13 de abril de 2018

Toda esa gente maravillosa allí, en la oscuridad


Cuando se estrenó “Sunset Blvd.” el 12 de julio de 1993 en el teatro Adelphi del West End, faltaban dos años para que se cumplieran cien de la primera proyección cinematográfica; hacía diez que se había muerto Gloria Swanson, doce que William Holden ya no estaba entre nosotros, y treinta y seis que Erich von Stroheim había partido para siempre; y habían pasado cuarenta y dos años, once meses y veintinueve días más desde el estreno de la película que inmortalizaría el nombre de Norma Desmond, un personaje inventado pero que, de tan bien construido, se transformaría en heterónimo de la historia del primer Hollywood, ese del cine mudo. Eran otras épocas. En la Argentina viajábamos mucho. Algunos terminaban el trabajo el viernes, se iban a Ezeiza en remis, tomaban un vuelo que los dejaba en Nueva York, Los Ángeles o Londres unas horas después, veían el sábado algún musical recién estrenado y se volvían el domingo con el Time Out o la Playbill bajo el brazo programando la próxima función, a lo mejor la semana entrante. Muchos entonces vimos “Sunset Blvd.”; en mi caso particular, la vi en el teatro Adelphi a la ida, y a la vuelta, en el Minskoff de Broadway. Las vi a Betty Buckley y a Glenn Close interpretar a Norma Desmond. A Gloria Swanson, la Norma Desmond que no necesitaba cantar para execrar sus demonios a través de los ojos, la había visto por primera vez a fines de los ’80 en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, en una copia que sostuvo un agujero en el centro mismo de la imagen desde el principio hasta el final y que, cuando Norma entierra al mono en el jardín y le pone precio a la salvación de Joe Gillis, ya ni siquiera se veía. Norma Desmond era más grande que el cine y sus proyecciones defectuosas. Era más grande que esa película enorme.
Entonces no estaba enterado que Patti LuPone, la Norma Desmond original del espectáculo de Andrew Lloyd Webber, aún mantenía una agria disputa legal por no haber estrenado la pieza en Los Ángeles, su primera plaza americana. Patti LuPone ponía en tela de juicio que una actriz como Glenn Close pudiera interpretar a Norma, probablemente porque no fuera una cantante extraordinaria como ella. Pero si este espectáculo se hizo célebre fue porque no necesitó una cantante fabulosa, sino una actriz que pudiera estar lista para su primer plano aún para los espectadores de la última fila del superpullman. Glenn Close suplió su falta de caudal vocal con esa intensidad dramática de los monstruos sagrados del escenario, y le dio al mundo su enésima diva por antonomasia. Una diva que por cierto ya existía pero que era una sombra en movimiento, o una fotografía de esa sombra. Cuando “Sunset Blvd.” se traslada a Broadway Faye Dunaway comenzó a ensayar la pieza pero fue despedida por no llegar a la intensidad dramática de Glenn Close, razón para que Lloyd Webber fuera sujeto de otra querella y comenzara el camino de la debacle financiera de este espectáculo: costosísimo, y aún con récord de entradas vendidas en Broadway, “Sunset Blvd.” fue un fracaso comercial y obligó a sus hacedores a bajarlo de la sala neoyorkina en 1997. Como le sucedía a Norma cada vez que se apagaba el proyector, se corrió el riesgo de que “Sunset Blvd.” quedara oculto en los pliegues de la memoria hasta que algún memorioso lo rescatara del olvido. Pero veinte años después de la caída del telón fue la misma Glenn Close quien se puso al frente de un nuevo elenco tanto en Londres como en la Gran Manzana, y, con una producción mucho más austera, volvió a sacudirle el polvo a las alfombras de la mansión en el 10.086 de Sunset Boulevard y a darle rienda suelta a toda su loca tristeza para no rendirse. No sé cuántos argentinos habrán viajado para verla, otros son los tiempos y nuestras costumbres.
“Sunset Blvd.” cuenta una historia de amor y de muerte. La historia de amor está focalizada en Norma Desmond, una mujer que entre los 16 y los 30 fue la razón por la cual algún jeque árabe se ahorcara con sus medias de seda. Norma está locamente enamorada de su imagen y, cuando el cine dejó de ser mudo y el sonido empezó a dejar atrás esos rostros de máscara pasmosa que ocupaban la totalidad de la pantalla en las salas del mundo, Norma no supo qué hacer con el magnetismo de sus ojos, un magnetismo que solamente atrajo a los espíritus del olvido. Sola en su gran mansión en las colinas de Hollywood, engañada por su fiel sirviente Max (no digamos quién es Max, que es justamente la mayor sorpresa de esta historia, no por sorpresiva sino por poética) y por unas cartas que alentaban su regreso imposible, a Norma sólo le queda esperar la muerte, una muerte para la que no está preparada y a la cual no se resigna, la que enciende las luces de la sala y borra para siempre la huella espectral de un haz en la oscuridad. Billy Wilder, Charles Brackett y D. M. Marshman Jr. escribieron a seis manos esta historia, y le inventaron un tinieblo que la narra desde su condición de muerto, un partiquino que no protagoniza la tragedia sino que la pone en marcha. En “Sunset Blvd.”, la película, el verdadero amante de Norma es el proyector de cine, el único que le devuelve la lozanía y le permite habitar un eterno presente. En 1950, cuando el cine empezaba a envejecer y la televisión amenazaba con devolverle su condición de atracción de feria, la crudeza de la historia, la aspereza de las relaciones entre los personajes, la nihilista desesperanza de la inmediata posguerra y la franqueza de las auténticas estrellas del cine mudo (no sólo Gloria Swanson y Erich von Stroheim cubren roles basados en sus propias experiencias, sino que Cecil B. de Mille y Buster Keaton dan cuenta de sus viejas glorias y de sus actuales desilusiones) convirtieron a la película no solo en la tenebrosa obra maestra sobre el ocaso de una vida, sino que también en la referencia ineludible para comprender un arte que