18 de noviembre de 2016

La cabalgata del circo


Dos hermanas buscaron durante buena parte de su vida un tesoro escondido en el Cementerio Central. Dos hermanos, durante buena parte de su vida, fueron el tesoro oculto de la comicidad uruguaya. Las dos hermanas se abocaron a darle visos de verdad a la búsqueda del tesoro; no hay registro que los dos hermanos hayan vuelto al Uruguay después de haber triunfado en Montparnasse. Las dos hermanas murieron con menos plata de la que habían tenido. Los dos hermanos desaparecieron sin dejar rastros. Aún se habla del tesoro de las hermanas Masilotti y del pez de 18 pulgadas de oro puro, y aún podemos ver, en el viejo espacio escénico del teatro Victoria de Montevideo, cómo se corporizan los Fabulosos Hermanos Masilotti y nos presentan lo que se pudo rescatar de la memoria de otras épocas.
FABULOSOS HERMANOS MASILOTTI es un espectáculo pequeño y afectuoso que, sin apelar a la burla hacia tópicos o costumbres propias de quienes habitan el oriente del Río de la Plata, recupera una forma de humor inteligente que se fue perdiendo cuando sus cultores fueron cediendo espacio en la televisión, la principal propaladora de sutilezas de esta forma tan elegante como lunática de observar la realidad. Es posible que los Hermanos Masilotti se asemejen al contrapunto del Toto Paniagua y Claudio -ese chatarrero millonario que quiere pulirse con un profesor de buenos modales-, y que los actores que los interpretan los hayan tomado como modelo a seguir. Generacionalmente es posible, aunque la gracia de este dúo radique no tanto en la intelectualidad y en el lenguaje como en la oposición de tamaños y en el ejercicio físico, en el silencio de uno y en la verborragia del otro, en lo ramplón y en lo sofisticado que ambos transitan, oposiciones que no surgen de las historias absurdas e imposibles que nos cuentan, sino de haber estudiado esas formas de la cultura popular que a través del non sense daba cuenta de un estado de las cosas mucho más larvado que evidente. La academia de danza, la guardia de los Blandengues y la espera en el hospital (las tres escenas que conforman el espectáculo), concentran esas dosis de sinsentido y mordacidad que no se pretenden efectivas sino elocuentes, y que Horacio Camandule y Pablo Isasmendi dibujan con la naturalidad propia de una greguería, de un limerick, o más difícil aún, de dos cómicos de la legua que marchan por la huella de la carpa del circo hasta que esa huella se hace camino.

FABULOSOS HERMANOS MASILOTTI, escrita y dirigida por Marcel Sawchik. Luces: Santiago Vieira. Sonido: Charly Ferret. Intérpretes: Horacio Camandule, Pablo Isasmendi, Sara de los Santos. Sábados a las 21.30 y Domingos a las 20. Teatro Victoria, Río Negro 1479, Montevideo, Uruguay.

17 de noviembre de 2016

Monos con navajas


El señor Lette cree conocer los mecanismos de las piezas que diseña, conocerlos de tal forma que le permitan venderlos él mismo para la empresa en la que trabaja. Está orgulloso por saber tanto, está orgulloso por tener la empresa a sus pies, está orgulloso por llevar una vida en ascenso. Pero el señor Lette no cuenta con algo que lo hará tropezar con los cordones de su propia medicina: es feo. Feo con ganas. Un cuco. Un hombre horrible. Una buena persona escondida bajo la máscara de un monstruo. Un espanto sin parangón en estos tiempos que corren una final olímpica. El señor Lette no tiene salvación, la naturaleza ha sido esquiva con él, por lo cual no podrá ir al hotel de alta montaña a vender las piezas que diseña para esa empresa que lo estima (ahora comprende) puertas adentro, donde se esconde el espanto o se lo barre debajo de la alfombra. En su lugar irá Karlmann, su asistente, porque es lindo. El señor Scheffler sabe que Karlmann es lindo y que Lette es un horror, así que no está para perder plata porque Lette asusta a la gente con esa nariz así, esos pómulos para allá y esa bocaza de abismo. Y hasta Fanny, su mujer, toma con tanta naturalidad como es posible la fealdad que Dios le dio a Lette, y si nunca se lo dijo (que es feo, la razón por la cual siempre lo mira al ojo izquierdo y no a la cara) fue porque ella lo quiere así como es, adorablemente aberrante. Pero Lette no se resigna a enterarse de su fealdad: algo tiene que hacer, él tiene que presentar los prototipos de las piezas que él mismo diseña y venderlas él mismo, él, el más competente del ramo. Algo tiene que hacer, y si su fealdad no se puede ocultar bien vale hacerse la cara de nuevo, así que se pone en manos de un cirujano plástico para que le reconstituya esa nariz así, esos pómulos para allá y le circunscriba el abismo de su bocaza. Y la operación es un éxito. Y Lette, irreconocible para los propios e irresistible para los extraños, se transforma en un hombre hermoso, en el hombre más hermoso que se recuerde por ahí. Pero ¿es suficiente con ser hermoso en este mundo imperdonable?
EL FEO, la peligrosa pieza de Marius von Mayenburg, no pretende darle respuestas a la deshumanización de las sociedades; a quicio de quien vio una de sus funciones, EL FEO pretende poner esa deshumanización en primer plano para observarla desde la platea con interés entomológico. Y vaya si consigue su objetivo. Cuanto más inverosímil se torna la situación más lógico resulta el sistema que la pone en marcha. En este sentido EL FEO se vale del absurdo y del existencialismo para echarle en cara al espectador (de qué otra forma podría ser en esta obra) el no hacerse cargo de la situación cuando la situación lo involucra sin darle la posibilidad de escapar. La puesta de Alberto Zimberg se vale de recursos del vodevil y del slapstick para poner en tensión los cuerpos en el espacio; ese mecanismo desconocido que diseña Lette, de acuerdo al movimiento planteado por Zimberg, se parece mucho a una bomba de tiempo: cuando Lette descubre que todos los hombres tienen su cara, que la suya es la cara del éxito, y que si el cirujano les dibuja a todos cuantos le piden el diseño que le dio a ese rostro porque al fin y al cabo es su propia creación, Zimberg radicaliza el movimiento y los personajes (el Lette del fantástico Fernando Amaral y los de los precisos y brillantes Mariela Maggioli, Horacio Camandule y Emanuel Sobré) se desdoblarán en otros tantos que apenas cambiarán de actitud para indicar que son otros que siguen siendo los mismos. Así es como EL FEO, con su clima enrarecido y su humor flagrante, desconcierta al público y lo pone en guardia; qué más se puede pedir que provocación y fundamentos cuando el arte escénico, sospechosa, lamentable e inquietantemente, se va transformando de a poco en la mascarita descascarada de esa mascarada mayor que es la corrección política.

EL FEO, de Marius von Mayenburg (con traducción de Francisco Díaz Soler). Dirigida por Alberto Zimberg. Producción Ejecutiva: Juan Luis Granato. Iluminación: Martín Blanchet. Escenografía: Claudia Schiaffino y Beatriz Martínez. Vestuario: Victoria Zabaleta e Isabel Pintos. Música: Federico Deutsch. Intérpretes: Fernando Amaral, Mariela Maggioli, Horacio Camandule, Emanuel Sobré. Jueves y Viernes (hasta el 25 de noviembre) a las 21. Teatro Alianza, Paraguay 1217, Montevideo, Uruguay.

16 de octubre de 2016

I go to the movies


Hay muchas, muchísimas películas sobre el cine: sobre gente que desea hacer cine, sobre gente que filma películas, sobre gente que participa desde algún lugar en los rodajes de esas películas, sobre gente que sueña con las películas que ha visto, sobre gente que va al cine a ver películas. Quizás sea la película más complicada de filmar esa: es muy difícil rodar lo que ve la gente en la pantalla sin encandilarse con las imágenes que se proyectan allí. Posiblemente haya películas que conozcamos todos y tal vez haya películas que muy pocos han visto, pero baste una imagen de alguna de esas películas para que la atención se dispare y se solidifique como un bloque de hormigón en la memoria. 
Marcos quiere filmar una película, la que sea. Sofía quiere actuar en ella, haciendo incluso hasta de camarera, de lo que trabaja cada noche. Alex, con su torso desnudo y su tapado de piel color arena a la mañana, es la imagen viva de la pasión, para hombres y mujeres. Aparece un arma en la calle. Alex la encuentra. A Marcos le gusta cómo fuma y le dan ganas de fumar aunque haya dejado el cigarrillo. Sofía no se pretende Anna Karina en Vivir su vida pero le encantaría llorar lágrimas falsas. Alex ¿se acuesta? con Marcos. Alex se acuesta con Sofía. Alex fuma, fuma, fuma, fuma. Es la noche de los mil cigarrillos. Sofía le endosa el chico a Marcos porque quiere dormir. Marcos lleva al chico al cine. Ven Crin blanca, de Albert Lamorisse. El chico se queda serio y cabizbajo, él que es pura picardía. Después el chico le pregunta al padre si el padre le puede dar plata para hacer una película. En la televisión la tarotista dice que para enamorarse es mejor irse a un país exótico como Colombia o Cuba, mientras se toma su tiempo para juntar las cartas. Marcos se queda dormido sobre la mesa, tiene un andar acelerado, necesita encontrarle el sentido a las cosas. Va de visita a lo de una sacerdotisa y deja las palmas hacia arriba como esperando la verdad. Ya lo dice su padre cuando van a comer juntos el domingo, las cosas son como son y la vida es como es. 
Esa primera cita cinéfila de la que hablábamos antes es la cita a El soldado americano (Der amerikanische soldat, Rainer Werner Fassbinder, 1970), esa película que tiene la cámara lenta más larga de la historia del cine. En la acción Ricky, muerto por la policía, se revuelca con su hermano en el piso de la estación ferroviaria como si estuvieran manteniendo relaciones sexuales imposibles; la acción se repite durante aproximadamente cuatro minutos, y no pasa más que eso. La madre de ambos los observa desde el descanso de una escalinata, y todo se resuelve en plano general. Bueno, no todo se resuelve así: en realidad todo lo resuelve una canción cuyo título es So much tenderness. En la memoria todo parece más grande. ¿Fassbinder allí quiso hacer una película de gángsters o los gángsters le servían de excusa para hablar sobre la imposibilidad de amar en el mundo que les tocaba vivir? De eso hablaba pero ¿eso es lo único de lo que hablaba Fassbinder en sus películas? ¿Qué es lo que nos parece importante de una película, la historia que cuenta o cómo la cuenta? ¿Y cómo se cuenta una película, haciendo desaparecer el artificio o revelándolo a cada paso para que nadie lo vea? Convengamos que NOS PARECÍA IMPORTANTE, en sus maravillosos sesenta minutos de duración, no es un canto a la gloria del cine pasado sino que es un brillante estudio sobre los mecanismos de la ficción en el apretado marco de un cuadro cinematográfico. Marc Ferrer, como Marcos, su personaje, solamente puede hacer su primera película copiando lo que conoce, por eso el ridículo de la copia a esa escena de El soldado americano es una de las declaraciones más radicales que pueda verse en el cine contemporáneo: sólo podremos hacer cine si sabemos mirar alrededor, si nos hacemos cargo de lo que miramos, y si a eso que vimos le adosamos nuestro pequeño universo, nuestros colores chillones, nuestras canciones machaconas, la risa que no debemos dejar atragantada y el deseo que nos impulsa a ser los personajes de nuestra única peripecia, aunque queramos tener sexo ahora mismo y los demás no tengan nuestras urgencias, aunque el genio se esconda tras un eclipse, aunque nunca sepamos qué piensa realmente Alex mientras fuma completo un cigarrillo frente a nuestras narices.


