Cuando se estrenó “Sunset Blvd.” el 12 de julio de 1993 en el teatro Adelphi del West End, faltaban dos años para que se cumplieran cien de la primera proyección cinematográfica; hacía diez que se había muerto Gloria Swanson, doce que William Holden ya no estaba entre nosotros, y treinta y seis que Erich von Stroheim había partido para siempre; y habían pasado cuarenta y dos años, once meses y veintinueve días más desde el estreno de la película que inmortalizaría el nombre de Norma Desmond, un personaje inventado pero que, de tan bien construido, se transformaría en heterónimo de la historia del primer Hollywood, ese del cine mudo. Eran otras épocas. En la Argentina viajábamos mucho. Algunos terminaban el trabajo el viernes, se iban a Ezeiza en remis, tomaban un vuelo que los dejaba en Nueva York, Los Ángeles o Londres unas horas después, veían el sábado algún musical recién estrenado y se volvían el domingo con el Time Out o la Playbill bajo el brazo programando la próxima función, a lo mejor la semana entrante. Muchos entonces vimos “Sunset Blvd.”; en mi caso particular, la vi en el teatro Adelphi a la ida, y a la vuelta, en el Minskoff de Broadway. Las vi a Betty Buckley y a Glenn Close interpretar a Norma Desmond. A Gloria Swanson, la Norma Desmond que no necesitaba cantar para execrar sus demonios a través de los ojos, la había visto por primera vez a fines de los ’80 en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, en una copia que sostuvo un agujero en el centro mismo de la imagen desde el principio hasta el final y que, cuando Norma entierra al mono en el jardín y le pone precio a la salvación de Joe Gillis, ya ni siquiera se veía. Norma Desmond era más grande que el cine y sus proyecciones defectuosas. Era más grande que esa película enorme.
Entonces no estaba enterado que Patti LuPone, la Norma Desmond original del espectáculo de Andrew Lloyd Webber, aún mantenía una agria disputa legal por no haber estrenado la pieza en Los Ángeles, su primera plaza americana. Patti LuPone ponía en tela de juicio que una actriz como Glenn Close pudiera interpretar a Norma, probablemente porque no fuera una cantante extraordinaria como ella. Pero si este espectáculo se hizo célebre fue porque no necesitó una cantante fabulosa, sino una actriz que pudiera estar lista para su primer plano aún para los espectadores de la última fila del superpullman. Glenn Close suplió su falta de caudal vocal con esa intensidad dramática de los monstruos sagrados del escenario, y le dio al mundo su enésima diva por antonomasia. Una diva que por cierto ya existía pero que era una sombra en movimiento, o una fotografía de esa sombra. Cuando “Sunset Blvd.” se traslada a Broadway Faye Dunaway comenzó a ensayar la pieza pero fue despedida por no llegar a la intensidad dramática de Glenn Close, razón para que Lloyd Webber fuera sujeto de otra querella y comenzara el camino de la debacle financiera de este espectáculo: costosísimo, y aún con récord de entradas vendidas en Broadway, “Sunset Blvd.” fue un fracaso comercial y obligó a sus hacedores a bajarlo de la sala neoyorkina en 1997. Como le sucedía a Norma cada vez que se apagaba el proyector, se corrió el riesgo de que “Sunset Blvd.” quedara oculto en los pliegues de la memoria hasta que algún memorioso lo rescatara del olvido. Pero veinte años después de la caída del telón fue la misma Glenn Close quien se puso al frente de un nuevo elenco tanto en Londres como en la Gran Manzana, y, con una producción mucho más austera, volvió a sacudirle el polvo a las alfombras de la mansión en el 10.086 de Sunset Boulevard y a darle rienda suelta a toda su loca tristeza para no rendirse. No sé cuántos argentinos habrán viajado para verla, otros son los tiempos y nuestras costumbres.