empezaba a desencarnarse de su cuerpo. Andrew Lloyd Webber, como hizo con Jesús, Evita y el Fantasma, tomó el melodrama latente en sus anécdotas y transformó “Sunset Blvd.” en un espectáculo con ínfulas de ópera donde Norma está claramente desquiciada y Joe Gillis es el infausto protagonista. Tanto en las versiones que vi en el West End como en Broadway, la maquinaria escenográfica se tragaba el conflicto y Norma (excepto al final, copiado escrupulosamente de la película) era el dios menor al cual rezarle una plegaria. Betty Buckley desnudaba, con su maravillosa voz, la principal falencia de la pieza de Lloyd Webber, Christopher Hampton y Don Black: inundada de música, “Sunset Blvd.” demandaba silencio. Glenn Close merecería figurar como autora de este espectáculo. Fue ella quien le dio el aura de clásico, y su actuación antológica posibilitó instalar la franquicia en el resto del globo.
Hubo intentos para que “Sunset Blvd.” se exhibiera en Buenos Aires hacia fines de los años ’90. Se comentó que Ginamaría Hidalgo y Susana Rinaldi sonaban como las más cercanas para interpretar a Norma Desmond (no sé si darle fe a esos recuerdos leídos en la contratapa de algún matutino), pero el intento no llegó a puerto, ni bueno ni malo. Probablemente la franquicia pidiera esa espectacularidad que nuestros teatros no estaban en condiciones de montar: no sólo había que dar la ilusión de ver flotar a un muerto en una piscina llena desde abajo del agua, sino que debía emerger una mansión desde algún sitio del escenario. Y si llega hoy al Maipo probablemente se deba a que el éxito de la versión “de cámara” del año pasado reflotó el interés por el negocio. La versión local de “Sunset Blvd.” es parte de ese negocio, por supuesto, pero suceden otras cosas. Convengamos que nuestra SUNSET BLVD., en términos de magnificencia, es de una modestia apabullante. La misma escenografía central (una larga escalera y pasarelas que cortan el espacio en planos) sirve para dividir todos los ámbitos en los que se desarrolla la historia y posibilita que el espectador se pueda concentrar en los hechos. Y esta funcionalidad del diseño de Jorge Ferrari permite que uno se deslumbre cuando, en el momento indicado, entre a escena la razón de ser del (melo)drama. Es en el segundo acto cuando esta versión de SUNSET BLVD., a partir de su espacio en el escenario, se transforma en lo que intentó ocultar Lloyd Webber en aquellos años y que debió expresar sin tapujos, porque el formato y el relato se lo demandaban: SUNSET BLVD. es una opereta de tono oscuro que prefiere lo esencial a la expansión, el dinamismo a lo perfecto, lo alumbrado a lo visible, lo profano a lo trascendente. Es mérito de Claudio Tolcachir que la mayor parte del espectáculo fluya sin pausas, como una película; en eso condice con el original cinematográfico, y es el mayor halago que pueda dársele. El resto se adecua al talento propio de los individuos y del colectivo: a la extraordinaria funcionalidad de la escenografía de Ferrari hay que sumar el espesor de la luz de Mariano Demaría sobre la imagen de Norma Desmond, la cohesión orquestal de Gaspar Scabuzzo bajo la dirección musical de Gerardo Gardelín, los figurines animados de Renata Schussheim -tan artificiales que resultan endiabladamente verosímiles-, la precisión emotiva de Carla del Huerto como Betty Schaeffer, la competencia de Mariano Chiesa como Joe Gillis y la lírica debacle de Rodolfo Valss en el rol de Max von Mayerling. Valeria Lynch logra imponerse como la única Norma Desmond posible en este país no sólo porque canta como nunca, sino porque, como actriz, tiene esas pausas, esos instantes que la recortan de la oscuridad y la transfiguran en ícono de inaudita presencia. Y sin embargo todo eso no es el alma del espectáculo. El alma del espectáculo son Elizabeth de Chapeaurouge y el ensamble de actores, cantantes y bailarines. 
En el mundo hay muchos teatros importantes por su espacio y por la importancia de su programación. Si hablamos de Buenos Aires y su historia del espectáculo hay que hablar necesariamente de tres salas: el Colón, el San Martín, y el Maipo. El Maipo es el Maipo, la catedral de la revista porteña, el hogar de los fantasmas de las dos Nélidas, Roca y Lobato, el corazón mismo del Centro. Lo que en principio parecía un error es la principal virtud de este espectáculo, su más fuerte apuesta de producción: luego de verla, SUNSET BLVD. no podría pensarse en otro espacio escénico que no fuera el del Maipo. La historia del Maipo contiene la historia de Norma Desmond. Sus exiguas 754 butacas (exiguas para las dimensiones de las salas donde se presenta esta pieza en el resto del planeta) se transforman en multitud cuando la sala está llena, cuando el público, ahí en la oscuridad, solo tiene un abigarrado conjunto de ojos para sus ídolos. Eso era el cine: ojos. Y en el Maipo, además, hay corazones en los ojos, como en los demás teatros. Sentado en la platea, en un palco inhabilitado allá arriba, veo que descansa un proyector de 35 milímetros que apunta al escenario y que no forma parte del espectáculo. ¿Perteneció al Maipo? ¿Antes de que lo descartaran el Maipo le dio cobijo? No es tan importante eso, aunque sí es importante el gesto. ¿Qué proyecta un proyector más que imágenes de individuos o de conjuntos de individuos o de ilusiones de geografías o sitios legendarios que serán verdaderos en la imaginación social? Por eso el Maipo, que hizo célebres las figuras que bajaban por las escaleras de sus escenografías, es el único set posible para darle sustento y sustrato a la imagen cuadrada de las películas de la Paramount. Un set donde transitan y se mezclan y se chocan y en la ficción se erigen y se deshacen actores, cantantes y bailarines que aprovechan los escasos centímetros cuadrados que les da el escenario para ser un movimiento, una mueca, un susurro, un indicio, de que por allí pasó un alma y se consumió en el latido de la oscuridad.