NOS PARECÍA IMPORTANTE (España, 2016). Escrita, editada, producida y dirigida por Marc Ferrer. Fotografía: Elena Albán Lombao. Dirección artística: Marta Salazar. Sonido: Cora Delgado. Intérpretes: Marc Ferrer, Júlia Betrian, Kike Fernández. 60 minutos. Vista en la Sala Polivalente del Pasaje Dardo Rocha en el marco del 12º FestiFreak, La Plata.

17 de septiembre de 2016

Un amor verdadero

En la larga fila para entrar a la sala 9 del Monumental Lavalle (que era parte de la platea del cine Electric), una señora lagrimea y muy seria y tocada dice
-Gil la bendijo a la Nati.
Hay un clima de ceremonia en el hall del complejo. Mucha familia con chicos, cochecitos de bebé, grupos de amigas cuarentonas que hoy lo siguen a Uriel Lozano, parejas que se pusieron la mejor pilcha del ropero, y una suerte de murmullo respetuoso, como murmullo de iglesia. No hay euforia. 
Cuántas butacas hay en la sala, ciento cincuenta, doscientas. Bueno, están todas ocupadas. Y en la sala tampoco hay demasiado ruido. Hay flashes de cámara de celular que capturan el momento previo a ver la película, mientras pasan ese avance con Gail Gadot haciendo de la Mujer Maravilla que uno no atina a definir hasta dónde vale la pena, si ni siquiera se la ve a Diana Prince girando hecha una luz. Esa falta de euforia sigue siendo extraña. A lo mejor será porque ya es bastante tarde, pero no, evidentemente no es por eso. En la sala no entra nadie más sentado, y ni siquiera los pochoclos hacen ruido.
Alguien aplaude cuando la marca Cine Argentino hace su aparición en pantalla, otros lo hacen callar. Empieza la película. Comentarios en off con voces (aún hoy) reconocibles de la televisión, sobre fondo negro, indican que el 7 de septiembre de 1996 Gilda muere en un accidente vial, que el micro de gira donde viajaba chocó de frente contra un camión con chapa brasilera que se cambió de carril bajo la lluvia. Luego, cuando la imagen abre de negro, el ataúd donde está Gilda. Los fans que se agolpan detrás de la cabina donde el ataúd recorre el sendero hacia su destino final. Las huellas de unas manos que se estampan contra el vidrio mojado del coche fúnebre. Un sufrimiento que, aún siendo ficcionado, parece una captura del momento real. En la escena no hay ruido, no hay histeria, no hay misterio. En la escena hay dolor. Hay una resignación de la que cuesta reponerse porque la vista es demoledora. 
Y luego del título principal, la primera imagen de Natalia Oreiro componiendo a Gilda. Perdón, a Myriam Alejandra Bianchi. 
¿Por qué es una imagen espectral la de Myriam Alejandra Bianchi frente al espejo, con la mirada extraviada y unas ojeras que ni siquiera se preocupa por maquillar? ¿Por qué esa imagen dura toda la acción (peinarse y abrocharse el guardapolvo de maestra jardinera) y no tiene cortes de montaje que la agilicen? ¿Por qué Myriam no parece feliz? Porque no lo es, porque algo le falta. Y cuando se decide a presentarse al pedido de vocalista para banda en formación que lee en los clasificados del diario, pese al desdén de su marido, pese a su trabajo con los chicos, pese a sus propios hijos, a su madre terrible, al recuerdo de su padre y su propia adolescente que canta entre las raíces frondosas del árbol en el fondo de su casa, Myriam tampoco será feliz. Porque esta historia, la de Myriam Alejandra Bianchi, quien tangencialmente fuera Gilda, una cantante efímera y exitosa que ya pasaba los treinta cuando le llegó el éxito, no es una historia sobre la superación y el alcanzar una estrella. No, no es un melodrama tranquilizador. Es la historia de una heroína de clase media, de una heroína desclasada en democracia, de una heroína trágica.
GILDA - NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR es una tragedia. Los seguidores de Gilda lo saben: vinieron a ver la pasión de Gilda.
Toda la película, trabajada a contraluz y en tonos cárdenos, con destellos de color cuando el escenario lo amerita, con su nocturnidad de bajo fondo y el susurro malandrino de su estofa, es la tragedia de la cultura popular. Cultura recluida todavía en el alcohol seco de las bebidas baratas, en la ganancia yerma al final de la noche, en el agotamiento que se traslada en un colectivo destartalado hacia madrugadas abotagadas, hacia la necesidad de una caricia sanadora que le saque el ardor a tanto cachetazo. Esta es una película sobre la negación del arte y sus artistas deslucidos, y sobre una clase sojuzgada que los consume hasta la muerte o que los usa para imaginarse el libre albedrío como ocurre en la mejor escena de este relato, esa en la que Gilda y su banda tienen que ir a tocar a la cárcel porque no les quedan escenarios disponibles si no firman un contrato leonino con el capanga de turno, y todos, todos los que están allí, son por fin libres, se dan la mano y son luminosos.
Hay también otras ocasiones en las que el espectador es invitado a pensar en lo que ve. Esa puesta en abismo del final, cuando Gilda se enfrenta al público y la cámara registra el llanto de quienes ven en Natalia Oreiro la resurrección del personaje, cuando se suspende la ficción  porque la intersecta la realidad y las dos cosas son lo mismo, transforma a GILDA - NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR en una obra cinematográfica mayor y en una de las películas más serias que se hayan filmado sobre la sociedad argentina en los últimos treinta y tantos años, aunque a priori parezca que es un mero entretenimiento comercial con todo el mundo abriéndole el corazón a la catarsis. No es tan difícil hacer esta lectura: toda la película se ampara en el verosímil que Gilda ha creado en el imaginario nacional aunque no la veamos ni escuchemos en ninguna imagen o sonido a lo largo de su transcurso. Ese verosímil es interpretado por la composición que Natalia Oreiro hace de Myriam Alejandra Bianchi / Gilda, una tarea muy complicada de transmitir si tomamos en cuenta que lo menos importante de ese trabajo es lo exterior. La infelicidad de Myriam, el esplendor de Gilda, están en la mirada de Natalia. Una mirada única, tan trágica como el destino de su criatura, tan frágil como el amor que la desborda, tan noble como su esfuerzo actoral, tan clara como su talento.  

GILDA - NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR. Argentina/Uruguay, 2016. Dirigida por Lorena Muñoz. Escrita por Lorena Muñoz y Tamara Viñes. Producida por Benjamín Avila, Maximiliano Dubois, Lucía Gaviglio, Axel Kuschevatzky, Eva Lauria, Lorena Muñoz. Fotografía: Daniel Ortega. Dirección de Arte: Daniel Gimelberg. Vestuario: Julio Suárez. Música: Pedro Onetto. Intérpretes: Natalia Oreiro, Lautaro Delgado, Javier Drolas, Susana Pampín, Roly Serrano, Daniel Valenzuela, Daniel Melingo, Ángela Torres. 118 minutos.

15 de septiembre de 2016

Tanta agua

Cómo se trazan los límites en el mar: con una línea de puntos, con una recta, con un lápiz, con un arco hecho con el dedo mayor, con la luz de un farol, con los mismos navegantes que se acercan y no llegan nunca. Cómo se establecen los límites en tierra: con un serrucho, con el agua de un pozo, con flores artificiales, con las formas de un sueño, con una canción de bienvenida para los no que no vendrán jamás, con un mensaje en la playa que pida la salvación de las almas. Pero incluso de esta manera los límites son difusos, serpentean por la orilla, se les nota el hilván, se diluyen con el agua que evapora el sol, se secan antes de ser proyectados. Entonces podemos pensar que (aún a riesgo de parecer sobrados mentecatos) no hay límites o que los límites son ilimitados, que los límites agrandan lo pequeño y achican la enormidad, que dibujan a mano alzada la forma de un país o que borran las fronteras con el codo. Y nada es cierto porque todo es verdad, tan cierto como que los ojos muertos de un pez nos seguirán observando hasta borrarle los límites a la muerte.
DONDE LOS LÍMITES transforma el espacio de la sala del Museo Torres García en una isla perdida en el centro mismo del océano, en ese país donde estamos solos aún en compañía y donde el corazón nos late como el fuelle de un acordeón con su propio armónico compás. Es una pieza con agua alrededor, tanta agua necesaria para mantenernos a flote entre la inmensidad y el silencio, entre los años que median del día a la noche, y entre los suspiros donde respira la vida; y es una pieza que investiga los límites de la ficción, del artificio, de la palabra dicha, de lo que se calla, de lo mimado, de la tensión, de lo extenso, de la brevedad y de la propia emoción que aparece en la mirada de las criaturas que componen Willow Vaz y Horacio Camandulle, tan extrañas que se asemejan a nuestra imagen en el espejo de un arroyo antes que la lluvia lo transforme en torrente.

DONDE LOS LÍMITES, de Willow Vaz y Adrián Prego. Dirigida por Suka Acosta. Escenografía y Utilería: Victoria Carballal. Iluminación: Juan Pablo Viera. Música y Sonido: Manuel Scavone. Intérpretes: Willow Vaz, Horacio Camandulle. Teatro del Museo Torres García, viernes y sábados a las 21. Peatonal Sarandí 683, (+598) 98 719 442, Montevideo, Uruguay.

