un curso de afirmación personal, Norberto comprenderá que hay otras formas de ayudarse; y lo pondrá en práctica cuando vaya de rebote al Teatro Circular a ver una obra de teatro con Silvia, su mujer, y sus amigos Ernesto y Tevenet y las mujeres de sus amigos, porque no quedaban entradas en el cine de enfrente, y cuando todos se quieran ir en el intervalo porque están aburridos él decida quedarse hasta el final. Algo ha descubierto durante la función, algo que lo motiva a volver y a anotarse en el curso de teatro que dicta Rafael. Así es que cuando los viejos del departamento que le endosaron para alquilar (un clavo lleno de fotos y el cuadrito de un chiquilín presuntuoso a falta del gurisito que llora) recurre al auxilio de Ernesto para que finja interés en alquilar la propiedad, le haga pagar el anticipo y lo ayude a ganar tiempo para que los viejos puedan festejar sus sesenta años de casados en ese lugar, y también la comisión a falta de sueldo fijo. Pero Silvia se fue unos días a casa de Laura; Norberto le dijo que renunció a la aerolínea donde antes trabajaba cuando en realidad lo habían echado, y, negligente, se olvidó el espermograma en la guantera del coche; y cuando Norberto la invite para que vaya a verlo a la muestra de cierre del primer trimestre del curso de teatro (será Shamráev, el capataz de la estancia de Irina Arkádina, la vieja actriz aburrida de La gaviota, de Anton Chejov), Silvia ya estará más lejos de lo que la esconde la persiana del departamento. Y al fin y al cabo Norberto pensará que la desilusión no es tan importante: Nelba está allí para salvarlo, o esa compañera de elenco, la de los ojos asombrados.

NORBERTO APENAS TARDE es una gran película pequeña. Tiene una historia para contar, la historia de Norberto, un hombre poco importante, tan neurótico como cualquiera, que nunca acierta a desactivar correctamente la alarma del auto, y que pendula entre la conmiseración y la rabia aunque nunca se vaya a los extremos. Es una película filmada sin alardes ni virtuosismos y que tiene el ojo muy atento a los detalles en los rincones del cuadro y el oído presto a ciertos volúmenes del audio, y que utiliza algo que aunque no cayó en desuso cada vez se le presta menos atención: NORBERTO APENAS TARDE tiene un gran guión, un guión cuya estructura redimensiona constantemente las situaciones y profundiza los personajes hasta que les conocemos a todos cada una de sus mañas. Porque NORBERTO APENAS TARDE es una película que hace de la contradicción su mayor virtuosismo, pues se permite ser graciosa en sus momentos dramáticos y ser dramática en sus momentos graciosos; y si logra que el guión brille es también porque Daniel Hendler, su director, uno de los mejores actores de su generación, es mucho más que generoso dirigiendo a sus pares. Cada personaje tiene su gran momento, y si al salir del cine recordamos a la Silvia de Eugenia Guerty, al Javier de César Troncoso o a la Nelba de Silvina Sabater (esa compañera de la oficina que es una señora mayor por la mañana y una mujer hermosa por la noche) es porque Hendler supo medir en cada uno el alcance de su intensidad. Y como suele suceder en esta clase de retratos (y para no salir de Uruguay baste el ejemplo de Adrián Biniez y Horacio Camandulle, director y actor de Gigante) Hendler comparte el triunfo de su película con Fernando Amaral, el único Norberto posible.

Hablando de Uruguay, durante un viaje en ferry a Colonia, Boris, el protagonista de Un mundo misterioso, escucha en un spot publicitario sobre el Uruguay que el Uruguay es uno de los países con una de las democracias más estables de toda América del Sur. A lo mejor esté equivocada esta apreciación que vamos a formular, pero a la luz de La vida útil (el otro ejemplo uruguayo de la Competencia Internacional de este año), es dable pensar que cuando lo colectivo está medianamente resuelto es lógico que en el cine se empiece a reflexionar sobre uno mismo y se saquen algunas conclusiones de provecho para todos.

NORBERTO APENAS TARDE (Uruguay / Argentina, 2010; 88m). Dirigida por Daniel Hendler. Guión de Daniel Hendler, con la colaboración de Alberto Rojas Apel y Walter Jakob. Producción: Micaela Solé, Daniel Hendler, Sebastián Aloi. Fotografía: Arauco Hernández. Montaje: Andrés Tambornino. Intérpretes: Fernando Amaral, Eugenia Guerty, César Troncoso, Silvina Sabater, Roberto Suárez. Competencia Internacional.