SUNSET BLVD., con música Andrew Lloyd Webber y libro de Christopher Hampton y Don Black, en versión de Fernando Masllorens y Federico González del Pino, y adaptación de canciones de Elio Marchi. Producción: Lino Patalano y Gustavo Yankelevich. Dirección escénica: Claudio Tolcachir. Dirección musical: Gerardo Gardelín. Conducción orquestal: Gaspar Scabuzzo. Diseño de sonido: Gastón Briski. Diseño de escenografía: Jorge Ferrari. Diseño de iluminación: Mariano Demaría. Diseño de vestuario: Renata Schussheim. Intérpretes: Valeria Lynch, Mariano Chiesa, Rodolfo Valss, Carla del Huerto y ensamble (Karina Barda, Belén Cabrera, Menelik Cambiaso, Walter Canella, Cristian Centurión, Mariano Condoluci, Marcelo de Paula, Ana Durañona, Pablo A. García, Jimena González, María Hernández, Facundo Magrane, Laura Montini, Silvina Nieto, Jorge Priano, Irina Ramírez, Emmanuel Robredo Ortiz, Rodrigo Segura, Patricio Witis, Mariano Zito). 150 minutos. Teatro Maipo, Esmeralda 443.

26 de marzo de 2018

Madrigal


OLGA 
(abrazando a sus hermanas)
¡La música es tan alegre que anima, da ganas de vivir! ¡Oh, Dios mío! Pasará el tiempo y nosotras nos iremos para siempre, seremos olvidadas, olvidarán nuestras voces, nuestras caras y cuántas éramos, pero nuestros sufrimientos se transformarán en alegría para aquellos que vivirán después de nosotras; reinará la paz y la dicha en esta tierra, y entonces recordarán con bondad y bendecirán a los que hemos vivido hoy. ¡Hermanas queridas, nuestras vidas no han terminado aún! ¡Vivamos! ¡La música suena tan alegre, tan alentadora que parece que un poquito más y sabremos por qué vivimos, por qué sufrimos…! ¡Si supiéramos, si solamente supiéramos!