3 de septiembre de 2016

E così


Hace unos días les contaba a mis amigos que volví a ver “Amadeus” después de treinta dos años de verla por única vez. Contaba que la recordaba tanto que la sensación fue bastante extraña, porque el tiempo pasado parecía no haber existido. Después entendí (o creí entender) por qué me había ocurrido eso: por la música. En el “Amadeus” de Milos Forman la música hila el relato de tal manera que, inconscientemente, uno se queda con las imágenes aunadas al sonido y el relato pasa a ser único. Sí, claro, creo que “Amadeus” es una gran película, pero estoy convencido que si las imágenes hubieran sido otras, la música de Mozart las hubiese fijado en el memoria con la misma intensidad. La música de Mozart está tan llena de… cómo decirlo… de… música, que es así de prodigiosa.
Dicen que hay un efecto, el “efecto Mozart” que parece que vuelve más receptiva a la gente. Se hicieron investigaciones respecto del tema y se comprobó que, al menos hasta diez minutos después de haber escuchado una sonata mozartiana, una persona obtenía resultados óptimos en pruebas relativas al razonamiento espacio-temporal. Es posible, no lo neguemos de entrada. El cerebro humano es tanto más misterioso que esa masa grisácea que se ve en los documentales, o en algunas carnicerías un poco más pequeñito. Es que Mozart tal vez se haya preocupado, más que por el cerebro, por explicar con sonidos y armonía aquel axioma aristotélico que indicaba que la inteligencia residía en el corazón y que el cerebro estaba destinado a enfriar la sangre cuando era necesario. Por qué no volver a tales apotegmas, al menos para analizar el arte. Fijémonos, pues, por qué las óperas bufas de Mozart son tan benéficas para el espíritu; son pura música y corazón, y en este caso el cerebro las traerá a la cabeza, quién sabe, cuando haya que enfriar la malasangre.
Parece que Mozart no largaba esa risotada estúpida que le adosó Tom Hulce cuando se reía, pero sí es real (quizás) que las penurias económicas lo llevaron a componer música hasta la extenuación de su cuerpo. Mozart nunca consiguió ser el gran músico de la corte que su padre pretendía que fuese: le molestaba dar clases y prefería mantenerse con las piezas nuevas que componía para los jardines de la élite vienesa, hasta que la élite vienesa se aburrió de él. Mozart no fue más que un siervo -capaz que con mejor vestuario- del arzobispo primero y del emperador después, empleo habitual para los músicos en esa época. Además le comisionaban óperas de acuerdo a las necesidades de la casa real o de las otras cortes europeas, o cuando los literatos de las cortes escribían libretos y ahí quedaban arrumbados a la espera de su oportunidad. El emperador José II de Habsburgo, es de suponer, le comisionó a Mozart la composición de Così fan tutte como parte de este trabajo que mencionábamos recién, y Lorenzo Da Ponte escribió el libreto porque con Mozart habían tenido dos éxitos anteriores, Las bodas de Fígaro y Don Giovanni. Había que comer.
Hoy podemos hablar de misoginia en Così fan tutte, porque poner a prueba la lealtad femenina en cuestiones del amor resulta una pavada políticamente incorrecta. Pero si Così fan tutte dejó de representarse en Viena fue por la muerte de José II y no por su contenido. Este tema del intercambio de parejas viene desde mucho antes, y en las cortes no era para alarmarse ni para poner el grito en el cielo si esto pasaba; la represión en las costumbres y la moral sexual vino unos años después, quizás por ahí de cuando Thomas Bowdler publicara sus versiones familiares de las obras de Shakespeare en 1807 y no le diera el crédito a su hermana Henrietta porque las mujeres no podían identificar nada que ofendiese a la mente virtuosa y religiosa; así, por ejemplo, King Lear tuvo final feliz y Ofelia se ahoga accidentalmente. Pero en tiempos del petting, en los que la moral sexual no se cuestiona pero no hay tregua en la guerra de los sexos, ¿cómo se podría representar una ópera en la que dos hermanas (¿sin darse cuenta?) se cambian el novio y se dejan llevar por la inteligencia del corazón? 
No hay manera de opinar sobre un espectáculo escénico sino a partir del recuerdo que ese espectáculo nos genera, y sobre las imágenes que de él haremos evocación. Mientras lo vemos no opinamos: nos permitimos sonreír o angustiarnos o festejar o la sensación que nos brote mientras nos dejamos llevar no tanto por la historia puesta en escena sino por las tensiones que se ponen en juego sobre el escenario. Tensiones entre las alturas y las formas, lo cromático y la monocromía, las luces y las sombras, los sonidos y los silencios, lo pregnante y lo que se escurre. Después viene la anécdota, cuando necesitamos ordenar lo sensorial y aunarlo en un relato. ¿Importa que Così fan tutte se represente como un remedo de su época? Esa única visión le quitaría posibilidades de universalidad al espectáculo que con esta ópera se estrene, universalidad entendida como variante de entretenimiento. Pero, ¿puede ser entretenida una ópera? ¡Claro! ¡Si fueron compuestas para entretener el aburrimiento del fasto! Entonces, cuando eso pasa y un espectáculo recupera la esencia de su origen uno no solamente se divierte sino que también comprende que el tiempo no es nada más que el Tiempo.
En la versión de COSÌ FAN TUTTE que se ofrece en el Teatro Argentino de La Plata Fiordiligi y Dorabella son dos chicas casaderas salidas de una película como Pane, amore e fantasía o Il Sorpasso. Eso, lejos de distanciarnos, nos evoca automática, certeramente, el ambiente juvenil de nuestros padres, la pose rebelde de papà y el pasito de moda de la mamma, el cioccolato frío del verano y a los paseos en bañadera por la Costanera Sur. Entonces es cuando la  ópera nos evoca la famiglia, y aunque haya sido escrita para la corte del Sacro Imperio Romano Germánico está más cerca de nuestra garganta que de la pompa y la circunstancia. ¿Cómo si no acercar al público de estos días a un pasado exánime, sin tradición ni iconografía propias? ¿Cómo hacer presente la desvaída paleta de colores y texturas de un mundo muerto? Dándole un aura amorosa al presente eterno de la música de Mozart, llenando de rojo el escenario cuando en soledad y por piedad pedimos que nos inunde la pasión. Eso es un triunfo. Si su padre se lo hubiese permitido Mozart hubiese paseado en burro por Italia mucho más tiempo del que su padre se enteró por carta. Y si le hubiera durado la vida un poco más, a lo mejor Mozart hubiese completado su deseo de no poder hacer nada nuevo con la música. Es así: casi, casi, que lo consiguió.

COSÌ FAN TUTTE, ópera de Wolfgang Amadeus Mozart con libreto de Lorenzo Da Ponte. Directores musicales: Rubén Dubrovsky / Natalia Salinas. Director escénico: Rubén Szuchmacher. Director de coro: Hernán Sánchez Arteaga. Diseño escenográfico y de vestuario: Jorge Ferrari. Diseño de iluminación: Gonzalo Córdova. Intérpretes: Carla Filpcic Holm (2, 4, 9 y 11) / Daniela Tabernig (3 y 10), Mariana Rewerski (2, 4, 9 y 11) / Florencia Machado (3 y 10), Gustavo de Genaro (2, 4, 9 y 11) / Santiago Bürgi (3 y 10), Michel de Souza (2, 4, 9 y 11) / Alejandro Spies (3 y 10), Héctor Guedes (2, 4, 9 y 11) / Luciano Miotto (3 y 10), Marisú Pavón (2, 4, 9 y 11) / Cecilia Pastawski (3 y 10). Teatro Argentino de La Plata, septiembre. Calle 51 e/ 9 y 10.

27 de agosto de 2016

Padre e hijo

Gaetano deambula por la casa a oscuras, a la luz de una vela, peleándose solo, mientras Rita Pavone le rinde tributo a su juventud desde alguna calle de Sicilia. Salvatore se tiene que ir a trabajar; su padre debiera quedarse quieto en la cama pero le hace la vida imposible a la noche, cuando se tiene que ir a trabajar la calle, a recorrerla de una punta a la otra a ver si algún cliente se cree que es mujer o se ilusiona con que le de una chispa de amor. Los dos se persiguen por la casa con las velas ardiendo, derrochando chispas, pero no se encuentran, no quieren encontrarse, no quieren encenderse. Uno se avergüenza del otro: el padre del hijo. O el padre se avergüenza de sí mismo por haber sido tan idiota de creerle el amor a la madre de Salvatore, Michelle, la bailarina de París, un amor que de tanto fogonazo se quedó sin siquiera una pavesa que le alumbre el cielo como un cartel de neón. Y el hijo ya ni vergüenza tiene, ni soledad, ni el collar de su madre con el que cree recuperarla llevándola al cuello. Ni Salvatore ni Gaetano tienen ánimo de seguir pero ni siquiera tienen ánimo de matarse, porque ni la muerte cura el vacío de la ausencia ni la amnesia del olvido.
MISHELLE DI SANT’OLIVA, la pieza de Emma Dante que conociéramos en la edición 2009 del FIBA, se ofrece actualmente en Buenos Aires en una puesta completamente distinta a la del original aunque la anécdota o la desesperación sean las mismas. Emma Dante elegía el camino de la poética social para contar su anécdota, y Alfredo Staffolani profundiza en la relación (sentimental y política) entre los personajes para mostrarnos un mundo enajenado del amor, que en cierta forma es un mundo desarraigado del hombre. Lo que en la puesta de Dante brillaba por extravagancia verista, en la puesta de Staffolani brilla por contenerse del desborde para encontrarle belleza a un horror sordo. Sin embargo al terminar el espectáculo y con ambas puestas, uno tiene una sensación bastante parecida en los dos casos. La siciliana se exhibió en el Teatro de la Ribera, en La Boca; la porteña se exhibe en el Teatro del Abasto. Ambos sitios, La Boca con su identidad inalterable y el Abasto con ese debatirse entre una impronta de vacío y la gran ciudad, dejan en evidencia el drama del desarraigo para los que viven allí, esos que se fueron de sus países de origen y que, hoy como ayer, parecieran evitar extender los límites, o pareciera que se ven limitados a extenderlos. MISHELLE DI SANT’OLIVA habla de eso, de extender los límites para hacer de la vida algo distinto, algo donde el amor no sea una quimera sino tan solo el agua que brota de una canilla. Quizás Staffolani lo haya comprendido mejor que Emma Dante, quizás; sobre todo al final, cuando la redención no redime sino que les permite a Gaetano y Salvatore llegar a la mañana. Y mañana, quién sabe.



MISHELLE DI SANT’OLIVA, de Emma Danta. Traducción de Pablo Anadón. Dirección: Alfredo Staffolani. Diseño de escenografía e iluminación: Magalí Acha. Diseño de vestuario y accesorios: Laura Staffolani. Trabajo físico y coreografía: Martín Piliponsky. Intervención sonora en escena: Valentín Piñeyro. Asistente de dirección: Rodrigo González Alvarado. Intérpretes: José Luis Arias, Juan Ignacio Bianco. Viernes a las 21, Teatro del Abasto, Humahuaca 3549.

27 de julio de 2016

La dolce vita

Foto: Juan Travnik

DECADENCIA, de Steven Berkoff, se estrenó en Londres en 1981 y en Buenos Aires en 1996, con los mismos actores y el mismo director que en esta versión. Eso fue en el Teatro San Martín; luego se exhibió en el Paseo La Plaza, en la sala Babilonia y en ElKafka, entre el año de su estreno y 2007. Un verdadero éxito. Pasaron veinte años de esa primera puesta. Era una pieza cuya mayor riqueza, quizás, se encontraba en el lenguaje y en el discurso que se estructura a partir de la normalización de ciertos tópicos censurados -y censurables- del habla cotidiana y que no era posible (aún entonces, en la época del estreno) verbalizar en voz alta. Al menos es lo que se decía al salir del teatro, que esos dos hablaban de conchas y de pijas con una gracia impar, derrochando charme, sin que se les moviese un pelo. Tal vez eso se debiera a que entonces (ya allá lejos) ciertos tabúes aún no estaban abolidos y observar en esos personajes de la posible clase dominante las mismas pulsiones que (se) observaban los espectadores que iban al teatro resultaba revulsivo y por qué no, vitriólico.
Dos parejas, Steve y Helen y Sybil y Les, opuestas y complementarias, se narran, se explican, se convencen de qué significa ser amantes. Steve y Helen aspiran a la nobleza; a Sybil y Les por algún lado se les fuga la clase. Steve y Sybil son, además, un matrimonio mal avenido, que a Helen le da placer hundir y que a Les le elucubra crímenes horribles. Pero como si fueran aedos de la humanidad o rapsodas de sus propios menesteres, los cuatro hablan en verso. Se hacen el verso también, y nos versean a todos sobre cómo alcanzar la gloria, o sea, cómo conquistar el poder. En el momento del estreno inglés de DECADENCIA gobernaba Margaret Thatcher, por lo que la exposición de la vida privada a partir de ventilar las humedades del coito no hacía más que dejar en evidencia, poéticamente, la desnudez de la sociedad ante las restricciones al sector público (desregulación financiera, flexibilización laboral, privatización de empresas del estado) que fomentó la primera ministra. Aquí, en 1996, no ocurría algo tan diferente, razón para pensar que otra cosa se articulaba a partir de la exhibición de un lenguaje supuestamente obsceno. A lo mejor se podía entrever en la versión de 2007 una cierta mirada desconfiada a la supresión de esos tabúes que enunciábamos antes, pero es notorio que en la versión de 2016 sucede algo que en las versiones anteriores no sucedía de modo tan franco: las risas del público dan cuenta de lo implacable que se ha vuelto el texto de Berkoff, y de lo bellamente extrañada que sucede la puesta de Rubén Szuchmacher.
Ante todo debemos decir algo, y es que a todos nos pasaron veinte años por encima. En estos veinte años se siguió cogiendo como siempre, pero a nadie le importa (o pareciera no importarle) con quién coge cada uno. Coger (eufemismo que sugiere el acto carnal de cubrir el macho a la hembra) dejó de ser tabú y se erigió, con su carga de obscenidad disimulada pero intacta, en una nueva forma de corrección política. Y de esto da cuenta la nueva puesta de DECADENCIA: hoy que el sexo es políticamente correcto allana el camino hacia el hedonismo del poder. Y ahí DECADENCIA nos estrella un cachetazo, porque lo verdaderamente obsceno que vemos en el escenario es el regodeo de los personajes en el hedonismo de la impunidad, en la orgía de sabores que se agolpan en el vómito, en la bacanal que implica cazar un zorro por la cola y en la satisfacción que produce matar al niño para crecer de una vez. Y si en algo difiere la percepción de alguna de las versiones anteriores de esta obra con la que se acaba de estrenar, es que las cuatro manos de Ingrid Pelicori y Horacio Peña, hoy más sabias, no solamente edifican el sexo que expresan en palabras, sino que construyen en el escenario un mundo tal vez perdido, ese mundo ilusorio de mimar en el aire aquello que ni el tabú ni la coyuntura son capaces de hacerse cargo, eso de que no somos un cuerpo puesto en movimiento para el placer ajeno, sino que somos absolutamente subjetivos. Sus manos trabajan el espacio, el propio espacio, y eso es algo sorprendente, mejor dicho, algo desacostumbrado. Así como no es casual que del arrebato del rojo lleguemos a la síntesis atemporal del azul, llegamos a concluir que al acabarse el dolce far niente nos hermana estar hechos de humores y fluidos que habrán de secarse en el algodón de la ropa interior, de esos mismos líquidos viscosos que nos provocan carcajadas comunes ante el pánico, y de esa misma bilis que nos arranca un llanto irrefrenable cuando la frustración es la victoria unánime de la derrota.