10 de abril de 2011

De las guerras y los hombres

Tilva Ros – RODANDO POR LA COLINA

TILVA ROS (Serbia, 2010; 99m). Escrita, editada y dirigida por Nikola Lezaic. Producción: Uros Tomic, Mina Dukic, Nikola Lezaic. Fotografía: Milos Jacimovic. Reparto: Marko Todorovic, Stefan Djordjevic, Dunja Kovacevic, Marko Milenkovic, Nenad Stanisavljevic. Competencia Internacional.

La guerra en Bosnia provocó durante los años '90 una cantidad enorme de víctimas fatales en países que luego quedaron atomizados, o deshechos. Lo que antes fue una mina (el monte rojo del título) hoy es una pista de skate en la que Marko, Stefan y Dunja, entre otros chicos, además de patinar compiten a ver cuál de ellos es más bizarramente valiente y soporta el dolor más agudo sin cejar en el empeño. Y es tan clara la lectura de esa violencia inútil y estéril (rallarse las rodillas con un rallador, pegarse piñas o palazos con un balde de lata en la cabeza, tirarse desde una altura de cinco metros para ver cómo se queda después... y verse por la MTV) que tras unos treinta minutos de proyección TILVA ROS no habrá de ofrecernos nada nuevo. Y es una pena porque se vuelve aburrida una película tan bien filmada y que arranca de manera notable (la presentación de los personajes, contraponiendo el relato de lo que fue el espacio de esa mina en otros tiempos con la urgencia y la desprolijidad del video y la tersura del fílmico, es de singular impacto estético y temático); sus conflictos girarán en redondo y uno como espectador sabe que no tendrán una resolución inmediata, quizás porque toda esa angustia se pasa al fin de la adolescencia. Y es una pena también que los apuntes políticos del relato respecto de la nueva burguesía se diluyan en algunas banalidades como destrozar un Lada inservible o un Mercedes Benz impecable o que los manifestantes de una huelga poco concurrida enarbolen la bandera de la Unión Europea que pasa en primer plano por la imagen.

Aurora – CÓMPLICES EN LA OSCURIDAD DEL DÍA

AURORA (Alemania/Francia/Rumania/Suiza, 2010; 182m). Escrita y dirigida por Cristi Puiu. Producción: Anca Puiu, Bobby Paunescu. Fotografía: Viorel Sergovici. Montaje: Ioachim Stroe. Reparto: Cristi Puiu, Clara Voda, Valeria Seciu, Luminita Gheorghiu, Catrinel Dumitrescu. Panorama/Trayectorias.

Si el lobo se come a la abuela de Caperucita lo que tendrá en el estómago es una mujer desnuda, porque no es lógico que la abuela de Caperucita esté vestida en el estómago del monstruo. Con esa premisa arranca AURORA, suerte de desmitificación del papel de un asesino y que intenta ofrecer una lectura sobre la negación de la culpa colectiva y la burocracia de la redención individual, con todo lo que ello implica en los países de la Europa Oriental todavía hoy, países en los que pareciera no nacer aún esa aurora del brillante porvenir. Y si bien el director Cristi Puiu no supera la hondura y agudeza de La noche del señor Lazarescu (esa extraordinaria farsa sobre el sistema hospitalario en países económicamente inestables), consigue a partir de la distancia de sus planos secuencia y de un ritmo de endiablada constancia convertir al espectador en cómplice de Viorel; un cómplice deficiente convengamos, pues la máscara de Puiu como protagonista de esta historia jamás develará antes de tiempo los por qué de su accionar ni las intenciones de sus movimientos, y uno por las dudas (y por placer también, por qué no) no se atrevería a preguntar nada antes de que la escopeta no esté del todo calibrada y mucho menos después del primer disparo en la oscuridad del día.

Caterpillar – LA BESTIA HUMANA

CATERPILLAR / KYATAPIRÂ / ORUGA (Japón, 2010; 85m). Dirigida por Kôji Wakamatsu. Producción: Koji Wakamatsu, Noriko Ozaki. Guión: Hisako Kurosawa, Deru Deguchi. Fotografia: Tomohiko Tsuji, Yoshihisa Toda. Montaje: Shuichi Kakesu. Reparto: Shinobu Terajima, Shima Ohnishi, Ken Yoshizawa, Keigo Kasuya, Emi Masuda. Panorama/Trayectorias.

