21 de octubre de 2015

Los tontos se enamoran

Hay épocas de la historia en las que enamorarse resulta más ventajoso que en otras. Claro, el amor es cíclico: hoy estamos enamorados, mañana nos interesa la filosofía o la física cuántica. En esas épocas de silogismos o de entropía también nos enamoramos (del amor o de otras personas) aunque el corazón nos silbe bajito; el tema es el amor al fin de cuentas, y para el amor no queda otra más que cantar a voz en cuello. Generalmente se canta al amor con todos los pulmones cuando hay hambrunas, cuando los pueblos viven guerras y los que las pasaron están dispuestos a contar lo sucedido, cuando a los rulemanes del mundo les falta aceite o cuando encontramos alguien a quien amar o lo buscamos denodadamente (pregúntenle a Freddie Mercury en este último caso si no). Esas épocas, las buenas y las malas pues, tienen letras y acordes propios y autores que saben interpretarlas. Piensen por un momento qué canciones de amor les gustan un montón y averigüen quiénes son los que le pusieron palabras y sonidos, sobre todo en el Siglo XX y en lo que va de esta centuria. Y si no conocen a esa gente no se preocupen, porque desde aquí les decimos que Jerry Leiber y Mike Stoller más que seguro están entre ellos.
Leiber & Stoller le escribieron al amor de diferentes maneras durante los '50, 'los 60 y los '70, y en muy buena medida impulsaron el desarrollo del rock and roll y cruzaron al lado blanco el rhytm and blues, hasta entonces territorio negro indiscutido. Para redondear el asunto podríamos señalar que fueron los autores de muchos de los grandes éxitos de Elvis Presley y con eso estaría todo dicho, pero Leiber & Stoller pusieron alrededor de más de setenta canciones en los charts del universo, canciones que popularizaron artistas como Ben E. King y Peggy Lee o grupos como The Coasters o The Drifters. Hace mucho de todo esto, claro, y quizás los nombres menos famosos estén injustamente aguardando en la fila hacia el olvido. Pero algo es indudable: es cuestión de escuchar dos o tres compases de alguna canción para proyectarnos automáticamente a un sitio y un tiempo que cada cual sabrá qué relevancia darle, canciones que pasaban por la radio en plena ruta cuando nos íbamos de vacaciones, que teníamos en un long play de cuando papá o mamá eran chiquilines, que oímos en una película mientras corren los títulos del final. Exacto, amigos. Todo nos conduce a la nostalgia, y la nostalgia no se priva de clavarnos el puñal del amor perdido, del amor ausente o del amor que nunca llegó. El amor, qué tontería.
Entonces, a que no saben por qué SMOKEY JOE'S CAFÉ es el musical más representado en la historia de Broadway. Sí, más bien, por el amor, las ondas hertzianas y los surcos de un disco de pasta, no hay tanto misterio. Aún hoy la radio participa directamente de la vida cotidiana de cualquiera y llena de sonidos la cultura popular de cualquier parte del globo, razón demás para que a Leiber & Stoller le dedicaran un extenso álbum cuádruple de grandes éxitos montado sobre el escenario de un teatro. SMOKEY JOE'S CAFÉ es una revista musical en el sentido más puro de su especie, y aunque algún espectador extrañe una línea argumental determinada, cómo poder abstraerse de la energía que treinta y nueve canciones le produzcan al corazón y al resto del cuerpo durante casi dos horas. Porque estas son canciones cuya vitalidad se percibe en los pies y en las palmas de las manos al punto de volverse molesto el quedarse sentado viendo cómo cinco hombres y cuatro mujeres se divierten allí arriba. Por eso siempre se vuelve al teatro cuando hemos descubierto el juego, y en eso también hay amor, porque el talento es una manifestación gráfica de todo el amor que llevamos dentro.
Y es a causa del talento puesto en el escenario que uno traza recuerdos de lo que vivió y de lo que le hubiese gustado vivir, y se nos antoja que por ese motivo los musicales de Broadway todavía resultan fantasías tan vívidas de nuestra vida real. Imaginen pues canciones como “Yakety Yak”, “Poison Ivy”, “Hound dog” o “Jailhouse rock” en vivo, puestas en escena, coreografiadas desde las gargantas de otros cantantes que pronto se transformarán en los únicos interlocutores posibles entre la radio, el tocadiscos y los días que añoramos tener. SMOKEY JOE’S CAFE, en el teatro La Comedia, solamente difiere de la puesta en Broadway por ciertas soluciones técnicas; en cuanto al talento de sus actores no hay nada que extrañar. Es emocionante verlos actuar, y el elogio no es gratuito. Es imposible no saltar de la butaca con los ojos enrojecidos cuando Belén Cabrera canta “Fools fall in love” y su voz es un mar inabarcable, o cuando Cristian Centurión arranca una versión con el corazón entre los dedos de esa canción tan sencilla que es “Stand by me”, y que en su garganta es casi un madrigal que le canta al único amor, al verdadero. Porque seguro, la memoria se guarda la huella de los instantes felices, esos que se quedan siempre junto a nosotros aunque, para seguir viviendo, nos volvamos a enamorar una y otra vez observando la rockola de un viejo bar donde nada malo puede pasarnos.


