8 de julio de 2019

El alma que canta



Don Mario tiene el departamento hecho un estropicio y quizás porque las pulgas le muerden el cuello, acepta el teléfono de la señora que le recomiendan Rolo y Cristina para que vaya a limpiarle la casa una vez a la semana. No más que una vez a la semana, no necesita tanto arreglo la casa, que le sirva de ayuda la señora, y con eso tira. Con decir que se inventó dos banquetas echas con diarios viejos atados con hilo sisal para cuando van los amigos a tomar el vermut y que de seguro juntan bichos, para que el panorama quede bien claro: don Mario es un hombre que vive solo. Vive solo, y está solo, porque enviudó hace mucho y Manuel, el hijo, se fue a vivir lejos. Así es como Azucena, la señora que limpia en casa de Alicia, la pariente de Rolo y Cristina, viaja desde la otra punta del oeste hasta La Paternal para dejarle hecho un chiche el departamento a don Mario. Claro, por la forma en que Azucena lo mira, el departamento igualmente es un chiche abollado, pero se hace lo que se puede. Es muy linda Azucena; tiene esa mirada escondida detrás de los ojos que quizás la hagan parecer hosca, pero no, no está escondida en ninguna parte. A lo mejor está triste y no es otra cosa más que eso. Es la vida, así de clarito lo dice Azucena en un momento determinado. Es la vida. Aunque cómo es la vida. Cómo es la vida en cierto momento en el que tanto cuesta recular en chancletas para esperar hasta el martes.
Son aquellas pequeñas cosas, esas que van de lo cursi a lo sublime, las que habremos de recordar cuando haya que vaciar la estantería. Desbrozado de banalidades el recuerdo queda suspendido en un lecho de canciones, que para algunos serán esas canciones profundas con letras comprometidas y melodías elaboradas que marcaron una época y que en esta nadie recuerda, o aquellas otras que hacen el ridículo hasta desgarrarse, pero cuyos temas derivados de la pasión de amor, del no amor, del amorcito, permanecen indelebles en el espíritu como el placer y la culpa. Don Mario y Azucena, pues, coinciden en algo: a los dos les gusta aquella música popular que denostaba una buena parte de la sociedad, y que la otra parte consumía como la vida verdadera. Don Mario y Azucena no necesitaron de la posmodernidad para valorar esas letras que dicen me canso de ser en tu vida solamente una amante, porque no importaba la letra cuando ellos eran jóvenes, importaba que así fuera la vida. Es la vida, sí, cómo no va a ser la vida. Esas eran canciones que reflejaban el modelo último orejón del tarro, que indicaban que no había que pisarle la cola a aquel bicho que no conocieras, que sarna con gusto, no pica. Y que a amor y fortuna, resistencia ninguna, porque amor pobre y leña verde arden cuando hay ocasión. En la época de esas canciones, justamente, el amor escaseaba. Acá, allá y en todas partes. 
HASTA EL MARTES habla de esta época. Y de la que vivimos ahora, que también es la nuestra aunque no la sintamos parte de nosotros. Mejor dicho, lo dice entre líneas, a través de las voces de Leonardo Favio o de Ángela Carrasco, de los cantantes de una banda tributo, o de un locutor de una radio barrial que se escucha apenas en unas manzanas a la redonda. Es una pieza que no se oculta pero que no se revela hasta el final, que no es complaciente aunque verla sea tan reconfortante, que hace universal lo íntimo, que se resiste a morir porque la sostiene la memoria. Y que se olvida de la realidad porque también son reales los sueños que uno sueña con un coñac encima o con una canción agazapada en la garganta. Y luego de verla, uno no puede más que imaginarse que Azucena y don Mario están vivos, que Azucena y don Mario son Karina Antonelli y Mauricio Minetti, esa mujer que viaja en tren desde Moreno y ese hombre que atiende el service de electrodomésticos de allá a la vuelta, personajes fruto de la observación aguda del gesto mínimo y de la palabra exacta, y que Verónica McLoughlin conoce no por ser contemporánea a ellos sino porque, seguramente, tiene un alma como la suya. Porque el alma de sus textos comprende el sufrimiento y, sin decir nada aunque lo dice todo con su mirada, anima la vida de la gente.

HASTA EL MARTES. Escrita y dirigida por Verónica McLoughlin. Escenografía: Emiliano Pandelo. Vestuario: Luciana Monteleone. Sonido: Nicolás Diab. Iluminación: Lucas Orchessi. Fotografía: Lina Etchesuri. Asistencia de dirección y producción: Felicitas Oliden. Intérpretes: Karina Antonelli, Mauricio Minetti. 70 minutos. Domingos a las 17 en Vera Vera, Vera 108.

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