Kyozo Kurokawa vuelve de la guerra chino-japonesa sin brazos ni piernas e impedido de hablar. Su mujer, Shigeko, pasará entonces a ser la esposa de un Dios de la Guerra que ilumina la gloria del imperio japonés, aunque su marido, un todo inútil que solamente come, duerme y fornica, le de tanto pavor como la guerra misma. Pero uno se acostumbra a todo y hasta puede tomarse revancha, la guerra lo justifica: la guerra justifica las violaciones a las que los soldados someten a las mujeres del otro bando, y también que las esposas de los soldados mutilados les enrostren la frustración de no ser más que humanos en el barro. Después se encontrarán los culpables, eso no es tan importante. Triste y bestial, CATERPILLAR se permite contar una historia terrible con una impronta de ternura y hasta de belleza gracias a la precisa puesta en escena de Wakamatsu, por momentos tan lírica como las flores del cerezo, de a ratos amarilla como la prensa triunfalista, pero siempre justificadamente incómoda como una película pornográfica. Para dicha empresa Wakamatsu necesitaba dos actores como Shinobu Terajima y Shima Onishi; la primera como la agónica guerrera de ese destino infausto, y el segundo como esa salvaje mariposa que acabará siendo una oruga incapaz de reptar sobre la tierra.

Un mundo misterioso – UNOS MINUTOS, UN RATO, UN TIEMPO

UN MUNDO MISTERIOSO (Argentina/Alemania/Uruguay, 2011; 107m). Escrita y dirigida por Rodrigo Moreno. Producción: Natacha Cervi, Hernán Musaluppi, Rodrigo Moreno Fotografía: Gustavo Biazzi. Montaje: Martín Mainoli. Reparto: Esteban Bigliardi, Cecilia Rainero, Rosario Bléfari, Leandro Uría, Germán de Silva. Competencia Argentina.

Ana le pide un tiempo a Boris porque la relación ya parece un diario viejo. Cuánto es un tiempo. Un minuto, un día, diez años… Un tiempo. Eso es lo que es. Y es justamente lo que se suspende entre Boris y los días: el tiempo. Todo da lo mismo, que sea lo que sea, besar a otra mujer mecánicamente o comprarse un auto extraído de la memorabilia soviética, viajar en colectivo o a través del Río de la Plata, ir al casino con una desconocida o escuchar a Gardel cantando en francés, comprarse un manual de atletismo o un libro de Truman Capote o Capoche como se pronuncia en portugués, reencontrarse con los compañeros del secundario o fumarse un porro. No hay tiempo cuando uno se toma un tiempo; uno se imagina la muerte pero la muerte está suspendida. Y descubre que el mundo es misterioso y diferente para los otros, para el mecánico de la otra cuadra por ejemplo, un tipo que tiene tiempo y no lo derrocha. Y si bien UN MUNDO MISTERIOSO se mira con tedio nunca ese tedio es gratuito. A medida que avance el relato se irá descubriendo que esos planos largos, fijos, exactos, esconden una emoción que Boris no se permite, o que quizás no le enseñaron a sentir o a vivir, tal vez porque nadie tiene tiempo suficiente para vivir como quiere, como debe, o como puede. Una película destinada a crecer en la memoria, con un festejo de extraordinaria sobriedad a cargo del protagonista excluyente, Esteban Bigliardi, y de un gran actor llamado Germán de Silva.

25 de marzo de 2011

La vida de la gente

Sin sed ni hambre
síntesis de todos los caballos del mundo
mi caballo sin costillas
mi caballo de una sola línea
mi caballo de palo
-qué galope incansable
entre dos matinés-
se perdió con la infancia.