SMOKEY JOE’S CAFE, concebido por Stephen Helper, Jack Viertel, and Otis Sallid sobre canciones de Jerry Leiber y Mike Stoller. Dirigido por Alejandro Guevara. Dirección musical: Daniel Landea. Coach vocal: Katie Viqueira. Coreografía: Delfina García Escudero. Escenografía: Gustavo Disarro. Vestuario: Cecilia Zuvialde. Iluminación: Juan Ignacio Monserrat. Producción: Cristian Omar Lago. Intérpretes: Belén Cabrera, Cristian Centurión, Mariano Condolucci, Emmanuel Degracia, Daniela Flombaum, Diego Jaraz, Patrissia Lorca, Sofía Val, Sebastián Ziliotto, y la Smokey Band. Jueves a las 21. Teatro La Comedia, Rodríguez Peña 1062, 4815-5665.

16 de octubre de 2015

Les formules de Polit(esse)

Uno puede tener dolor de panza y creer que se debe a que uno se tragó un pedazo de vidrio de un vaso roto porque el vaso estaba roto y uno no se dio cuenta al agarrarlo de la alacena dado que uno tal vez lo lavó tarde en la noche cuando se despertó en mitad de la madrugada a ver si había surtido efecto el Cucatrap que puso en la cocina y el vaso se le rompió al chocarlo con otros vasos de la alacena y el pedazo de vidrio quedo en el fondo del vaso y uno a la mañana para tomarse la aspirina matutina ni se fijó en el vaso que agarraba y ahí está, el fin de la existencia en manos de un vidrio minúsculo que habrá de rasgarle las paredes del abdomen y declararle una septicemia irreversible a uno, una de esas de las que nadie vuelve, ni siquiera uno mismo, uno que ha ganado mil batallas y que es tan lógico que una pierda, justamente la más importante, la de la vida de uno, pero fíjense que picardía, será de Dios.
Exacto. Un dolor de panza fijado en la región epigástrica, debajo de las costillas falsas, ahí donde está el hipocondrio, el sitio ideal para sentir que uno se va a morir en cualquier momento. Como si uno entra a su casa antes del tiempo fijado para volver el día que estuvo el fumigador fumigando y entonces aspira los restos de veneno que aún no se volatilizaron, o también como si come alimentos con trazas de carne o leche, más aún importados de algún país europeo, el Reino Unido por ejemplo, y corre el riesgo de que aún haya rebrotes del mal de la vaca loca y uno se contagie la peste que la vaca loca nos pueda transmitir. Es todo un trastorno no tomar las precauciones necesarias para vivir tranquilo; tal vez no le de a uno felicidad alguna eso de tomar precauciones, pero al menos uno puede estar seguro que precavido no se morirá antes de que le llegue la hora. Pero la hora fatal es imprevisible, los relojes siguen su curso inexorable ajenos al dolor de ya no ser que, uno imagina, habremos de padecer alguna vez. Nada más adecuado para ocultar en ocasión de conocer a una chica, una encuestadora por caso, ocultar eso de que uno le tiene miedo a vivir la vida tal como se presenta y no como debiera ocurrir en un mundo ideal, un mundo en el que seguimos siendo chicos y el departamento de papá sigue oliendo a Miramar. Cómo ocultarlo, no, sobre todo si uno va caminando con la chica y pisa la tapa de una boca de tormenta y la desplaza y pone en riesgo de caer al inframundo a la media humanidad que pase por allí, así la media humanidad no pise la tapa de la boca de tormentas porque es tan difícil que eso suceda como acertar el azar.
Pablo Sigal, actor, autor y director de POLITE, pone en escena un juego de desplazamientos metonímicos que causan una gracia delicada y evocan con ternura el hecho de abandonar la niñez en el cajón de los juguetes. Todo eso que uno enumeró más arriba le puede suceder en ese trance a Polit o a uno mismo, y cada quien habrá de expresarlo como mejor le salga, si es que le sale. A Pablo Sigal le salió fantástico. POLITE, estrenada en el ciclo de Operas Primas del Centro Cultural Rector Ricardo Rojas, entabla diálogo con un espectador que no conoce de límites generacionales porque todos tuvimos miedo de crecer, y el mayor logro de Pablo Sigal es ponerlo en marcha sin temores. El neurótico Polit es el mismo Pablo y el personaje que se traslada al actor de la puesta en escena que plantea hacer sobre su propia vida, y es en este sentido que POLITE le escapa al ya dogmatizado subgénero de la ficción biodramática: Pablo Sigal (con esa sabiduría que da el oficio, que Pablo ya tiene en abundancia en el teatro y en el cine) deja en claro que la obra de teatro es una excusa para jugar a ser artista. Y cuando uno juega en serio a lo que sea las ideas son claras, son firmes y son maravillosas. No vale la pena contar cómo está resuelta la escenografía, cuándo se quiebran los verosímiles y de qué manera se construyen los nuevos, cómo está diseñado cierto mecanismo de relojería que no deja ni un solo elemento librado al azar. Vale decir que uno vio a Pablo Sigal por primera vez cuando (uno cree que) ni siquiera tenía veinte años en esa obra inolvidable que es “Los talentos”, de Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu, y que lo sigue sin dudar porque talento le sobra, y esta vez queda muy claro que su talento empezó a madurar los frutos que tiene en abundancia para darnos. Muchas gracias entonces, valga la cortesía.