DECADENCIA, de Steven Berkoff, en versión de Ingrid Pelicori y Rafael Spregelburd, con traducción de Spregelburd. Dirigida por Rubén Szuchmacher. Producción Ejecutiva: Gabriel Cabrera. Asistente de Dirección: Pehuén Gutiérrez. Vestuario y Ambientación: Jorge Ferrari. Luces: Gonzalo Córdova. Intérpretes: Ingrid Pelicori, Horacio Peña. Martes a las 21, Teatro Payró, San Martín 766.

8 de julio de 2016

Los santos inocentes


Dichoso aquel que es cuervo de pendejo.
Hijos nuestros, Salmo.

Las casualidades siempre tienen una causa y un efecto. Por eso mismo no son casuales, aunque queramos atenernos a las casualidades para pensar que el destino es pura irracionalidad; la magia es apenas una concatenación de acciones y reacciones que (como el cine y la persistencia retiniana) manejadas a determinada velocidad crean la ilusión del azar. Y sí, qué le vamos a hacer, vivimos en el mundo de las verdades comprobables. Si te operan mal el tobillo vas a quedar medio tullido de por vida, salvo que te lo vuelvan a operar y te lo corrijan para que te duela menos. Ven, no: causa-efecto, no hay otra cosa. Minga de magia. Por ejemplo, en el caso de Hugo Pelosi de qué serviría sentirse bien si ya se le pasó el tren del fútbol y la voz del estadio ni siquiera se acuerda de que pronunció su nombre por el altoparlante en alguno de los siete partidos que jugó en primera durante el siglo pasado. Y en el caso de la planta que le regala la madre a Hugo Pelosi una tarde en que a Hugo dos chorros de soda amenazan con despertarlo de un llanto borracho, si Hugo deja en el baúl del taxi a la planta es lógico que la planta se seque, o que la humedad del encierro parezca que la ha pudrido. Así de viscoso el universo.
Que Silvia y Julián se suban al taxi tampoco es fruto de las casualidades: la gente anda cerca cuando circula por las mismas coordenadas témporo-espaciales, y por ahí andaban ellos tres: Silvia, sin marido; Julián, sin padre; Hugo, sin norte. Que Silvia se olvide la billetera en el asiento del taxi tampoco es casual porque tampoco sabe dónde tiene puesta la cabeza ni por qué se busca la vida sin descanso, pero sí puede ser casual que Hugo, en un rapto de buena voluntad, con un documento y una dirección donde alcanzar la billetera, se acerque hasta la casa de esa madre y ese hijo de Vélez Sársfield. Pares y nones, rotos y descosidos, víctimas y victimarios, contrarios o incompatibles, basta un café, el fútbol como excusa, unos desayunos recién envueltos que entregarle a los cumpleañeros que ya los pagaron, para que nazca acaso la contingencia del amor. Sí, sí, ese es el sino, el signo puede ser cabra y hasta le podemos echar incienso al comedor o comprarle el primer desodorante al crack en ciernes, pero apenas nacido el amor hay otra vez una causa y un efecto. La causa, que Julián necesita que uno que se la sabe lunga le enseñe cómo camisetear al arquero cuando el referí no lo ve; el efecto, que el fútbol no puede ser romántico sino pasión, o pía religiosidad. No por nada Hugo es de San Lorenzo, el equipo del Papa, y aunque los cuervos revoloteen sobre la carroña en el ocaso, ellos, los cuervos, también son hijos de Dios, causa y efecto de nuestro existir, razón de catecúmenos, la brújula completa, la única oportunidad de ser felices.
HIJOS NUESTROS es una comedia sobre aquellos tres viejos berretines porteños: el fútbol, que atraviesa su historia; el tango, que campea en el pensamiento triste de Hugo; y el cine, la deuda pendiente de Hugo y Silvia, no sólo porque San Lorenzo y Gremio fueron a los penales y frustraron una salida de miércoles. Por eso quizás sea tan cercana para los espectadores de Buenos Aires, y tan reconocible para los que la vean más allá de la General Paz o allende los mares: en todas partes los berretines cambian de imagen pero no de esencia, y en estas épocas de incertidumbre, en las que se hace evidente que el amor es hermano de la muerte, una comedia sobre quiénes somos no puede ser más que áspera y amarga por puro mecanismo de defensa. Esos tres que andan solos, Hugo, Silvia y Julián (definitivamente Carlos Portaluppi, Ana Katz y Valentín Greco), tal vez necesiten pensar que pueden reverdecer la gloria, reconquistar el amor extraviado, o pegarle a la pelota de puntín como un chico de cinco años para que se dispare del pie y se clave inolvidable en el ángulo, aunque sepan que nada de eso es para ellos, o entre ellos. Conviene más imaginarse que estamos en comunión con los otros, o correr para sentir que algo hacemos por nosotros, así echemos los bofes a la vuelta de la esquina.

HIJOS NUESTROS (Argentina, 2016), dirigida por Juan Ignacio Fernández Gebauer y Nicolás Suárez. Guión: Nicolás Suárez. Producida por Juan Ignacio Fernández Gebauer, Nicolás Suárez y Georgina Baisch. Fotografía: Pablo Parra. Edición: Alejandro Carrillo Penovi. Sonido: Julia Huberman, Gaspar Scheuer. Música: Fernando Martino, Matías Schiselman. Intérpretes: Carlos Portaluppi, Ana Katz, Valentín Greco, Germán de Silva, Pochi Ducasse. 85 minutos.

1 de julio de 2016

Así es la vida

En 1965 (o en el verano de 1966, las fuentes no se ponen de acuerdo en cuánta agua escupen los querubines) se estrenó en Mar del Plata la pieza de Norberto Aroldi que nos ocupa con Tita Merello y Ernesto Bianco. En ese entonces Tita tenía 61 y Ernesto 43, pero en el escenario Tita podía tener 35 y Ernesto 78; el caso es que la intensidad dramática de los dos seguramente habrá provocado el necesario chisporroteo para que la historia de Rosa y Julián se transformara en un éxito. Tal habrá sido ese éxito que fomentó la idea de filmar una película, que concretó Enrique Carreras en 1967, con Tita, de 63, y Jorge Salcedo, de 52. Entonces la ciencia no estaba tan avanzada como para permitirnos creer que Tita, con esa edad, podía transformarse en madre primeriza, y mucho menos cuando los primeros planos de Carreras destrozaban cualquier posibilidad de verismo. Pero francamente hubiera sido muy interesante verla a Tita Merello en el escenario personificando este papel, para ver cómo se llevaba del gañote el machismo de Julián y cuánta libertad le insuflaba a esa mujer. Sin embargo, aunque pervivan filmaciones de esa puesta en alguna parte (aunque sea en la memoria), los tiempos son tan distintos que todo podría resultarnos irreparable e irremisiblemente viejo. El ejercicio de reparación del tiempo transcurrido, quizás, resultaría ciclópeo incluso para espectadores avisados, razón demás para dejar las cosas como están con EL ANDADOR o cualquier pieza de aquel entonces -excepto aquellas que por cuestiones ajenas a la escena se siguen montando con mayor o menor suceso... generalmente con menor, muy pequeño, chiquitito-.
Qué cuenta EL ANDADOR. Bueno, la historia de dos concubinos que frisan los cuarenta, que están juntos desde hace dieciséis años, que nunca se preocuparon por regularizar una situación en la que están tan cómodos, que ni sueñan ni están despiertos, y que, a la sombra de las décadas transcurridas antes y después, poco más andan deseando que acompañarse hasta que la historia diga basta ahí donde se caigan muertos. Una pegajosa mañana de verano Julián vuelve a casa después de haber timbeado y de gastarse el último morlaco, y Rosa lo espera despierta al pie de la cama. Excusas las de siempre, como por ejemplo no poder leer el diario si alguien lo mira (Julián), tejer escarpines para el futuro ahijado (Rosa); el sol, en este marco, resulta un intruso: para lo único que sirve es para dejar estampada la realidad en la pared. Rosa está embarazada. Encinta. En estado interesante. De compras. Preñada, como la hembra que no dejó de ser y que no es ningún milagro que siga siendo. Julián no quiere ser padre, que Rosa se lo saque de la cabeza y que le alcance con saber que desde la primera mañana que se despertaron juntos nunca le faltó nada en la heladera. Pero Rosa no quiere volver a pasar por eso de abandonar el sueño de tener una familia antes de irse a la cama. Así que Julián se las tendrá que aguantar, o irse, o volver con la cola entre las patas.
EL ANDADOR, cincuenta años después, no es una pieza que descuelle por su originalidad. Aroldi quizás nunca fue original en sus propuestas, pero todas ellas (al menos unas cuantas, como las de Los chantas, las de Con alma y vida, las de El mundo que inventamos, todas llegadas a este cronista a través del cine) se destacan por el perfil de sus personajes, siempre tan alejado de lo esquemático. Porque vamos, en EL ANDADOR Julián no dejará de ser macho por ser frágil ni Rosa abandonará su romanticismo por dejar de ser sumisa; así es el relieve de las criaturas de Aroldi, y no se encuentra haciendo una relectura del material para encarar un trabajo de restitución de la época. En las palabras de Aroldi la bajada de línea alcanza para entonar un tango, y queda todo tan claro que no se necesita explicar el contexto. Por eso la propuesta de Florencia Aroldi en la dramaturgia y Andrés Bazzalo en la dirección de esta versión que se estrenó en el Teatro de la Ribera se aleja tanto, por suerte demasiado, de la arqueología o el sentimentalismo de los tiempos viejos en los años '60: ambos, es notable, simplemente se situaron en esa época sin disfrazarla, comprendiéndola, estudiándola, e imaginando la humedad en las esquinas del cielorraso. Quizás sea discutible la inclusión de un video para observar el medio siglo vivido, discutible por lo necesario de la inclusión, pero hasta en eso el trabajo cobra en espesor, porque las palabras valen más que todas aquellas imágenes. Y las palabras dichas por dos actores como Muriel Santa Ana y Agustín Rittano, fraseadas con la respiración de nuestros padres, se escuchan tan conmovedoras que en los pasajes más graciosos hasta se nos hace un nudo en la garganta. Hace tanto que no se ve en nuestros escenarios cómo fue nuestra vida cotidiana, esa que arrasaron años de desdicha y abandono, simulación y amnesia, acomodo y desidia, que vale la pena abrir la ventana para decirle a Carmelo que nos tiene podridos con la bocina del taxi, aunque sea para que el polvo de los años no desaparezca en el vórtice de la indiferencia.