Macunaíma,
Los caballos perdidos

La gente tiene una vida que nosotros desconocemos, que no es la vida que le vemos llevar sino esa que no tiene una traducción en palabras o en imágenes concretas. Es la famosa vida interior, la vida poética de cualquiera. La vida de Jorge, por caso, ese muchacho alto, desgarbado, de anteojos, el de la audición de Cinemateca que enseñaba a ver películas por radio Capital, el que probaba los asientos de todas las salas de Cinemateca a ver cuál andaba flojo, y el que trabajó en Cinemateca desde los veinte años y que ahora que tiene cuarenta y cinco, desde el cierre de Cinemateca, anda como bola sin manija viendo qué hace con su vida. A veces la gente piensa que se queda sin vida mientras sigue viviendo. No hay nada más triste para uno que ver una cuadrilla de obreros desmantelando una sala de cine, y después llorar en el ómnibus sin podérsela aguantar mientras un energúmeno con anteojos negros parece mirarlo sin verlo. Se quedó como un caballo vacío de patas, tan inútil y quieto como un viento mutilado hoy en día. Ese mismo Jorge. Pobre Jorge.
A fuer de sinceros convengamos que el cine es algo tan inútil como el arte en general. Qué es el cine más que un montón de sombras a las que nuestra imaginación febril les encuentra anécdota y movimiento desde el patio de butacas, y que para colmo nos ceba los momentos de ocio con falsas inquietudes volviéndonos improductiva la vigilia. Además, lo único mensurable del cine como arte es su valor de mercado. No cuentan en absoluto lo pedagógico, lo mágico, lo ornamental, la visión del mundo o la sensibilidad de ninguna película. Por eso un museo, o por caso una cinemateca, si no tiene fines de lucro no es necesariamente imprescindible para la vida de nadie. En ese caso la vida de la gente se despacha con eficacia hacia otras cuestiones como respirar, comer, amar, dormir, despertarse, discurrir, reproducirse, alegrarse, entristecerse, morirse. Nada más ni nada menos. Soñar es parte del sueño, lo que implica que recordar lo soñado no alterará el rumbo de la vida porque nada en esos sueños remite a una realidad tangible, son apenas su deformación. Como recordar la vida con música de fondo, o si encontramos una escalera, bajarla bailando como algún bailarín que vimos en algún sitio, por ahí, y que solamente nosotros recordamos.
Probablemente ese sea el principal escollo para llevar una vida pragmática y ordenada: el recuerdo. Tanto embellecemos la memoria que a veces una película se escapa de la pantalla para transformarse en la columna vertebral de nuestras sensaciones. Y así es como la vida de la gente comienza a parecerse tanto a nuestra propia vida, y dejamos de reconocernos porque no hace falta, porque somos todos iguales. Y lo que resulta aún peor para el pragmatismo derrotado es descubrir que la gente es igual a nosotros, a cualquiera de nosotros, a uno mismo, en cualquier sitio del planeta. En algún momento del galope todos los caballos tienen los cascos en el aire como pegasos con las alas desplegadas, y las películas tienen la endemoniada habilidad de forjar no ya nuestros sueños sino mis propios recuerdos, porque el cine nos permite yuxtaponer todas nuestras realidades. En cualquier sitio del planeta vibran los vidrios del ómnibus y se baten las puertas hasta quedarse quietas y sin reflejarnos y se nos empañan los lentes con el calor de los ojos y se nos antoja que podríamos discutir el criterio de verdad en el aula magna de la facultad de derecho. Y en cualquier rincón podríamos volver a sonreír con una sonrisa parecida a la felicidad si nos aceptan la invitación a ir al cine a ver una película en blanco y negro. ¿Ustedes se acuerdan si sueñan en colores? Eso no importa tanto como achicar la distancia entre la infancia y la vida útil, la lejanía entre la inmensidad del deseo y nuestro pequeño lugar en el mundo. En Andes y 18 de Julio, por ejemplo, mientras me como una hamburguesa rumbo a un sitio que se parece a mi casa aunque esté en Montevideo.

LA VIDA ÚTIL (Uruguay, 2010; 63m), dirigida por Federico Veiroj. Guión de Inés Bortagaray, Gonzalo Delgado, Arauco Hernández y Federico Veiroj. Producción Ejecutiva: Federico Veiroj. Producción: Laura Gutman, Juan José López. Fotografía: Arauco Hernández. Arte: Emilia Carlevaro. Sonido: Daniel Yafalián, Raúl Locatelli. Música: Leo Masliah y Macunaíma, Eduardo Fabini. Intérpretes: Jorge Jellinek, Manuel Martínez Carril, Paola Venditto. En Competencia / Selección Oficial Internacional del 13 BAFICI. Jueves 7 a las 19.45 y sábado 9 de abril a las 17.30 en el Hoyts Abasto; lunes 11 de abril a las 18.15 en el Atlas Santa Fe 1.