POLITE, escrita, interpretada y dirigida por Pablo Sigal. Con Ignacio Sánchez Mestre y Sofía Brito. Producción: Laura Huberman. Escenografía: Camila Pérez. Iluminación: Eduardo Pérez Winter. Jueves a las 21.30 (hasta el 19/11). Centro Cultural Rector Ricardo Rojas, Corrientes 2038, 4954-5521 / 4954-5523.


29 de septiembre de 2015

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo

En una entrevista que le realizaron tras la publicación de su álbum doble “Aerial” (su primer álbum luego de doce años sin grabar discos), el periodista le pregunta a Kate Bush qué estuvo haciendo todo ese tiempo sin música. Kate Bush asegura que no estuvo sin música ni tampoco en silencio sino que estuvo componiendo nuevas obras, “y además fui madre, ¿le parece poco?”. Esa misma respuesta pudo haber dado nuestra amiga Liz si alguien se la hubiese hecho, si alguien le hubiera preguntado como se siente después de haber dado a luz. Liz iba en camino a su realización personal y en su carrera de novelista cuando queda embarazada y se muere su mamá y se le descalabra el orden establecido. El descalabro se llama Nicanor. “Hoo-la Nica cóo-mo estás”, dirá la cancioncita, y qué hacer con Nicanor cuando llora a la noche y papá Gustavo permanece firme al pie de un volcán. Qué hacer, no. 
Llorar bajo la ducha o correr la cortina del baño para tirarle besos al chiquilín. Fumar o negar que fumamos. Darle la teta al nene porque toda madre (por el hecho de serlo) está facultada a amamantar, o darle la mamadera porque de leche no tiene ni una gota. Contratar una niñera como Jazmina, que te descubre el instinto materno desollándote la cara con la mirada, o llevarlo a Nicanor al parque para que sienta el sol aunque el sol esté escondido todo el invierno. Encontrar amigas nuevas o escapar de la gente anormal. Quejarse por chat de la soledad en que la dejó el marido o dar por tierra con la amistad entre el hombre y la mujer tras un beso inclemente. Todo un desafío a la urbanidad o un reto a la naturaleza cuando la naturaleza parece reprendernos, porque Liz se pregunta qué es lo normal, si sentirse y comportarse con normalidad o serlo, definitivamente. Como si ser normal para siempre fuera tan sencillo. 
Fijémonos en Rosa entonces, esa desconocida con camperita roja, blanca y azul tristeza. ¿Por qué Rosa quiere ponerse un tapadito gris? ¿Porque "gris" rima con Liz, el nombre de la dueña del tapadito, su amiga del parque, o porque con un tapadito gris puede pasar inadvertida a la vista de los otros y tomar prestado un coche para irse dos días a Mar del Plata? ¿Toda madre soltera necesita un auto? Bueno, soltera no, sola en todo caso. Como Liz ahora, que tiene un auto gris y podría llevarlas a ella, a su hermana Renata y a Clarisa -la que todo lo ve, la beba de ambas hermanas R.