EL ANDADOR, de Norberto Aroldi. Dramaturgia: Florencia Aroldi. Dirección: Andrés Bazzalo. Escenografía: Alejandro Mateo. Iluminación: Fabián Molina Candela. Vestuario: Adriana Dicaprio. Música: Rony Keselman. Intérpretes: Muriel Santa Ana, Agustín Rittano. 80 minutos. Teatro de la Ribera. Viernes, sábados y domingos a las 15.


24 de junio de 2016

Julieta y otros espíritus

Julieta Arcos perdió a su hija Antía. Hace doce años que no la ve. Hace más de treinta que la concibió, en un tren, después de que un ciervo buscara una hembra en la nieve, después de que un hombre solo con una maleta vacía se suicidara. Un día, tan cerca y tan lejos, decide olvidar que su hija existió, buscarse una casa que no le dejara huellas, vivir otra vez con los pies en el suelo, con su naturaleza a cuestas. Pero dónde está su naturaleza, en el pontós del que los héroes griegos huyen de las ninfas, en la proa de un barco que se transforma en carne, en la depresión sumergida en una tina, en la borrasca de una tormenta anunciada. Dónde.
¿Existe algo más artificial que la memoria? ¿O nuestra memoria funciona tan físicamente como la memoria de un ordenador, a pura reacción química en el cerebro, como si el cerebro fuera un cuerpo de bytes? ¿Es así como funciona? ¿Alguien está tan seguro? ¿O no será que la memoria -sin ponernos místicos en absoluto- es un maravilloso mecanismo de sustancia espiritual, una idealización de ese presente fluctuante que es el pasado? Por otra parte, ¿nuestro cuerpo y nuestra mente son inalterables a lo largo de nuestra vida? ¿Y cómo incluimos justamente al espíritu en nuestra existencia, si no hemos comprobado su entidad más que a partir de la fe? ¿Podemos encontrar un refugio en la fe? ¿Puede la fe sanar las heridas que nos depara el destino? ¿Es acaso la fe el desvío adecuado que enderece nuestra esencia si nuestra esencia se bifurca, se enmaraña y se pierde? ¿Y cuál es el barro que moldea la belleza? ¿Cuándo somos más bellos? ¿Cuándo somos jóvenes y cuándo somos viejos? ¿Quién conoce nuestras razones si no hacemos más que ignorarlas?
De alguna manera, con elipsis y evasivas, JULIETA se encarga de responder alguna de estas preguntas. No diremos cuál, porque tal vez no sea la misma para ustedes, ni tampoco sean éstas las preguntas que ustedes se formulen. Pero con las sensaciones que nos provocan estas preguntas, o las que fueran, el reto de Almodóvar está planteado quizás como en ninguna otra de sus obras: Almodóvar se cuestiona quién es Julieta, y ese cuestionamiento nos lo expone en la cara y nos hace cargo de encontrarle la razón. En estos cuestionamientos encontramos lo mejor de la película, cuestionamientos que, amén de los que propone la anécdota misma, se expresan a partir del rojo de la tierra y el azul del mar, y que se conjugan en el vestido de una madre lejana que se acerca en ese instante donde la apariencia se hace del todo evidente. Sí, Almodóvar nos permite inferir que la memoria es otra apariencia que la Historia disfraza. ¿Qué puede haber de bello en la muerte? ¿Quién puede sentirse hermoso siendo culpable? ¿Cuál es el color de la amargura, cuál el de la desesperación? ¿Qué sombras son más marcadas, las de una tormenta o las del silencio? ¿Es simétrica la Historia, o apenas si le alcanza para ser una mutilación recurrente?
Pero a JULIETA (con esas dos hermosas actrices -Emma Suárez en su adultez, Adriana Ugarte en su juventud- que debaten a la escindida Julieta en la borrasca de sus omisiones, con esos hombres frágiles que no pueden -ni saben- cómo administrar su vida, y con esas adolescentes en plena natural explosión de su erotismo), sin embargo, le falta tiempo. Tiempo para dejarnos llevar por ese dolor de ya no ser del personaje principal y tiempo para desarrollar tres personajes clave que harían del enunciado la verdadera profundidad de la trama. Son tres mujeres que representan la mente, el espíritu y el cuerpo de esa España de la que Almodóvar no puede ni quiere alejarse: Sara, la madre postrada de Julieta que no sabe dónde está, o no quiere saberlo; Ava, la amante ideal, no importa de quién; y Marian, la criada, esperpento que no habrá de desaparecer mientras no se funde la verdadera república, esa que no necesita de tanto cosmopolitismo y sí, según parece, de más atavismo e introspección. Lejos estamos de tomar en cuenta los relatos de la Premio Nobel Alice Munro en los que se basa Almodóvar para escribir su guión (relatos del libro "Escapada"). Cuando se trata del manchego no es necesaria la referencia a fuente alguna porque él se encargará de estamparle su marca. Y quizás ese sea el defecto más grande de JULIETA, que Almodóvar no se permita ir al hueso de su asunto y se conforme con revestirlo de su pátina personal por puro manierismo. JULIETA sería mucho más disfrutable si durase una hora más, y mucho más notable de lo que es; con más tiempo de pantalla tendríamos tiempo de buscar las respuestas a ese hipotético cuestionario que estamos viendo en la misma textura del film, de encontrarle el revés a una trama muy simple y de dejarnos sugestionar por la artificiosa artificialidad del cine de Almodóvar y del cine en general, que no será nuestra memoria pero que desde hace tantos años permanece insobornable junto a nuestros verdaderos recuerdos, una página en blanco con signos de tinta y una voz indeleble e incorpórea que los relata.
JULIETA (España, 2016). Escrita y dirigida por Pedro Almodóvar. Producida por Agustín Almodóvar y Esther García. Fotografía: Jean-Claude Larrieu. Música: Alberto Iglesias. Intérpretes: Emma Suárez, Adriana Ugarte, Rossy de Palma, Inma Cuesta, Daniel Grao, Darío Grandinetti. 99 minutos. Estrenada el 23 de junio de 2016.

4 de junio de 2016

Canta el corazón

Cristian Centurión en el ciclo "Con nombre propio".
The Cavern Club, Paseo La Plaza, 3 de junio de 2016.
La gente canta. Algunos cantan muy bien, otros cantamos muy mal, pero la gente canta, canta a voz en cuello, cantar es parte de las actividades cotidianas de cada uno. Quizás hay que decirle a alguien o decirse a uno mismo algo importante y la palabra cantada resulta más eficaz porque una melodía es indeleble en la memoria. Todos sabemos que a las palabras se las lleva el viento, y a lo mejor por eso -es una explicación que este cronista se puede dar a sí mismo, aunque seguramente se deba a otra cosa- todos tenemos un cantante preferido, porque la melodía de su voz permanece indeleble en la memoria de cada uno y tal vez la repitamos como la máxima fundamental de nuestra historia, así sople un vendaval. Generalmente nuestros cantantes preferidos son los que nos permiten expresar nuestros mejores sentimientos; en ese sentido aflora nuestro instinto más que nuestra razón, porque una voz melodiosa que nos emociona no tiene una explicación del todo lógica. No importa lo que diga esa voz; a lo mejor dice cosas estúpidas como que somos una paloma y un jilguero que emigramos a un árbol de limón para vivir nuestro romance. Lo que importa es la huella, y la huella es la melodía, el timbre, el volumen, la duración del aliento en el tiempo.
Uno canta en casa frente a toda la familia, en el baño cuando se ducha y el ruido del agua contra el piso atenúa el desvarío, de cara contra la pared antes de dormir, con los ojos cerrados. Uno canta, no puede dejar de hacerlo. Algunos (si nos ponemos a pensar no son tantos) pueden hacer que la expresión de su voz sea su trabajo, y se esfuerzan por hacer esa tarea cada vez mejor, a como de lugar, en los sitios más diversos. Algunos cantan historias en el escenario de un teatro, y algunos cantan la historia de alguien y hasta son ese alguien que puede ser un jorobado en una catedral, un fantasma en la Ópera de París, un león en la sabana de África, un Jet, un conde vampiro, un hermano ignorado, un cantante callejero. Esos que pueden ser algún otro nos gustan más, nos hacen imaginar que la vida en el escenario nos refleja en el espejo de nuestras fantasías. Tal vez cantemos las canciones que ellos cantan, y tal vez ellos canten canciones de amor -esas canciones melifluas que nadie debiera cantar en público para no sentirse avergonzado- porque, amén de expresar un sentimiento, nunca los aleja de casa, de mamá planchando la ropa mientras escucha la radio y les hace una sonrisa. En el caso particular de quien escribe, entre tantos otros tan buenos cantantes del teatro musical en Buenos Aires, hay uno que descuella porque aún siendo ensamble transmite cercanía. La primera vez que este cronista vio a Cristian Centurión en el escenario de un teatro fue en la versión de “Despertar de primavera”; de todo el ensamble de jóvenes actores-cantantes-bailarines de ese espectáculo Centurión tenía una cualidad que, evidentemente, luego de seguirlo desde entonces, es su seña particular: siempre canta desde su casa, desde un sitio que es tan parecido al nuestro, tan similar a cómo queremos decir las cosas que no sabemos cómo explicar, en el calor de un rincón donde confluyen todos los recuerdos.
Sería muy bueno que lo conozcan. Cristian Centurión está dejando huella. Escúchenla.

4 de mayo de 2016

El tiempo recobrado

En todas las ciudades hay princesas, hechiceros, misántropos y asesinos que se quedan congelados en las minutos del día y que se adhieren a los ladrillos de las paredes, como los ancianos a la vida cuando la vida los está dejando. Eso son las ciudades también, enormes cementerios de las horas que se van, el cauce de un río que circula sin prisa y sin pausa. Las ciudades son el color que sus habitantes le imprimen, y su textura de madera o de piedra es el cuerpo que las habita, el barro que las subleva. Eso es una ciudad además de la gente, aunque la gente sea irrepetible. Es lo que uno ve de ella, lo que se escapa del panorama, el cielo que la deja huérfana cuando se duerme la luz del sol. Una ciudad es el nombre que le han dado y es el que pronunciamos cuando caminamos por sus calles. Es la Historia que la cobija y la historia que se disuelve. No hay drama en las ciudades y tampoco felicidad. Quizás haya palabras que se imprimen para fijarlas en la memoria y que tal vez queden atrás, como queda atrás un viaje o se pone amarilla una carta.
Eso es CARTA 12, PRAGA, el hermoso corto de Vera Czemerinski que a lo mejor se encuentren por ahí y que no debieran dejar de ver para, como dijo don Manoel de Oliveira, comprender que el tiempo es tiempo aún detenido, o recobrado.