12 de febrero de 2011

De gente que corre al olvido


(…) y actuamos a pesar de todo –lloraría, nadie
lo sospecharía, pero lloraría y lloro a veces,
pero discretamente, lentamente y con desenvoltura,
como lo hice, sin ir más lejos hace cinco minutos, sin que nadie me vea
lloro bajo mi maquillaje y mi disfraz,
sin ruidos importunos, (…)
Jean-Luc Lagarce, Music-Hall (traducción de Marilú Marini y Rodolfo de Souza)

La chica (que siempre es la misma) y sus dos boys (que aunque distintos son los mismos de siempre) están acostumbrados a cambiar la rutina si el escenario que les toca es estrecho y por eso el contacto con el público asfixiante. La chica entra generalmente por el fondo del escenario pero otras veces es posible que deba entrar por el costado y trazar un semicírculo, así, para ubicarse en el centro. Los boys habrán de seguirla, el primero a la derecha y el segundo a la izquierda, así, siempre lo mismo, año tras año, pueblo tras pueblo, hasta que ni siquiera haya cuencos vacíos en la cabeza de esa gente, hasta que el público sea nadie, la miserable oscuridad sin recuerdos ni remordimientos. Sin historia. Porque estos espectáculos de music-hall, esas revistas hoy pasadas de moda y que forjaron la gloria de ciertos artistas, ya entonces, ya ahora, nunca tuvieron historia. Bastaba una sonrisa y unas cuantas palabras cantadas o apenas entonadas para que el público, cruel el público, se adueñara de ellos y les impidiera vivir. Ese mismo music-hall que condenó también a la repetición perpetua a ciertos artistas y les impidió vivir una vida que los condujera naturalmente a la muerte, siempre bellos, siempre jóvenes, siempre imágenes, siempre dicha, siempre vivos, artistas de varieté condenados al olvido después de que los hubiese consumido el fuego sagrado del escenario como a un taburete de madera de dos o tres patas, siempre inflamable, siempre apasionado.
Ne me dis pas que tu m’adores
Mais pense à moi de temps en temps
Y así, otra vez, como siempre, sin final, las palabras de Lagarce logran alejarse de la literatura para transformarse en sortilegio. La puesta que Diego Arbelo burila para esta versión de MUSIC-HALL se aprovecha del espacio de la Sala 2 del Teatro Circular de Montevideo no para convertirlo en escenario de provincias sino para engarzarlo en él como un despojado, mínimo, olvidado rincón de la memoria donde esos personajes sin entidad siquiera de arquetipos luchan por ser parte de un recuerdo, no importa si individual o colectivo, una estampa en tu memoria, la que te incluye. Y como aquí la luz los enfoca, los barre y hasta los borra, ellos deberán valerse de la palabra, del sortilegio, para que el público permanezca sentado y los adore como debe suceder en estos ritos de sinuosos senderos. Gustavo Suárez y Fernando Vannet son los boys, y la chica una actriz llamada Bettina Mondino que pareciera haber hecho un pacto de gracia, sobre todo cuando en un falso final que no tiene nada de anticlimático canta con una voz cristalina
Ne me fais pas de longs poemes,
Ne parle pas de tes émois,
Pour me prouver combien tu m’aimes,
De temps en temps, embrasse moi

y nos hace creer que los artistas son eternos.

MUSIC-HALL, de Jean-Luc Lagarce (con traducción de Marilú Marini y Rodolfo de Souza). Dirigida por Diego Arbelo. Producida por Diego Arbelo y Sergio Miranda. Ambientación Escénica e Iluminación: Claudia Sánchez. Vestuario: Cecilia Carriquiry. Preparación Musical: Fernando Ulivi. Coreografía: Rodrigo Garmendia. Intérpretes: Bettina Mondino, Gustavo Suárez, Fernando Vannet. Viernes y Sábados a las 23.30. Teatro Circular de Montevideo, Rondeau 1388. 2901 59 52.