- a Saladillo a buscar al novio de Renata, y si no para irse de la pizzería sin pagar y escaparse más rápido. Porque qué otra cosa es la intimidad más que arrebujarse en un rinconcito cualquiera que nos de cobijo y amor y un poco de tranquilidad cuando uno es como la rama de un árbol del parque que no le puede esconder su temblor al viento.
Y claro. Todo es tan raro todo el tiempo en los días destemplados que uno se siente como un niño perdido en la borrasca.
Es una gran tentación decir que en MI AMIGA DEL PARQUE Ana Katz e Inés Bortagaray hablan sobre el “universo femenino”, y que MI AMIGA DEL PARQUE trata sobre el desafío de ser madre. Sí, la película trata sobre esto último y se encuadra muy bien en la primera opción, pero Ana Katz e Inés Bortagaray plantean algo mucho más inquietante que hablar sobre mujeres y puerperio: intentan definir qué es ser una buena persona en un universo que de tan vasto y enorme parece un parque seco poblado de pinos condolidos. Porque sí, MI AMIGA DEL PARQUE afina una cuerda poética en cada disonancia de sus maravillosos personajes, la afina hasta obtener un sonido tan claro que por sí solo es melodía, a lo mejor una melodía deforme pero desafiante y armónica. MI AMIGA DEL PARQUE es una película tan honda que no se abisma en la profundidad, como esos dramas sutiles que traen humor lunático de yapa, y a la vez resulta ser un entretenimiento con el que uno quiere jugar otra vez apenas sale de la sala, una comedia difusa tan sensible como despertarse de la siesta. Tal vez esa sea la dualidad de las grandes películas, dualidad que por una parte nos devela el placer por lo lúdico y que por el otro nos alumbra la angustia por descubrir la proyección de las sombras en la vereda luminosa de la vida.   



MI AMIGA DEL PARQUE (Argentina/Uruguay, 2015). Dirigida por Ana Katz. Escrita por Ana Katz e Inés Bortagaray. Producida por Nicolás Avruj, Fernando Epstein, Ana Katz. Fotografía: Guillermo Nieto. Montaje: Andrés Tambornino. Sonido: Jésica Álvarez. Música: Maximiliano Silveira. Intérpretes: Julieta Zylberberg, Andrés Milicich, Ana Katz, Maricel Álvarez, Manuela García Dudiuk, Mirella Pascual, Mariano Sayavedra, Daniel Hendler. 86 minutos.

9 de mayo de 2015

Capitanes intrépidos

Capitán, de Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob
CAPITANES INTRÉPIDOS



The ship is anchor’d safe and sound, its voyage closed and done,
From fearful trip the victor ship comes in with object won
Walt Whitman,  O Captain! My Captain!