Antón Chejov, Tres hermanas, Acto IV


Hace exactamente una semana fui al teatro Colón a ver su trabajo, querido mío. Y me senté por primera vez en un palco alto, en el centro mismo de la sala aunque un poco desplazado hacia la izquierda. Desde allá la visual es perfecta como bien lo sabe; qué placer no perderse detalle de las alternativas del escenario, como tampoco de lo que ocurre en el foso de la orquesta. Ya le dije en su momento que uno no está acostumbrado a esta clase de espectáculos, no como usted, que los crea singularmente, por eso le enuncio mi percepción, porque en mi caso resultó una experiencia de belleza abrumadora. Su puesta de esa obra le resultó maravillosa a mis ojos y a mi espíritu. Aquí va mi primer elogio: jamás me sentí parte de la sala, porque era uno más en el salón de los Prozórov. Y qué cosa extraña decir esto, justo en el teatro Colón, donde uno tiende más a sentirse expulsado que parte del espectáculo, del que ocurre tanto en el escenario como sobre las alfombras de la confitería. Pero sí, estimado, usted logró aunar el bel canto y la bella música al teatro, o les devolvió su lugar, el único concreto que tienen pobrecitos el bel canto y la bella música, creando otra gema en su colección que difícilmente engarce en la corona de espinas del olvido. Esta ópera es una de sus gemas más brillantes, de las que quedarán en las páginas de nuestro teatro para la posteridad, para cuando dentro de doscientos, o trescientos años, alguien quiera saber qué se hacía en ese magnífico edificio descascarado e inerte.
Pero volvamos al espectáculo. Debo confesarle que desconocía por completo al maestro húngaro Eötvös; mi desconocimiento de la música contemporánea es bastante profundo, pero no su apreciación. Cuando escuché algún comentario airado al final de la función, que llegaba desde un palco más allá y decía que la obra era una basura, me pregunté si esa palabra se refería a la acepción para desecho o para la que refiere a querer deshacernos de algo. ¿Podemos decir eso del trabajo de Eötvös, de un hombre que labora incansable con la sonoridad de cada timbre para darnos un todo de armónica subjetividad? Probablemente los que dijeran eso de la música de esta ópera no se sintieran interpelados por la percusión, sobre todo en aquel momento de la primera secuencia en el que, mientras los hombres discuten luego de que Chebutíkin rompiera accidentalmente un reloj, el corazón de Irina late por debajo de sus necedades y el percusionista va quitándole intensidad al tambor a la par de que Irina se recompone para que nada la turbe, nada la espante. ¡Cómo podrían los timbres de dieciséis instrumentos en el foso reforzar las propias sensaciones de los personajes sin el trabajo compacto de una orquesta de cincuenta instrumentos en la copa del bosque detrás de aquella residencia! Tuve la sensación, mi respetado amigo, de que el problema con la captación de la música contemporánea se liga, prestissimo, a la tan chejoviana necesidad de esculpirse en el pasado. Y el pasado, merced a nuestro talante, siempre tiene aspiraciones de melodrama romántico.
Y en manos de Eötvös y Claus Henneberg, este drama de Chejov que tanto parece una comedia se vuelve una reflexión sobre la alteridad del tiempo, sobre quiénes somos nosotros cuando no nos conocemos del todo ni encajamos en los moldes sociales preconcebidos. ¡Qué incómoda pues que es esta obra! ¡Qué incómodo resulta que aguardemos la presencia ideal de los uniformados para que, al llegar, sean apenas una cohorte de agentes mudos carentes de voluntad! ¿Es que se ha incendiado el mundo y no queremos comprenderlo? ¿No basta con ver el rojo alrededor para entender que hasta la madera de los árboles se redujo a cenizas, como lágrimas? Es cierto que esta clase de deconstrucciones son más claras cuando el lenguaje está claramente descompuesto, sin embargo en el caso de su trabajo con esta obra, a diferencia de otras posibles puestas que uno pueda haber observado a través de los medios electrónicos, la alusión a Chejov es tan precisa y tan amorosa que todo cobra otra dimensión. La vocal sostenida por el barón Tusenbach no es manierismo, remite a la constancia monocorde del amor; si la declaración amorosa de Solioni más parece una amenaza se debe a la abstrusa beligerancia del deseo; si Olga no pierde protagonismo y si Natasha se gana el suyo es resultado del lugar que las dos ocupan en la escena, y del rumor de su transcurrir y discurrir por el escenario; y sobre todo cómo la quietud de un personaje, y su silencio, se vuelven vértigo y grito con un solo movimiento: ahí estuvo Andréi todo el tiempo y no nos habíamos dado cuenta. Y todos ellos no son actores, y no dejan de ser en la memoria cada uno de los personajes.
Es que usted, caro maestro, queridísimo amigo, ha compuesto un madrigal con una pared vencida, donde las voces cavilan y fluyen y los sonidos duran mientras se alambran, suspendiendo nuestra credulidad en aquel frondoso bosque trunco donde, como en la campiña rusa de ciertos artistas de la luz, las almas jamás sienten miedo de perderse porque las sostiene el viento. Pensaba cómo decirlo y creo que esa es la síntesis, hallada a través de la ventanilla del ómnibus mientras vuelvo a casa durante una noche de lluvia, tantos días después. Es mi elogio más sentido, mi almita, no sabría cómo decirlo mejor.