Ojos hundidos que aprenden a ver


"In-yer-face produce el choque en el público por el extremismo de su lenguaje y de sus imágenes, y lo perturba con su franqueza y los agudos cuestionamientos a las normas morales. Aunque resume el espíritu de su época, también lo critica. Las obras de In-yer-face no buscan mostrar eventos y que se especule con ellos; es una experiencia que requiere espectadores que sientan las emociones extremas presentadas en el escenario."
Acerca de In-yer-face (En tu cara), el movimiento de jóvenes autores británicos al cual adhiere David Harrower, autor de BLACKBIRD / http://www.inyerface-theatre.com/

La acción en un espacio amplio de aparente asepsia pero repleto de desperdicios, como si fuera un depósito a la vez utilizado como comedor y basurero. Paredes sólidas de hormigón, ventanas con vidrios opacos o esmerilados tras los que se adivinan sombras pero no se distingue gente. La luz es cruda, o mejor dicho fría, quieta, imperturbable; de repente se corta y se encienden dos carteles rojos que indican la salida del lugar, aunque Una se queda allí, sentada, mirando sin mirar hacia ningún ángulo del salón, en silencio. Arde el silencio en la piel como una llaga. Y ese silencio dura demasiado tiempo, o no tanto; no es lo mismo el tiempo de ese reloj omnipresente en la pared (tan frío e impersonal como todo allí, a medio hacer o a medio descartar o en mitad de la escapada) que el tiempo que para Una es una piedra. Ray (o Peter, como dice llamarse ahora) no vuelve, y después sabremos que antes tampoco lo hizo, antes, cuando Una era una nena de doce años y Ray un vecino que pasaba los cuarenta y la dejó sola, llena de un amor viciado en el cuarto de un hotelucho con la consigna de decir que él era su padre si alguien se lo preguntaba. Y la luz no vuelve, y uno acostumbra el ojo a las sombras y no puede imaginarse si Una tiene los ojos bañados en lágrimas o a esta altura secos. Y vuelve la luz, y vuelve Ray (o Peter, como dice llamarse ahora), pero en el pasillo no se adivina la presencia de nadie. El pasillo quedó a oscuras. Quizás nadie más pase por allí hasta que ellos salgan, porque uno sale alguna vez de cualquier parte; o sí, quizás pase algo, quizás se instale una certeza, quizás haya que dejar que la vida sea nada más que dudas.
BLACKBIRD no es una obra que diga verdades o denuncie el estado de las cosas en las sociedades desarrolladas. Se preocupa en encontrar razones en los intersticios de lo que se dice para darle profundidad a los caracteres, para que entre esos balbuceos que giran el concepto y lo derivan o lo ocultan el espectador no comprenda ni comparta, solamente infiera qué de todo eso puede ser tranquilizador, aunque la tranquilidad esté muy lejos de ganar a los personajes. Y es en esta falta de complacencia donde la pieza destaca su agudeza: sería complaciente encontrar el culpable y castigarlo a lo largo de la trama, pero en este diálogo lleno de monólogos el vecino abusador ya fue juzgado antes y la niña abusada ya cargó con el estigma durante muchos años. Otros son los motivos, esos que no se dicen, esos que conviene ocultar porque si no seríamos mal mirados, esos que nos hacen falibles y nos hacen personas aunque a nadie le guste. Y todo eso, lo que se encuentra en el territorio yermo del silencio, es de lo que se vale la directora Margarita Musto para que la obra desaparezca y su juicio de valor hacia la situación planteada, al igual que el nuestro, no tenga cabida en ese sitio. Levón y Jimena Pérez pareciera que tampoco están allí, por eso Una y Ray/Peter cobran vida. Esto, además de ser un elogio, no es otra cosa más que saber utilizar las herramientas con pericia; es más sencillo dar golpes que cincelar muescas. Y las muescas, más que cicatrices, son marcas que construyen el sentido.

BLACKBIRD, de David Harrower, con traducción de Margarita Musto y Homero González Torterolo. Dirigida por Margarita Musto. Escenografía: Beatriz Arteaga. Iluminación: Martín Blanchet. Vestuario, asistencia de dirección y traspunte: Diego Aguirregaray. Intérpretes: Levón, Jimena Pérez. Jueves, Viernes y Sábados a las 21.30, Domingos a las 20. Teatro Solís de Montevideo, sala Zavala Muniz.

