4 de julio de 2017

Al final del arco iris


Todo sueño entraña su propia pesadilla, como si el sueño fuera el Dios y la pesadilla un diablito caído. A lo mejor las pesadillas son más interesantes que los sueños, porque las pesadillas no son graciosas ni placenteras y nos enfrentan a todos los miedos conocidos o por conocer. Las pesadillas nos dan miedo justamente porque no sabemos qué nos están contando, desde dónde lo cuentan. ¿Por qué las pesadillas se alejan de la realidad? ¿Es que vienen desde otro mundo, o desde otro tiempo? ¿Existió verdaderamente un tiempo legendario en el que las cosas eran mágicas y los hombres y las bestias no se ocultaban los unos de los otros? ¿Quién empezó a ocultar a las bestias de nuestra vida diaria, o mejor dicho, quién empezó a nombrarlas? Las leyendas empiezan a darles nombres a las bestias para hacerlas más amables, más cercanas, menos terroríficas. La bestia que sueña Andreas es Krampus, una suerte de minotauro que guarda a los niños malos en una bolsa para las fiestas de Navidad, si es que una dulce niña no lo domestica y lo devuelve a su encierro. Nada más alejado de la vida cotidiana que un monstruo alpino, aunque nunca se sabe de dónde uno es, si de donde nació o si del sitio que observa y constata en la vigilia, o del sitio que sueña si es que puede dormir, si es que los sueños lo dejan tranquilo.
ALPTRAUM le permite a Ana Piterbarg elaborar una fantasmagoría que se aleja del terror y se sumerge en lo fantástico. Lo que diferencia a un género del otro es la luz. El género fantástico raramente está del todo iluminado, es muy difícil que nos revele todas sus muecas, es más proclive a que busquemos nuestra propia opinión al respecto. Y no es que ALPTRAUM nos oculte información (todo lo que tenemos que saber está ahí, dicho o sugerido) sino que la camufla entre las sombras para hacerla aparecer cuando no estamos alerta. Eso que nos angustiaba (o por qué no, nos divertía) cuando niños, el descubrir la verdad, tiene su correlato en esta película en un encuadre cerrado aunque incompleto, en el montaje a filo pero delicuescente, y en esa ominosa fotografía en blanco y negro que sin embargo es su carta de gloria. Porque si ALPTRAUM se transforma en la obra valiosa que es, es porque trabaja su anécdota con los matices que brinda la amplísima gama del gris, el único color capaz de darle profundidad a lo plano en aquel ángulo impreciso. No es casual que a lo largo del metraje de la película veamos una Buenos Aires desusada. Para quienes crecimos en los treinta años finales del siglo XX la imagen de Buenos Aires es la imagen de una infancia cuyos colores se han desvaído o el tiempo los ha vuelto monocromos. También resulta bastante complicado recordar los colores precisos, y por eso el blanco y negro además es un ejercicio de memoria, que le da mayor espesor a las paredes del laberinto y más luz, si no color, al final del arco iris.

ALPTRAUM (Argentina, 2017), dirigida por Ana Piterbarg, con Germán Rodríguez, Bárbara Togander, Florencia Sacchi, Martín Yeyati. 85 minutos.

1 comentario:

  1. Super interesante. Me encanta la crítica. ¡La agendo ya! Anita siempre genial
    Gracias Carlos

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