TRES HERMANAS, ópera de Péter Eötvös con libreto de Eötvös y Claus Henneberg sobre la pieza teatral de Antón Chejov. Dirección de Escena: Rubén Szuchmacher. Directores Musicales: Christian Schumann y Santiago Santero. Escenografía: Jorge Ferrari. Iluminación: Gonzalo Córdova. Intérpretes: Elvira Hasanagic, Anna Lapskovskaja, Jovita Vaskeviciuté, Luciano Garay, Marisú Pavón, Héctor Guedes, Alejandro Spies, Mario de Salvo, Víctor Castells, Walter Schwarz. Presentada en el Teatro Colón el 13, 16, 18 y 20 de abril de 2018.

19 de marzo de 2018

Las furias

A qué se le puede tener más miedo: a un perro rabioso, a una persona mordida por ese perro, o al pánico de ver que lo que imaginamos sobre el asunto nunca, siquiera, es parecido a nuestra imaginación. Un viejo adagio dice que el miedo no es zonzo, y es cierto. O cómo se domina a los otros si no es aterrándolos, obligándolos a pedir favores al Dios desconocido, haciéndoles morder la polvareda de esa autoridad atravesada como una flecha en el gañote así no sea más que pura alharaca.
A Coleta la mordió el Manchita. La herida en la pantorrilla se le está pudriendo. Se la cauteriza con vino. La lluvia está pudriendo la tierra también, como si la volviera hidrófoba. Uno quizás crea que la rabia, la de los perros, sea puro ardor, los ojos en llamas, y sin embargo ahí, en el litoral, el infierno de la rabia quizás se parezca a la furia que da resbalarse en el barro. Fran la dejó embarazada a Eugenia y es el líder de los misioneros, recién ordenado sacerdote. A Sabrina le da lo mismo el sexo oral que comer dulce de leche con los dedos directo del pote. Y el Mono, a lo mejor por irracional, le convenga más estar colgado de la rama, de la más alta para otear el panorama, pero hay que ver si lo dejan. Hay que llevar la palabra de Dios a esos pueblitos malhadados repletos de niños, pese a que la palabra del Diablo esté a flor de labios, llagándonos la piel, libre como una jauría.
De eso trata LA RABIA, la investigación sobre el espacio de Juan Pablo Galimberti. Pero el espectáculo se propone que el espectador, tan cerca de los tablones pochos del rancho de la Coleta, sea parte de ese olor dulzón, húmedo, helado, epinefrínico, que inunda el ambiente, tan gráficamente similar al horror y que visualmente es mera oscuridad. Galimberti se vale del terror y de su correlato teatral, el grand guignol, para sumergir a quien observa en una experiencia de subversiva visceralidad. Esa inmersión en el asco no es casual ni es gratuita, ya que la pregunta que se formula Galimberti, para la que no tiene más respuesta que exteriorizarla con un grito (y con la extraordinaria labor de Enrique Dumont como esa vieja deshecha por la desidia, tarea que se merece todos los elogios de los que uno disponga), es qué, quién, de qué manera nos domina. Cómo, por qué y para qué es algo tan poco importante de saber como hasta cuándo los nervios soportarán los riesgos de despeñarse indefinidamente en el abismo, único síntoma de alteridad que pareciera tener a mano nuestra idiosincrasia.

LA RABIA - INVESTIGACIÓN DEL ESPACIO, de y dirigida por Juan Pablo Galimberti. Asesoramiento dramatúrgico: Javier Daulte. Producción Ejecutiva: Mariana Morán Benítez. Iluminación: Soledad Ianni. Escenografía: Juan Pablo Galimberti. Música: Nicolás Ferrero. Asistentes de Producción: Carolina Romagnoli, Chany Suárez. Asistente de Dirección: Ariel Vallone. Intérpretes: Enrique Dumont, Valeria Di Toto, Facundo Martín, Franco Moix, Luciana Vitale. Martes, 21 hs. Espacio Callejón, Humahuaca 3759.