CARTA 12, PRAGA (Argentina, 2015). Escrito, producido y dirigido por Vera Czemerinski. Cámara: Robert Newald. Edición: Javier Luna. Música: Miguel de Olaso. 9 minutos.

30 de abril de 2016

Un perro llamado Engels


Quien vaya a ver ¡SALVE, CESAR! como una comedia sobre el cenit del Hollywood de oro quizás se sienta deslumbrado con algunas secuencias maravillosas pero con todo lo demás a lo mejor piense que es una pérdida de tiempo. Eso sería una pena para el espectador común y algo imperdonable para los que le buscamos la quinta pata al gato en los posteos de Facebook sobre animalitos domésticos. Sucede que tal vez ¡SALVE, CESAR! sea uno de los mas insólitos (y por qué no serios) estudios sobre el trabajo y sus sistemas de producción, y sobre el apego que le tenemos a nuestra tarea o la confianza -incluso la ilusión- que nos da sabernos buenos para algo. Y todo esto visto con una amargura irredenta y con la profunda certeza de haber perdido la fe en nuestras propias capacidades, al menos en aquello que tuvimos como ideal y practicamos casi como religión.
Estamos en 1951. Eddie Mannix es una especie de lo que en la actualidad podríamos llamar Gerente de Recursos Humanos. Es el que lleva adelante el orden y la disciplina en los estudios Capitol, estudio donde se filman tres o cuatro películas simultáneamente y donde también se filma una que está llamada a ser la gran apuesta del año, la mayor experiencia cinematográfica de la década, el descubrimiento de la Verdad a través del cine: Hail, Caesar!, una épica bíblica sobre un tribuno romano que descubre la Verdad de Dios al pie de la Santa Cruz. Pero Eddie Mannix también (fundamentalmente) debe ocuparse de mantener unido el rebaño, cuestión que lo lleva a revisar los recovecos de Hollywood para devolver al establo a aquellas ovejas descarriadas que se sacan fotos obscenas, que quedan embarazadas y no se acuerdan quién es el padre y están a punto de perder la línea para ponerse un traje de sirena, que perdieron todos los dientes en un rodeo y no saben enlazar las palabras en una frase breve, que se emborrachan y desaparecen dos o tres días hasta que se les pasa la resaca, o que le permiten el lucimiento a un partiquino en una escena de baile capital para el éxito de la película. Mannix, por otra parte, se encuentra tironeado por Lookheed para hacer este mismo trabajo pero en una empresa más importante, una que hace poco tuvo con sus aviones la prueba de fuego del hongo atómico. Mannix, por lo tanto, solo encuentra un momento del día en el que puede desahogarse: cuando se confiesa en la iglesia cercana y le cuenta al cura que no puede dejar el cigarrillo o que abofeteó a una estrella de cine. Pero también ocurren otras cosas, como que un submarino soviético esté por emerger en la costa californiana para abducir al astro menos esperado, que un grupo de guionistas secuestren a Baird Whitlock (el tribuno romano protagonista de “Hail, Caesar!”) para que con el rescate se puedan financiar las actividades de un grupo de estudios comunista, y que las hermanas Thacker amenacen con deschavar en su columna del diario cómo ascendió al estrellato uno de los actores del estudio utilizando como herramienta la sodomía. Para todo esto Mannix tiene un as en la manga, o un ramo de flores como soborno.
La trama de ¡SALVE, CÉSAR! es despareja en apariencia, porque deja cabos sueltos por atar (uno de ellos es el comienzo del romance entre Hobie Doyle -el ídolo de las quickies sobre vaqueros- y Carlotta Valdez -la belleza étnica venida desde algún paraíso latino-, más allá del ritual impuesto por el estudio), personajes librados a su suerte (los comunistas, por ejemplo) y situaciones sin final (¿podrá Hobie Doyle ser un buen actor dramático?), pero eso no es lo importante. No es que los hermanos Coen lo hayan hecho sin darse cuenta, es evidente que lo hicieron ex profeso. Eso se nota en esa secuencia en la que Burt Gurney y sus marineros bailan en el bar que el cantinero quiere cerrar a toda costa, cuando el director corta la escena porque el cantinero tuvo tanto protagonismo como la estrella y a la estrella parece no importarle y es más, hasta lo alienta. El grupo de estudios comunista se encargará de explicitar que Hollywood es la gran máquina de explotación del hombre, que es la gran fuente del capitalismo y que a la vez los obliga a conseguir dinero para elaborar sus teorías y para tener un caniche llamado Engels. Es ahí donde los Coen dejan al descubierto que el viejo Hollywood que comenzaba a enfrentarse a la televisión está próximo a desaparecer (brillante la línea de diálogo trunca de Mannix al respecto), lo mismo que el actual que debe comenzar a buscar sus brujas para mantenerse a flote. ¿Y el trabajador? ¿Puede una montajista trabajar sin luz en un cuartito minúculo y estar obligada a no usar bufanda por temor a morir ahorcada con la máquina que edita los productos de esa fábrica de sueños? ¿Puede una secretaria recordar hasta la última letra cada pedido de su jefe mientras recorren a paso vivo los oblongos pasillos del estómago del monstruo? ¿Los extras, por ser extras, no deben tener ideología? Son preguntas extrañas para formularse en estos tiempos pasado el macartismo, cuando las leyendas ya no tienen su correlato con la realidad y cuando siempre hay algo en lo alto que nos invita a sentir que la luz de Dios nos gobierna y nos impulsa a mirar más arriba: pueden ser las nubes que tapan el sol, la luna perezosa o un tanque de agua que se traga el desierto.

¡SALVE, CÉSAR! (Hail, Caesar!, EE.UU., 2016) Guión, edición, producción y dirección: Ethan y Joel Coen. Fotografía: Roger Deakins. Música: Carter Burwell. Dirección de Arte y Decorados: Cara Brower, Dawn Swiderski, Nancy Haigh. Intérpretes: Josh Brolin, George Clooney, Alden Ehrenreich, Ralph Fiennes, Scarlett Johansson, Chaning Tatum, Tilda Swinton, Jonah Hill, Frances McDormand. 106 min.

11 de abril de 2016

Todo el teatro del mundo

El Niño Jirafa, con su cuello largo, demasiado largo para evitar lo inhumano, se ha muerto por causas propias a su explícito candor. Al entierro van Sancho e Iberia, los dueños de la feria, el cura Garzone y Amílcar el peón, ese que hace efectivo cualquier mandado. A la Niña Foca le hubiese gustado ir al entierro pero Sancho no le permite salir de su jaula; a ver si se le escapa la única atracción que le queda y se tiene que poner a trabajar. Bastante que a Iberia se le acabó el tronío hace años y que en los pueblos de las pampas cada día que pasa hay menos asombro hacia las deformidades del universo y la santidad de los inocentes. Por eso al cura Garzone se le ocurre que la Niña Foca bien puede ser una niña santa en lugar de un fenómeno de kermesse, y por eso es tan conveniente salir de gira con la chica que llora lágrimas de témpera roja y que, gracias a la histeria propia de los inciviles de aquellos pueblos, bien puede hacer uno que otro milagro. Y que como toda niña santa debe morirse en éxtasis para ser canonizada. Nadie puede prever que la madre de la chica, Aurora Sanjurjo de Kovalevsky, vendrá a buscarla y con eso les arruinará el negocio. Y mucho menos que Amílcar se pudra como el amor propio le pudre el alma al país.


Porque eso pareciera decirnos el enorme relato de Diego Manso, que el país nos rodea y que somos tan infelices de pensar que la Historia nos alcanza. Y tan ilusos de creer que la Patria, como la Madre o alguna diosa del Olimpo, sólo nos da la vida: madres también son ciertas hembras que se comen a sus crías. TODAS LAS COSAS DEL MUNDO es tan trágica que deja en carne viva el sarcoma en los humores de lo cómico. Y si nos reímos y hasta echamos al aire alguna carcajada es por puro espanto referencial, por puro reconocimiento. La obra se desarrolla en un ayer lo convenientemente alejado para que podamos observar su panorama, premisa que además permite dibujar los esperpentos de la realidad con la brocha del teatro popular. TODAS LAS COSAS DEL MUNDO es una obra de infrecuente calidad literaria, que fluye sin fárrago ni embarra las ruedas de su carro en la ciénaga de la poesía vana. Una letra así escrita, con intenciones de transmitir la belleza en acción, le permite lucimiento a cualquier actor, y en este elenco en particular ninguna palabra está mal dicha. Perdón, es una estupidez decir esto último y lo que vendrá, pero cuando una obra está bien escrita uno tiene la certeza de entender mucho más que lo que escucha.
Claro. Entre otras cosas eso es el teatro: ver mucho más que lo que uno mira y lo que uno oye en el escenario.
La primera escena de TODAS LAS COSAS DEL MUNDO, esa del entierro del Niño Jirafa, se desarrolla bajo la lluvia. Y sí, llueve ahí en el escenario. Llueve, como se descerrajaba una tormenta divina sobre el cuerpo frágil de Alfredo Alcón caminando paso a paso por el británico lodo en aquella versión de “Rey Lear”. Eso no es magia ni maquinaria escénica, es teatro. Es creer que hay cicuta en el licor de caña de una botella iluminada. Es impresionarse con la inmensidad de la pampa en las escuetas dimensiones del escenario de un teatro independiente. Es descubrirle puertas al cielo, la estrechez a una jaula sin paredes, el bamboleo andariego a un sulky desvencijado, el horizonte infinito a una pampa tullida por tanta inmovilidad. Es comprender que al fin y al cabo el dinero también se pudre en la tierra, única fuente de la feracidad del mundo y de todas sus cosas. No vaya a ser que le pase un arado por encima a la inocencia y haya que acopiar los pedacitos para enterrarlos todos juntos. 
Todo eso que inferimos y hasta podemos afirmar haber visto con nuestros propios ojos es puro teatro, la disciplina que tanto conoce Rubén Szuchmacher. Y Rubén Szuchmacher sabe tanto de teatro que pone en práctica una anécdota que él mismo ha vivido y que no le tiembla el pulso en defender y enaltecer al mismo tiempo. Hacia 1976 (cuenta Szuchmacher en “Notas para el aprendiz de director de teatro y afines”, Cuadernos de Ensayo Teatral de la editorial Paso de Gato, México, 2013), en Chivilcoy, asistió a una función de un “Circo con segunda” (función de circo en la primera parte, función de teatro en la segunda) en la que la obra de teatro era “Qué lindo es estar casado y tener la suegra al lado”. Dice Szuchmacher que la carpa del circo permitía que la acción de aquella pieza pudiera sacar fuera de sí no solamente lo cómico sino también lo iracundo que llevaba implícito el texto. “(…) La payasada ocupaba su espacio de manera cabal en su lugar de origen. La pura intuición de los artistas los llevaba a generar formas llenas de sentido: la madre, ya peleada con toda su familia, antes de servir la comida, se pasaba el plato por el culo sin que los demás la vieran. Semejante grado de síntesis en el modo de representación de una sociedad que cada vez se tornaba más violenta no era fácil de hallar en el teatro de la época y sobre todo, la evidente libertad con la que estaban creadas esas formas en escena. (…)”. TODAS LAS COSAS DEL MUNDO tiene mucho de esta anécdota, sobre todo porque no se achica para jugar con el humor cuando no hay nada de qué reírse, para manejar una desusada duración con formas libres que no se filtran por la cuarta pared sino que crean tensiones insospechadas con el espacio, con la voz, con el cuerpo y sobre todo con el intelecto, ese payaso al cual le ponemos máscaras cada día más grotescas para, quién sabe, a lo mejor, amordazarlo.