11 de febrero de 2011

Cómo volar sobre el mundo


No hay entonces una denuncia sino, más que nada, una sonrisa y una caricia y quizás un gesto burlón a todo lo que uno encuentra detrás de cada esquina. (...) Espero lograr hacer que llueva en sus ojos.
Daniele Finzi Pasca

Cuántas veces uno tuvo ganas de escaparse, de salir volando. Literalmente. Salir volando. Con o sin alas, a como fuese, así sea haciéndole un piquete de ojos a una monja gorda, empaquetándola en un saco con el que uno puede robarse hasta una biblioteca, y aguardando que el ejército y la policía perforen la pared para soltar a la monja y escabullirse por sobre sus cabezas, libre uno por fin al viento. Es que a veces la naturaleza tiene una mente muy cerrada y es preferible manipular flores sintéticas porque las flores sintéticas ni siquiera se preocupan si uno las quiere correr de sitio. Las flores naturales sí. Y si hay que luchar contra la naturaleza habrá que ponerse a batir los brazos cinco horas diarias, o más tiempo, el que sea necesario para despegarse del suelo; es una tarea muy ardua porque no tenemos instinto para levantar vuelo, las gallinas tienen instinto para volar pero se asustan y no vuelan más que hasta ahí. Y lo que nos asemeja a las gallinas es que tal vez las gallinas no le tengan miedo al vuelo sino al aterrizaje. Ese tal vez sea el miedo más inclemente que nos limita los sueños: no saber cómo aterrizar. ¿Aterrizar significa que nos vamos a morir? Tal vez, o aterrizar quizás nos haga comprender que estrellarse contra el piso es una posibilidad cierta y que no necesariamente implique la muerte; tal vez un dolor profundo, que, como todo, después se pasa. Pero para que el dolor se pase uno tiene que estar acompañado, o debe establecer que en algún sitio habremos de encontrarnos. No importa con quién. En soledad todo compañero es un mundo, el mundo, y en ese sitio existimos aún después que nos sorprenda la muerte.
Daniele Finzi Pasca, clown, dice que prefiere ese costado trágico que la risa enmascara, como los viejos maestros del cine mudo. En Ícaro, este espectáculo que hace veinte años ofrece de manera trashumante volando de nido en nido, el cuerpo de Daniele, ingrávido como el de un pájaro, evita el lugar común de la muerte con el objeto de acariciar la vida, porque pareciera que para él la vida no hay que tomarla a manos llenas sino dejarla en su sitio y recorrerla una y otra vez con la palma abierta. Espectáculo que Daniele escribió en prisión, (por ser objetor de conciencia al servicio militar de su país, Suiza) tiene la peculiaridad de estar creado para un solo espectador que a la vez es interlocutor y coprotagonista. Pero anoche Matías, el espectador que Daniele eligió en el patio de butacas para acompañarlo por ser flaco y así poder cargarlo a upa cuando la historia lo requiriera, también fue observado por las más de mil personas que participamos de esa función en la sala mayor del Teatro Solís de Montevideo. Y la risa que surgía entre los espectadores por las peripecias del payaso no empañaban la intimidad desnuda que en el escenario ofrecía, una intimidad ilimitada cuya única frontera es el tamaño del corazón de cada uno. Por eso Ícaro no es teatro ni es performance ni es circo y mucho menos representación; es viento quizás, viento que hincha las velas del alma y te obliga a desplegar las alas que no estás acostumbrado a batir, esas que te hacen volar sobre un mundo que es el mismo para todos los seres humanos.

ÍCARO, de y dirigido por Daniele Finzi Pasca para el Teatro Sunil de Suiza. Música: María Bonzanigo. Iluminación: Marco Finzi Pasca. Intérprete: Daniele Finzi Pasca. Del 10 al 13 de febrero en el Teatro Solís de Montevideo (Uruguay).

16 de enero de 2011

Aventuras fabulosas

This is the tale of the man
Who heard a word in the night
In the land of the heathery hills,
In the days of the feud and the fight.