21 de enero de 2018

Digamos la verdad


Foto: Shows Argentinos / Marcelo Duarte - Pedro Pacheco
Cuando Willy Russell estrena su musical “Blood brothers” en Liverpool, luego de unos intentos con elencos escolares y mientras iba afinando el texto y la partitura, era 1983. En Inglaterra asumía su segundo mandato Margaret Thatcher quien, tras ganar la guerra de Malvinas y con el país en franca recuperación económica, pondría en juego una serie de medidas de duro impacto en las clases populares (flexibilización laboral y reducción de la incidencia de los sindicatos en la defensa de los trabajadores, por ejemplo) que se irían radicalizando en los siguientes cuatro años de gobierno. En ese período “Blood brothers” llega a Londres por una temporada breve, pero es en 1988 que se queda en el West End por los próximos veinticinco años, siendo el tercer musical en la historia del espectáculo inglés en permanecer tanto tiempo en cartelera. Hasta que bajó en noviembre de 2012 “Blood brothers” tuvo más de diez mil representaciones sumando giras, cambios de elenco, cruces al océano y Dama de Hierro con mando del mismo material.
En 1994 “Hermanos de sangre” se estrena en Buenos Aires, en la sala 2 del teatro Metropolitan. La dirigió Martín Blanco y la protagonizaron Tina Serrano, Gustavo Garzón, Aníbal Silveyra, Iván Espeche, Marzenka Nowak y Andrea Politti. En casa tengo siete programas de mano de ese espectáculo, y el recuerdo de una de las acomodadoras que fruncía el ceño cuando le daba la entrada. ¿No está bien ir muchas veces a ver algo que a uno le gusta mucho? Entonces los musicales argentinos tenían resoluciones escenográficas muy distantes a las de Broadway o el West End, e intérpretes que se esforzaban mucho por cantar y bailar y actuar al mismo tiempo: en algo de todo eso no eran buenos pero superaban la flaqueza a fuerza de oficio en el trabajo. “Hermanos de sangre” no se escapaba de esa tendencia pero había algo que resultaba conmovedor. Algo que resonaba en la memoria que lo hacía sentir muy cercano, como si la historia fuera conocida y entrañable no sólo por su argumento sino por su construcción. Hoy es muy difícil ver en escena a las clases populares de hace cincuenta años, que es aproximadamente el lapso de tiempo en el que se ubica la acción al comienzo de la obra; para hacerlo habría que consumar una suerte de arqueología teatral que no todos las producciones están en condiciones de llevar adelante a veces por cuestiones económicas, otras veces por falta de criterio en la investigación de las formas, y algunas más por desinterés hacia la vida cotidiana en ciertos períodos históricos concretos. En ese sentido “Hermanos de sangre” recuperaba esas formas de la periferia que entonces, aún, se seguían manteniendo vivas en el barrio, así el barrio fuera un suburbio inglés y no una calle del conurbano bonaerense.  
Luego, en 1995, porque costaba más barato viajar a Europa que a Tierra del Fuego, me fui de vacaciones a Londres y en Londres vi tres veces más “Blood brothers” en el Phoenix Theatre, teatro donde se exhibió entre 1991 y 2012. Vi la versión que dirigiera Bob Tomson con el elenco que grabó el disco con las canciones del espectáculo, Stephanie Lawrence, Paul Crosby, Mark Hutchinson, Richard Barnes, Joana Monro y Jacinta Whyte, según parece la versión cuyo elenco más tiempo representó la obra. La puesta no difería en mucho a la vista en Buenos Aires excepto en el acabado técnico, cuestión que me llevó a renegar un poco de nuestra copia hasta que comprendí qué significa el concepto de franquicia y que la creatividad pasa por otro sitio, sobre todo si de teatro hablamos. Y otra vez me atrapó la historia, la que se cuenta allí y también la histórica, y comencé a escuchar los ecos del escenario en lo que tenía alrededor, tanto en Londres como en Buenos Aires. Entonces en Londres, según me contaron, había un veinticinco por ciento de desocupación encubierto, y yo a comienzos de 1997 perdí el trabajo. Mickey Johnstone pierde el trabajo y se mete en los líos a los que lo lleva su hermano Sammy no solamente porque fuera un pibe poco alumbrado; había algo en las largas filas de desocupados buscando trabajo que no tenía que ver con la luz natural de cada uno. Eso se palpaba en la calle, porque la oscuridad tiene otra clase de superficie si uno la toca con las palmas de las manos bien abiertas cuando todavía no se hizo de noche.