TODAS LAS COSAS DEL MUNDO, de Diego Manso. Dirigida por Rubén Szuchmacher. Producción ejecutiva: Gabriel Cabrera. Diseño de escenografía y vestuario: Jorge Ferrari. Diseño de iluminación: Gonzalo Córdova. Diseño sonoro: Bárbara Togander. Intérpretes: Ingrid Pelicori, Iván Moschner, Horacio Acosta, Paloma Contreras, Juan Santiago, Fabiana Falcón. 140 minutos. Teatro Payró, San Martín 766. Jueves a sábados a las 21, domingos a las 20.30.

25 de marzo de 2016

Robin de los Cárpatos

Costi tiene una mujer y un hijo y los mismos problemas que cualquiera hoy en día. Su vecino, Adrian, también los tiene aunque agravados por las deudas, razón demás para ir a ver a su vecino (con quien es evidente que no tiene una gran relación más allá del saludo de rigor cuando se encuentran en el ascensor) y pedirle prestado 800 euros, a devolver en dos o tres meses. Costi no los tiene o no se los quiere prestar, que es otra posibilidad. Pero Adrian vuelve al ratito y le propone que, si le presta 800 euros para alquilar un detector de metales, la mitad de lo que encuentren del tesoro enterrado en el jardín de la finca de su abuelo es suyo. Mientras estas visitas se suceden Costi trata de leerle “Robin Hood” a su hijo Alin. La búsqueda de un tesoro de alguna medida nos transforma en héroes y ladrones a la vez, y algo de eso se vislumbra que ha sucedido en la historia de Rumania durante el siglo XX y lo que va del XXI.
Sobre esta linea Corneliu Porumboiu elabora una pequeña aventura en la que los héroes y los villanos observan trabajar a los trabajadores mientras discuten sobre cuestiones que ya son historia vieja, y mientras la burocracia se vale de los ladrones para seguir vigente y decidir qué es del Estado y qué del individuo. Al igual que en Bucarest 12.08 y en menor medida que en Policía, adjetivo, Porumboiu elige la comedia para hablar de las tragedias que dominaron la historia de su país, sobre todo esa gran tragedia que funda la desmemoria, y para contarlas se vale de anécdotas sin importancia o de importancia relativa para el espectador, y de importancia definitiva para los personajes. ¿Hubo o no hubo revolución en tu ciudad?, se preguntaban los protagonistas de Bucarest 12.08 en vísperas de la Navidad y el día en que se recuerda la huída de Ceaucescu del poder; en el caso de Policía, adjetivo, la cuestión es aún más absurda pues en medio del seguimiento de un delito relativo a las drogas los agentes de la ley se abocan a definir la calificación de ciertas palabras como ley o moral. Nos referimos al absurdo cinematográfico, claro está, porque sería mucho más productivo y mucho menos abstruso para nuestras sociedades preguntar qué opinión nos merece la historia o qué significan para nosotros ciertas palabras. Porumboiu se dedica a filmar películas, extrañas y desconcertantes, que dejan al espectador con la sensación de buscar bajo la alfombra los tesoros que nos escamoteamos a nosotros mismos. 
Por eso en EL TESORO Porumboiu se va al principio del cuento: le dedica su mirada lírica a la necesidad que tienen los niños de reflejarse en un héroe. Bien es sabido que los héroes para los niños terminan siendo sus padres, razón demás para que Costi resigne una parte del tesoro encontrado y cumpla con la parte de heroísmo que le ha tocado en suerte, así ya la haya cubierto cuando, como Superman, le explica a Alin por qué pelearse es doloroso. Que muchos adultos todavía se peleen y amenacen tal vez signifique que sus padres no han tenido héroes en los que encontrarse, cuestión irreparable en la historia de cualquier sociedad y de todos los países.

EL TESORO (Comoara, Rumania/Francia, 2015). Escrita y dirigida por Corneliu Porumboiu. Producida por Rémi Burah, Julie Gayet, Sylvie Pialat, Olivier Père, Nadia Turnicev, Marcela Ursu. Fotografía: Tudor Mircea. Montaje: Roxana Szel. Intérpretes: Toma Cuzin, Adrian Purcarescu, Corneliu Cozmei. 89 minutos.

23 de febrero de 2016

The Oscar

La 88ª edición de los premios de Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood es quizás la que mejores películas tenga nominadas en muchos años aunque algunas nos gusten más que otras, como siempre pasa. Las dos que tienen mayor cantidad de nominaciones son las más desmesuradas (una es mejor que la otra, sin dudas), dos de ellas son disfrutablemente clásicas, dos hablan de manera directa y sin esconderse sobre la violación a la infancia, una más abreva en el lado más filoso de la sátira política, y la última francamente es tan bella como los ojos de su magistral protagonista. Este año si se pierden de ver alguna tal vez les queden las ganas de querer verla alguna vez, porque este año el Oscar vale la pena, cosa que es rara de decir en el siglo que corre. Aquí va una opinión de cada nominada a la Mejor Película, de menor a mayor.

EL RENACIDO (The Revenant; USA, 2015. Dirigida por Alejandro González Iñárritu. Escrita por Mark L. Smith y Alejandro González Iñárritu. Producida por Arnon Milchan, Steve Golin, Alejandro González Iñárritu, Mary Parent, Keith Redmon. Fotografía: Emmanuel Lubezki. Montaje: Stephen Mirrione. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Tom Hardy, Domhnall Gleason, Will Poulter. 156 minutos)
12 nominaciones: Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor (Leonardo DiCaprio), Mejor Actor de Reparto (Tom Hardy), Mejor Diseño de Producción, Mejor Fotografía, Mejor Montaje, Mejor Vestuario, Mejor Maquillaje y Peluquería, Mejor Mezcla de Sonido, Mejor Edición de Sonido, Mejores Efectos Especiales.


Quizás EL RENACIDO sea una película de factura compleja y de estética -en algunos aspectos y en algunos momentos- irreprochable, pero eso no alcanza cuando se intenta compararla con filmes enormes de la historia del cine como leímos por ahí. Esos filmes enormes (pongamos dos casos, Andrei Rubliov, de Andrei Tarkovski, y The searchers, de John Ford) tienen una historia fuerte para contar y no hacen de esa historia fuerte el centro del relato; en ellas es más importante el apunte, el elemento que reconstruye el dibujo, el devenir que confirma la existencia de los personajes, y también una heterogénea búsqueda formal que impide al espectador formarse una idea única de lo que está viendo. En EL RENACIDO toda la película está amparada en un solo artilugio visual (el plano secuencia, las lentes de gran angular, la colorimetría que vira a la gelidez del panorama), y cuando llega el momento de profundizar la trama ya no hay nada que decir porque los personajes mostraron ambas caras de la moneda. La forma anula al contenido, y entonces el espectador bosteza y se va de la aventura y se queda observando algo que resulta ajeno a sus fantasías. Enorme pecado para una película donde los cazadores de pieles, las flechas de los indios, el ataque de un oso y los barrancos helados son su materia prima y la esencia de tanta buena literatura.

PUENTE DE ESPÍAS (Bridge of spies; USA, 2015. Dirigida por Steven Spielberg. Escrita por Joel y Ethan Coen y Matt Charman. Producida por Steven Spielberg, Mark Platt,  Kristie Makosco Krieger. Fotografía: Janusz Kaminski. Michael Kahn. Intérpretes: Tom Hanks, Mark Rylance, Alan Alda. 142 minutos)
6 nominaciones: Mejor Película, Mejor Actor de Reparto (Mark Rylance), Mejor Guión Original, Mejor Partitura Original, Mejor Mezcla de Sonido, Mejor Diseño de Producción.


Una de Spielberg con guión de los hermanos Coen podría haberse convertido en casi una obra maestra a la vieja usanza (bueno, los años ’70 ya están quedando lejos y nos vamos poniendo viejos aunque no nos demos cuenta), pero aunque Spielberg relata su historia con brío esta vez no profundiza demasiado ni le encuentra aristas novedosas al asunto de la Cortina de Hierro. La película es fantástica en todo lo que remite a sus cualidades formales, pero es en eso mismo en donde falla. En Caballo de guerra Spielberg elaboraba una fantasmagórica trinchera donde la anécdota del caballo que se impone a su destino resultaba no solamente verosímil sino también emocionante. Aquí el intercambio de espías no funciona como en aquellas películas de la Guerra Fría, a lo mejor porque la reconstrucción de un mundo que ya no existe se queda en la maqueta fotográfica de la Historia cuando hubiera sido conveniente alterarla en beneficio del suspenso.

LA GRAN APUESTA (The big short; USA, 2015. Dirigida por Adam McKay. Escrita por Charles Randolph y Adam McKay. Producida por Brad Pitt, Dede Gardner, Jeremy Kleiner. Fotografía: Barry Ackoyd. Montaje: Hank Corwin. Intérpretes: Christian Bale, Steve Carell, Ryan Gosling, Brad Pitt, Marisa Tomei. 130 minutos)
5 nominaciones: Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor de Reparto (Christian Bale), Mejor Guión Adaptado, Mejor Montaje.


LA GRAN APUESTA tiene mejores chances cuando le da permiso a la parodia desbocada de los hechos reales que cuando apuesta por los costados dramáticos que no necesita ni siquiera como marco para del devenir de los personajes. De texto inteligente y farragoso, con intenciones de salirse de la norma y por momentos lográndolo (cuando explica la gran timba de la realidad con gente real que no se adecua a ella en nuestro imaginario, por ejemplo), luego de verla queda la sensación de conocer la burbuja que desató la gran crisis económica en la primera década de este siglo en los Estados Unidos, pero también la sensación de localía que desbarata la denuncia, esa sensación de que aquí la pasamos peor y que podríamos decir mucho más al respecto.

LA HABITACIÓN (Room; Irlanda/Canadá, 2015. Dirigida por Lenny Abrahamson. Escrita por Emma Donoghue. Producida por Ed Guiney. Fotografía: Danny Cohen. Montaje: Nathan Nugent. Intérpretes: Brie Larson, Jacob Tremblay, Joan Allen, William H. Macy. 118 minutos)
4 nominaciones: Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actriz (Brie Larson), Mejor Guión Adaptado.


Lo que redime del cine exploitation a LA HABITACIÓN es la mirada infantil de Jack, el chico de cinco años que ignora la brutalidad de su origen y la sordidez del mundo en el que vive junto a Ma, esa mujer de adolescencia trunca y de existencia sesgada para toda la vida. Jack es el narrador de esta historia (el mismo recurso se parece, peligrosamente, al que utiliza otra película de existencia sesgada y personalidad escindida como la maravillosa La vida es una eterna ilusión, de Jaco van Dormael) y lo que en principio puede parecer un acierto, como señalábamos antes, con el correr del metraje descubrimos que la película utiliza la inocencia para enmascarar los hechos y no investigar por qué se producen. En ese sentido es notable la escena en la cual el padre de Ma rechaza al chico; es notable no por lo terrible del hecho (que un abuelo rechace a su nieto por ser fruto de una violación) sino porque queda prístinamente en relieve el juicio moral que lleva adelante LA HABITACIÓN: el no soportar de qué forma está hecha la verdad saca al abuelo de la pantalla, y con su salida se va la posibilidad de bucear en lo colectivo a través de un mundo individual. Que Jack quiera volver a la habitación donde empezó su vida no alcanza para abrir una ventana, sino para cerrarla definitivamente.