Robert Louis Stevenson, Ticonderoga

Hace poco más de un año tuve oportunidad de ver nuevamente Historias extraordinarias después de leer el libro que publicó Mariano Llinás en 2009, libro que incluye el guión de la película y una enorme lista de apostillas del propio Llinás en forma de nota al pie que abren el panorama de la película más allá de sus imágenes. Mucho más allá, como el horizonte recortado por el sol del ocaso hacia donde se dirigen los cowboys al final de los westerns. Porque si algo es Historias extraordinarias más que una historia, o tres (o algunas más), es un enorme palimpsesto de nuestra propia experiencia cinematográfica y de nuestra relación con los libros, y con los sueños, y con algunos deseos, y con lo que quisiéramos ser y no somos pero sin claudicar por alcanzar ese objetivo alguna vez. Claro, es una película optimista de cuatro horas de duración que se siente como si uno pudiera cantar sobre su vida un canto verdadero, como si pudiera narrar sus viajes, como si uno realmente existiera.
En Historias extraordinarias hay un hombre que llega para realizar un trabajo pero que se encierra durante mucho tiempo en un hotel de Azul porque vio un crimen que no estaba preparado para ver y mucho menos para cometer, y que encuentra su alter ego en el sujeto que la burocracia le mandó peritar y cuyos edificios convierten en irreal el centro de la provincia de Buenos Aires (el hombre en cuestión es X, el alter ego el arquitecto Salamone, constructor de bellezas y horrores); un hombre más que sigue las huellas del que vino a reemplazar en una federación avícola y descubre un león moribundo cuya muerte será apoteótica –dentro de los límites de la apoteosis en la llanura bonaerense-, que traba relación con dos mujeres que se enamoran de él y con un padre que lo impulsa a cumplir con los anhelos de otro (el hombre en cuestión es Z, y los anhelos del otro lo llevan a la ciudad de Maputo, en Mozambique); un tercer hombre encargado de fotografiar unos pequeños monolitos en la cuenca del río Salado que se topa con otro que los dinamita y que ha vivido una aventura con los Jolly Goodfellows durante la Segunda Guerra Mundial (el hombre que saca fotos es H, que además tendrá que sobrevivir a una inundación y a la prisión por la apuesta de dos tipos aburridos); y una mujer que desaparece y que deja a dos hombres, como al gato, tristes y azules. Pero la película no es solamente esto: también son las voces que nos cuentan cada historia y que les modifican la impronta a las imágenes, como si esas voces le dieran carnadura a la fantasía, como si el cine fuese la única verdad de inmanente permanencia.
Porque Historias extraordinarias, entre los tres años que han pasado desde su producción y este reestreno en la sala del Cosmos-UBA, se ha convertido en un clásico. ¿Qué es un clásico? ¿Aquella obra capaz de sembrar la iconografía, las ideas, las razones, los afanes, los empeños, los esfuerzos, el espíritu de un pueblo? Ni tanto ni tan poco, aunque un clásico, sí, es el registro de una época. Hasta el advenimiento del cine la literatura era capaz de proteger la memoria de los pueblos a través de la palabra, y luego del cine, las imágenes proyectadas quizás nos devuelvan la sensación física del pasado, o del paradigma del pasado. En el cine el tiempo siempre es presente, y después de ver una película uno puede recordar lo que pasó o recelar lo que vendrá, tal es su carnadura en nuestra experiencia cotidiana. Pero para ser clásica una película debe parecer (sería más conveniente que lo fuera) auténtica: de ahí el clasicismo de Historias extraordinarias. Historias extraordinarias es una película auténtica porque apela a la literatura y al cine sin paráfrasis, descubriendo en nosotros mismos la necesidad de creer en algo que ocurre, de ser partícipes de los hechos, de involucrarnos en una trama, de ir en busca de la felicidad. ¿O no somos felices mientras vemos una película? ¿O no es que creemos que la felicidad solo existe en las películas? Por eso estas historias extraordinarias (porque jamás ocurrirían en nuestra vida de todos los días) son un clásico de nuestro tiempo. En ellas palpita todo lo vivido antes y lo que vivimos hoy, y como son tan localmente universales son capaces de expresar un pasado de yerros y un futuro incierto. Siempre hay otra lectura posible de los episodios de Stevenson bajo un árbol de la llanura bonaerense, como expresa por ahí Mariano Llinás respecto de los fines de semana o de sus vacaciones de la infancia; a lo mejor en ese sitio (y en el lapso de la infancia) el mundo es todavía más inmenso y el tiempo una cronología fabulosa de aventuras sin edad.

HISTORIAS EXTRAORDINARIAS, escrita y dirigida por Mariano Llinás. Producida por Laura Citarella. Imágenes: Agustín Mendilaharzu. Montaje: Alejo Moguillansky y Agustín Rolandelli. Dirección de Arte: Laura Caligiuri. Sonido: Rodrigo Sánchez Mariño y Nicolás Torchinsky. Música: Gabriel Chwojnik. Intérpretes: Mariano Llinás, Walter Jakob, Agustín Mendilaharzu, Klaus Dietze, Germán de Silva, Horacio Marassi, Lola Arias, Mariana Chaud, Ana Livingston, Esteban Lamothe, Alberto Suárez. Domingos a las 18. Cine Cosmos-UBA, Corrientes 2046. 4953-5405.