“Hermanos de sangre” tiene un Narrador que, como los narradores del gran bardo inglés, nos rima los hechos que habrán de suceder con la distancia de la muerte. Así es como el Narrador nos presenta a la Señora Johnstone, una mujer de clase baja que una vez conoció a un muchacho que comparó su belleza con la de Marilyn Monroe. Así es como la deja embarazada, se casan, tienen otros hijos más y, cuando encuentra otra Marilyn por ahí, la abandona para siempre embarazada de mellizos, con deudas y sin trabajo. La Señora Johnstone es muy empeñosa y consigue una changa limpiando la casa de la Señora Lyons, una mujer adinerada que parece ser una muy buena patrona. La Señora Johnstone está a gusto trabajando para ella y hasta la toma como confidente cuando le cuenta que los servicios sociales le van a sacar a sus hijos si no los mantiene como corresponde (¿cómo corresponde mantener a los hijos?, me pregunté, recordando esta pieza, cuando vi “Ladybird, Ladybird” de Ken Loach, cuyo contexto hoy es mucho más sórdido). Para colmo esta vez la Señora Johnstone está embarazada de mellizos. La Señora Lyons no puede tener hijos aunque lo intentaron con el Señor Lyons y entonces, iluminada, le pide que le de uno de esos mellizos que habrán de nacer en cinco meses, que ella podría fingir el embarazo mientras tanto porque su marido está trabajando afuera y no volverá en todo ese tiempo. A la Señora Johnstone le espanta la idea pero cuando se llevan sus muebles por falta de pago, y la amenaza de quitarle a los chicos se vuelve cada vez más aciaga, accede a darle uno a la Señora Lyons con la condición de poder verlo cuando cada día vaya a trabajar. El demonio ya metió la cola, claro. Nada de eso pasará. La Señora Lyons echa a la Señora Johnstone de su puesto porque después del parto está limpiando mal y la Señora Johnstone amenaza con llevarse a su hijo porque es suyo, pero la Señora Lyons sabe cuándo pegar el rugido: le pregunta a la Señora Johnstone si no conoce la historia de los hermanos separados al nacer, si no está enterada de que si los hermanos se enteran de la presencia del otro automáticamente caerán muertos, como fulminados por el destino. La Señora Johnstone no tiene otro consuelo que la superstición para seguir adelante. Y así los hermanos Mickey Johnstone y Eddie Lyons crecen ignorando que lo son, y la señora Johnstone fuerza sin querer al destino fomentando la amistad entre los dos así los separara la distancia. Mickey y Eddie se quieren entrañablemente pero al destino no se lo engaña, porque depende el color de la luz que bañe el escenario, el destino es el demonio. El demonio siempre te sigue los pasos. Willy Russell, quien hizo del choque de clases el núcleo de sus historias, dijo que “Blood brothers” surgió del recuerdo de una película, una novelita, un radioteatro que él viera, leyera o escuchara cuando era un chico, de la impresión indeleble que esa historia le causara. Claro, no hay nada más horroroso que te arranquen de tu casa por causas que no son tuyas, y no hay nada más hermoso que reconocer a tu familia cuando tu familia no importa qué sangre tenga. Ver eso en un escenario actuado, bailado y cantado, a mí también me causó una muy honda impresión. Que Mickey diga que todos parecen muertos porque no hay nadie con quien jugar; que Eddie se pregunte casi con desesperación si se animaría a decirle a Linda que la ama si fuera él, si fuera Mickey; que el Narrador señale el día concreto en que volverá a aparecer el Hombre de la Bolsa a llevarse a los niños, o que la Señora Johnstone crea que irse de aquel barrio le dará un día feliz, son ideas que en determinado momento de tu historia diluyen su literalidad y te enfrentan a la profunda grieta que te abre el destino, sobre todo si estás lejos, sobre todo si no hay respuestas alrededor, sobre todo cuando los cuentos van perdiendo su encanto.
Un cuarto de siglo después vuelvo a ver HERMANOS DE SANGRE en Buenos Aires. Cuántas cosas pasaron aquí y allá en todo este tiempo. Cuántos años han pasado también para mí mismo como para enfrentarme a un espectáculo que se transformó en una constante de mi propio trabajo. Fui al teatro Del Globo con la certeza del tiempo transcurrido, con el desencanto de no tener las mismas quimeras, con los cambios que siguen borrando la traza de nuestra idiosincrasia, y con la nostalgia de lo que quedó difuso en el recuerdo. ¿Sería el mismo expectante y solitario Eddie de Aníbal Silveyra y Mark Hutchinson el que nos ofreciera Gonzalo Almada? ¿El Mickey de Mariano Taccagni se sorbería los mocos como el Mickey de Gustavo Garzón y Paul Crosby? ¿Podría infundirme el mismo temor el Narrador de Alejandro Vázquez que aquel que me infundieran Iván Espeche o Richard Barnes? ¿Podría la Señora Lyons de Magalí Sánchez Alleno ser más humana que las de Marzenka Nowak y Joana Monro? ¿Me enamoraría de la Linda de Laura Montini como me enamoré de la Linda machona de Andrea Politti o me daría ternura como la Linda de Jacinta Whyte? ¿Y Julia Zenko encontraría el equilibrio entre la arrabalera Señora Johnstone de Tina Serrano y la abnegada y corta Señora Johnstone de Stephanie Lawrence? Eran preguntas espantosas para hacerse porque qué podés comparar en el teatro, si nada de lo que ocurre en el teatro puede volver a ocurrir. Esas preguntas espantosas no refieren al espectáculo propiamente dicho, remiten directamente a la propia subjetividad del espectador. Por lo visto y por lo expuesto, yo no puedo ser objetivo con HERMANOS DE SANGRE.