Nicolás Molinari debe ser uno de los tipos que más saben de teatro en el país. Es un tipo que escribe y dirige ficciones, artificios que sobre el escenario cobran verosimilitud porque los espectadores somos párvulos crédulos sentados en la butaca. Ha hecho puestas señeras, modificadoras de la perspectiva de muchos otros hacedores y formadoras del criterio en las nuevas generaciones. Pero un día colgó los botines
-Nunca me fui, carajo.
y se dedicó a la enseñanza, a observar el trabajo de los otros, a cobrar fuerzas y ánimos para nuevos proyectos. Y un día lo decide, una década después, tantos años más tarde: quiere contar otra vez una historia, presentarle al público su mirada sobre las cosas ajena a las nuevas tendencias, tendencias que por eso mismo son tendenciosas y huelen a pizza en el pelo, tendencias que se olvidan de lo más importante que es
¿Qué es lo más importante? O mejor dicho, qué es importante. ¿El teatro es importante? ¿El control de los procedimientos es importante? ¿Los libros son importantes? ¿Las entrevistas son importantes? ¿El éxito es importante? ¿La gente es importante? A todo eso Nicolás Molinari podría decir que sí pero es evidente que lo importante, como el deseo, siempre pasa por otro lado. El tema es que él sabe perfectamente que el tiempo ya no dura tanto como duraba antes, y que volver al escenario
-¡Pero si serás imbécil! ¡Yo nunca dejé de trabajar!
Es la gloria del amor, diría una canción que grabó Benny Goodman en 1936. A lo mejor eso es lo importante, y nadie se da cuenta tan fácilmente. Sí es importante esta pieza compleja y de apariencia leve. Sí es profunda esta pieza cuya resolución escénica es tan sencilla. Sí es importante que los personajes de esta pieza (los que están y también los que no vemos) maduren a medida que avanza la acción. Sí es importante que las verdades que expresa no se transformen en arengas. Sí es importante que desaparezca el teatro mientras uno la mira, comienza a observarla y se deje llevar por la contemplación final. Eso, que desaparezca el teatro, que el teatro sea parte de la experiencia personal de cada uno. Eso es lo que hace importante al trabajo que desde hace muchos años emprendieron juntos Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob. CAPITÁN, la obra a la que nos referimos en esta oportunidad y en opinión de quien escribe, es la obra que los confirma como referentes esenciales en el teatro de esta época. Con pocas líneas, con algunos trazos, con apenas la semblanza de los caracteres, les alcanza a Mendilaharzu y Jakob para describir la honda incertidumbre de ser argentinos. Por eso CAPITÁN se transforma, después de la función, en una experiencia ineludible. CAPITÁN tiene una estructura dramática tan sólida como la de los grandes clásicos del teatro o la literatura (¿es muy osado pensar que Rudyard Kipling o J. B. Priestley tienen algo que ver con esta aventura?) y esto, lejos de ser una crítica o de parecer rancia mordacidad, es su mayor fortaleza. Pocos espectáculos actualmente presentan un cuento tan bien contado, un cuento que no es un mero enunciado de posibilidades o expectativas y que no descansa en el anecdotario para las veladas gloriosas o para la entrevista radial, así se cuelgue de una página en internet y el mundo entero lo escuche. CAPITÁN es el fruto de creer en una forma de trabajo y en la constancia para llevarla adelante así avance la tormenta en el horizonte y la quilla de la nave se estremezca. De eso puede dar cuenta la tarea de José María Marcos, marinero indispensable de esta travesía. CAPITÁN sin él a lo mejor iría a la deriva, como si en Interferencias Nicolás Molinari lo contratara a Papazian para el personaje de Silvestre. La labor de Marcos podría decirse que es consagratoria, pero tras los años vividos eso ya no es lo importante. Eso siempre es lo menos importante. Lo importante, si hay algo que sea importante para el común de la gente, es que el barco del destino supere los escollos y siempre llegue a puerto aún en las más tremendas travesías. Y en ese sentido el teatro es también un continente nuevo a descubrir en cada viaje. 

CAPITÁN, escrita y dirigida por Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob. Producción: Rocío Pérez Silva, Maxime Seugé, Jonathan Zak. Escenografía: Ariel Vaccaro. Iluminación: Eduardo Pérez Winter. Vestuario: María Emilia Tambutti. Música: Gabriel Chwojnik. Sonido: Rodrigo Sánchez Mariño. Asistente de Dirección: Matías Labadens. Intérpretes: José María Marcos, Laura Lértora, Hernán Grinstein, Magui Grondona, Melisa Hermida. Viernes 23.30, Sábado 20.30. Timbre 4, México 3554. Reservas: timbre4@timbre4.com