MISIÓN RESCATE (The martian; USA, 2015. Dirigida por Ridley Scott. Escrita por Drew Goddard. Producida por Simon Kinberg, Ridley Scott, Michael Schaefer, Mark Huffam. Fotografía: Dariusz Wolski. Montaje: Pietro Scalia. Intérpretes: Matt Damon, Jessica Chastain, Chiwetel Ejiofor, Jeff Daniels, Kristen Wiig. 144 minutos)
7 nominaciones: Mejor Película, Mejor Actor (Matt Damon), Mejor Guión Adaptado, Mejor Diseño de Producción, Mejores Efectos Visuales, Mejor Edición de Sonido, Mejor Mezcla de Sonido.


El astronauta Mark Watney queda varado en Marte luego de una tormenta furiosa (una furiosa tormenta marciana) y por los próximos meses, años tal vez, no podrá volver a la tierra y se quedará ahí solo en el planeta rojo. Sus compañeros creen que está muerto, y él sabe que eso deben pensar ellos, así que en los próximos meses, años tal vez, Watney deberá aguzar el ingenio para comunicarse con la Tierra. Y alimentarse cuando escaseen los alimentos. Y administrar el aire. Y cuidarse de nuevas tormentas. Ridley Scott, el mismo de Alien, el octavo pasajero, encuentra con MISIÓN RESCATE otra manera de enfrentar la supervivencia, quizás menos truculenta que la del invasor de otro mundo pero que también enfrenta el horror al vacío de la existencia. La película es muy divertida además, y si algo se extraña es que no sea más larga para que Watney (Matt Damon, fantástico) tenga mayores posibilidades de pensar y meditar sobre cómo puede volver orgánica esa tierra alienígena. Lo resuelve con absoluta pericia, pero pareciera que en el cine de Hollywood (en otros también, pero a lo mejor se podrían plantear hacerlo) pensar o leer frente a cámara es una pérdida de tiempo. Es el único punto flojo de esta disfrutable y por momentos honda reflexión sobre la vida en tiempos revueltos.

EN PRIMERA PLANA (Spotlight; USA, 2015. Dirigida por Tom McCarthy. Escrita por Tom McCarthy y Josh Singer. Producida por Michael Sugar, Steve Golin, Nicole Rocklin, Blye Pagon Faust. Fotografía: Masanobu Takayanagi. Montaje: Tom McArdle. Intérpretes: Michael Keaton, Mark Ruffalo, Rachel McAdams, Brian D’Arcy James. 128 minutos)
6 nominaciones: Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor de Reparto (Mark Ruffalo), Mejor Actriz de Reparto (Rachel McAdams), Mejor Guión Original, Mejor Montaje.


El equipo de Spotlight, la sección de investigación del “Boston Globe”, descubre que la iglesia católica esconde el crimen que varios sacerdotes de su orden cometieron contra los niños de sus parroquias. Varios significa que pueden ser cientos, que la pedofilia sea una práctica usual en la congregación desde siempre, que es una cuestión conocida entre los feligreses y hasta tolerada por la política. Es un escándalo mayúsculo, pero el equipo de Spotlight no puede –ni debe- dar a conocer la información sin estar convencido de la veracidad de lo que va a acusar. Y en esto radica el mérito de EN PRIMERA PLANA, en mostrarnos el avance de la investigación y en cómo repercute cada noticia en el ánimo de los periodistas, en los tiempos muertos donde calmar el desborde, en el trabajo que lleva obtener una primicia y en la responsabilidad que implica darla a conocer. Esta es una película sin héroes ni villanos; probablemente esté poblada por gente hipócrita o equivocada que pugna por sostener el statu quo en el cual se conformó como sociedad, statu quo que tarde o temprano se derrumba por el peso de la verdad, o de la burocracia.

MAD MAX - FURIA EN EL CAMINO (Mad Max: Fury road; Australia/USA, 2015. Dirigida por George Miller. Escrita por George Miller y Brendan McCarthy. Producida por Doug Mitchell, George Miller. Fotografía: John Seale. Montaje: Margaret Sixel. Intérpretes: Tom Hardy, Charlize Theron, Nicholas Hoult, Hugh Keays-Byrne. 120 minutos)
10 nominaciones: Mejor Película, Mejor Director, Mejor Fotografía, Mejor Montaje, Mejor Vestuario, Mejor Maquillaje y Peluquería, Mejor Diseño de Producción, Mejores Efectos Visuales, Mejor Edición de Sonido, Mejor Mezcla de Sonido.


Estamos en el futuro, no sabemos si cercano o lejano. El mundo conocido fue tomado por algunos que lo dominan geográfica y demográficamente, y que limitan la existencia de los otros a esperar a que les sirvan agua desde la torre del poder. Max Rockatansky, que alguna vez fue un resistente a estos cambios, ahora está tan loco que es incapaz de sentir dolor. Todos están locos en ese mundo construido sobre la basura de la Historia: Max, Imperator Furiosa y sus ansias de escapar de allí, las vestales de Immortan Joe, los kamikazes que aspiran al valhalla inconcientes de su humanidad con Nux como referente y traidor, las amazonas del desierto… ¿La opción es emigrar del infierno para aspirar al purgatorio?  MAD MAX - FURY ROAD es una película extraordinaria. Su historia puede observarse desde la más rancia fantasía o desde ciertos aspectos de la realpolitik, o bien desde los escombros del existencialismo o de las más atávicas aristas religiosas. Pero eso no interesa a la hora de observar cada imagen y observar cómo transcurre el tiempo en ellas (¡sí, el tiempo no está escindido en cada cuadro!), y cómo el color no es un mero acompañamiento estético de la historia sino que crea su propio sentido a partir de la pregnancia de su temperatura. Es una obra de arte, sin dudas, lo que no significa que sea una obra maestra. Y eso quizás no importe en absoluto.

BROOKLYN (Irlanda/Reino Unido/Canadá, 2015. Dirigida por John Crowley. Escrita por Nick Hornby. Producida por Finola Dwyer, Amanda Posey. Fotografía: Yves Bélanger. Montaje: Jake Roberts. Intérpretes: Saoirse Ronan, Emory Cohen, Domhnall Gleeson, Jim Broadbent, Julie Walters. 111 minutos)
3 nominaciones: Mejor Película, Mejor Actriz, Mejor Guión Adaptado.


Irlanda, a mediados de los años ’50. Eilis Lacey sobrevive como dependiente de una panadería con ínfulas de boulangerie, la tienda de ramos generales de Miss Kelly, donde los pobres no son bienvenidos, los ricos si a gatas pueden sostenerlo, y los chismes corren como moneda de trueque. Eilis no tiene futuro en ese pueblo de luces menguantes que atraviesan sus calles breves; su hermana Rose lo comprende primero que ella y la embarca en la única opción posible, emigrar, a los Estados Unidos, a Nueva York, a Brooklyn. Así, tan lejos. Tan joven e inexperta que es Eilis, tan frágil, tan ancho que es el mar ahí cerca de la costa, tan inconmensurable e inconmovible que se la tragará. Pero no. Eilis llega a puerto. Siempre hay alguien que habrá de cuidarte en la travesía, alguien que ya pasó por lo que vas a pasar por vez primera. Y no estará tan lejos, promete escribir a diario para que mamá y Rose no estén solas. Y comienza a trabajar en una tienda por departamentos donde la tristeza aflora con intensidad a través de sus ojos desnudos. Y aunque el padre Flood la impulse a estudiar contabilidad la tristeza y la soledad se adueñan de cada uno de los días que dura acostumbrarse a echar nuevas raíces. Hay otras chicas en la pensión de Mrs. Keogh, no tan distintas a ella, acostumbradas a los bailes para irlandeses en la iglesia del padre Flood, bailes donde se conocen muchachos irlandeses tan solos como Eillis, o donde un muchacho italiano que gusta de las pelirrojas se cuela y resulta la compañía adecuada, aquella que podrá atraerla otra vez a una familia, aquella que le arranque una sonrisa y le demuestre que aún el crudo invierno neoyorkino puede darle otra oportunidad si la primera cita es un desastre, más aún si van al cine a ver “Cantando bajo la lluvia” y la noche luminosa invita a caminar por el parque. Nada más cercano a la felicidad, tal vez la primera ocasión en la que Eilis sienta que es dueña de su vida y se anime a entrar al mar en Coney Island, con su malla verde nueva y su mujer recién estrenada. Y luego otra vez la tristeza, inexorable, allende el océano, y el amor que Tony y Eilis se prometen, o se juran. Y una vuelta a Irlanda que descubre que ya no es la misma chica que se fue envuelta en la neblina; ahora es una mujer que resuelve los asuntos que se le cruzan con absoluta decisión, así se confunda y sienta que al volver una nueva vida empieza en casa, lo que tal vez sea imposible si ya se le partió el corazón en dos. 
BROOKLYN es una de esas películas que aparecen de tanto en tanto, una que quizás sin proponérselo se convierte en inolvidable para los que no pase inadvertida, una que invita a pensar que las grandes historias son las que presentan frente a la cámara la metamorfosis de un personaje sin que advirtamos el derrotero de su crecimiento, de su adquisición de sabiduría. Y BROOKLYN también es una película épica porque revisa la epopeya de la clase trabajadora de aquellos tiempos aún cercanos, esa que se vio forzada a buscar un horizonte venturoso en otras latitudes, la que se llevó la vida de tantos que ni siquiera se asomaron a un día feliz hasta la muerte. Y John Crowley narra, sin imprimir velocidad, el vértigo en el espíritu de Eilis, esa niña que se transforma en mujer no por el amor de un hombre sino por su propio albedrío, por su silenciosa rebeldía hacia el dolor que impone el desarraigo. Y cuando Crowley le abra el juego al color, cuando Eilis se vuelva delicada y respetuosamente mundana, la película cobra tal vitalidad y emoción que el espectador llega a sentir tal empatía con el personaje que hasta si quiere podrá relacionarlo con la juventud de alguna de las mujeres de la propia familia, aquellas que en tiempos duros supieron ubicarse en cierto lugar del mundo para abrirle paso al duro trabajo de ofrecerle más vida a la propia existencia. Sí, así es BROOKLYN, tan minuciosamente bien escrita por Nick Hornby a partir del libro de Cólm Toibín que nadie habrá de sentirse ajeno a la actitud de sus criaturas, que en el fondo son lo más parecido a nosotros mismos que nos haya dado el cine ahí donde estemos, así sea en otro tiempo y en otra realidad. Gran parte del mérito de esta obra se debe a la actuación prodigiosa de Saoirse Ronan como Eilis. Ronan, a los 21 años, es capaz de expresar a través de sus ojos el mundo perdido y el universo encontrado en la cubierta del barco, la aflicción por la muerte de la infancia y la dicha por descubrir que aún sueña en la vigilia; y es capaz de articular en un silencio sin gestos cómo rompe el mar contra la costa para luego besar la playa. Es muy difícil describir qué se siente al ver su rostro hermoso en la pantalla, sus ojos color cielo que alumbran la oscuridad del cine. Tal vez pueda expresarse que como otros rostros en la historia de Hollywood el de Saoirse represente una época que tarde o temprano será lejana, y que alguien cuando la vea la recordará con esa nostalgia típica de saberse humano en el ubicuo mundo de las sombras proyectadas.