HERMANOS DE SANGRE es un espectáculo maravilloso.
Alejandro Ibarra y Mariano Taccagni quizás no corrieron con la obligación de la franquicia porque, por ejemplo, la escenografía de esta puesta es totalmente distinta a las que yo viera en 1994 y 1995. El concepto de René Diviú de formas corpóreas y fondo proyectado (ese de borrar el prejuicio que existe entre el cartón pintado y las nuevas tecnologías), el complemento de las luces del citado Ibarra con un espesor dramático infrecuente (baste ver el invierno de aquella desventura para entender esa valoración de espesor dramático), y del vestuario de Celeste Bulfoni (la ropa es intemporal pero tiene botones grandes que obligan a una acción que ya ni siquiera pensamos, porque quién pierde tiempo en abrochar botones existiendo el velcro o el cierre relámpago), se adecuan perfectamente a la propuesta: no solamente todo es funcional al escenario del teatro Del Globo sino que difumina las marcas del tiempo como Willy Russell le pide al espectador borrar los espacios entre el folletín más rancio y la brillantez del musical. Esta historia no es nuestro presente aunque sí sucede cuando la vemos, mal que le pese a la Señora Johnstone cuando asegura que esto no ocurrió, que es tan solo un sueño. En esta sensación colabora la reducida presencia de la banda conducida por Damián Mahler: el sonido a cuerdas y percusión (piano, guitarras, bajo y batería) tensa el tiempo y golpea las muescas del relato sin volverlo lírico ni falsamente modesto, porque este cuento no necesita ser prístino para fulgurar. Y en cuanto a los personajes uno puede ahora sumar a lo conocido aquellas aristas que la marcación de los directores o la propia memoria dejaron sin relieve en su momento: el peso de la Historia es indudable en cada personaje, con mayor convicción en la ríspida conversión del Mickey de Mariano Taccagni y en la ensombrecida composición de la Señora Lyons de Magalí Sánchez Alleno. Gonzalo Almada no necesita ser gracioso para ofrecer un Eddie vulnerable, ya que basta conque cante para desarmar la coraza. La Linda de Laura Montini se permite jugar el tránsito entre niña con garbo y mujer desconsolada sin perder el tono y sin defenderse con canciones propias. El Narrador de Alejandro Vázquez es todo lo ominoso que uno podría desear y todo lo contemporáneo que uno no quisiera ver. Y en esta versión de HERMANOS DE SANGRE hay algo notable que valdría la pena observar con atención: en el trabajo vocal hay épocas. No quiero decir con esto que la Señora Johnstone envejece y los chicos se vuelven grandes, no. Hay épocas, momentos, estilos, que en la voz de Julia Zenko se convierten en signos que ordenan el espectáculo por los exactos rieles del melodrama. Julia Zenko es el motor que exige el texto de Russell y a la vez, con la empatía de su registro, logra darle algo a su personaje que ni Tina Serrano ni Stephanie Lawrence me habían provocado, con todo lo que de inolvidables me resultan: puede tener momentos felices y expresarlos con la voz puesta en los ojos (hay otro mérito en eso, en absoluto menor, que refiere al trabajo de adaptación de Marcelo Kotliar; en esta versión de HERMANOS DE SANGRE las palabras son verosímiles, transmiten esa verdad tan difícil de encontrar en textos que por su origen se alejan sin remedio de nosotros). Porque a decir verdad entonces y ahora, siempre, habrá momentos felices para que cante el corazón y despierte la conciencia cuando los tiempos no sean propicios, ni para nosotros ni para la gloriosa Marilyn Monroe.

HERMANOS DE SANGRE (Blood brothers), musical de Willy Russell con adaptación de Marcelo Kotliar, producción de Gonzalo Almada y dirección de Alejandro Ibarra y Mariano Taccagni. Escenografía: René Diviú. Vestuario: Cecilia Bulfoni. Iluminación: Alejandro Ibarra. Dirección Musical: Damián Mahler. Intérpretes: Julia Zenko, Mariano Taccagni, Gonzalo Almada, Alejandro Vázquez, Magalí Sánchez Alleno, Laura Montini. 150 minutos, con intervalo. Teatro Del Globo, Marcelo T. de Alvear 1155. Funciones viernes y sábados a las 21, domingos a las 20.30.