“Sunset Blvd.” cuenta una historia de amor y de muerte. La historia de amor está focalizada en Norma Desmond, una mujer que entre los 16 y los 30 fue la razón por la cual algún jeque árabe se ahorcara con sus medias de seda. Norma está locamente enamorada de su imagen y, cuando el cine dejó de ser mudo y el sonido empezó a dejar atrás esos rostros de máscara pasmosa que ocupaban la totalidad de la pantalla en las salas del mundo, Norma no supo qué hacer con el magnetismo de sus ojos, un magnetismo que solamente atrajo a los espíritus del olvido. Sola en su gran mansión en las colinas de Hollywood, engañada por su fiel sirviente Max (no digamos quién es Max, que es justamente la mayor sorpresa de esta historia, no por sorpresiva sino por poética) y por unas cartas que alentaban su regreso imposible, a Norma sólo le queda esperar la muerte, una muerte para la que no está preparada y a la cual no se resigna, la que enciende las luces de la sala y borra para siempre la huella espectral de un haz en la oscuridad. Billy Wilder, Charles Brackett y D. M. Marshman Jr. escribieron a seis manos esta historia, y le inventaron un tinieblo que la narra desde su condición de muerto, un partiquino que no protagoniza la tragedia sino que la pone en marcha. En “Sunset Blvd.”, la película, el verdadero amante de Norma es el proyector de cine, el único que le devuelve la lozanía y le permite habitar un eterno presente. En 1950, cuando el cine empezaba a envejecer y la televisión amenazaba con devolverle su condición de atracción de feria, la crudeza de la historia, la aspereza de las relaciones entre los personajes, la nihilista desesperanza de la inmediata posguerra y la franqueza de las auténticas estrellas del cine mudo (no sólo Gloria Swanson y Erich von Stroheim cubren roles basados en sus propias experiencias, sino que Cecil B. de Mille y Buster Keaton dan cuenta de sus viejas glorias y de sus actuales desilusiones) convirtieron a la película no solo en la tenebrosa obra maestra sobre el ocaso de una vida, sino que también en la referencia ineludible para comprender un arte que empezaba a desencarnarse de su cuerpo. Andrew Lloyd Webber, como hizo con Jesús, Evita y el Fantasma, tomó el melodrama latente en sus anécdotas y transformó “Sunset Blvd.” en un espectáculo con ínfulas de ópera donde Norma está claramente desquiciada y Joe Gillis es el infausto protagonista. Tanto en las versiones que vi en el West End como en Broadway, la maquinaria escenográfica se tragaba el conflicto y Norma (excepto al final, copiado escrupulosamente de la película) era el dios menor al cual rezarle una plegaria. Betty Buckley desnudaba, con su maravillosa voz, la principal falencia de la pieza de Lloyd Webber, Christopher Hampton y Don Black: inundada de música, “Sunset Blvd.” demandaba silencio. Glenn Close merecería figurar como autora de este espectáculo. Fue ella quien le dio el aura de clásico, y su actuación antológica posibilitó instalar la franquicia en el resto del globo.
Hubo intentos para que “Sunset Blvd.” se exhibiera en Buenos Aires hacia fines de los años ’90. Se comentó que Ginamaría Hidalgo y Susana Rinaldi sonaban como las más cercanas para interpretar a Norma Desmond (no sé si darle fe a esos recuerdos leídos en la contratapa de algún matutino), pero el intento no llegó a puerto, ni bueno ni malo. Probablemente la franquicia pidiera esa espectacularidad que nuestros teatros no estaban en condiciones de montar: no sólo había que dar la ilusión de ver flotar a un muerto en una piscina llena desde abajo del agua, sino que debía emerger una mansión desde algún sitio del escenario. Y si llega hoy al Maipo probablemente se deba a que el éxito de la versión “de cámara” del año pasado reflotó el interés por el negocio. La versión local de “Sunset Blvd.” es parte de ese negocio, por supuesto, pero suceden otras cosas. Convengamos que nuestra SUNSET BLVD., en términos de magnificencia, es de una modestia apabullante. La misma escenografía central (una larga escalera y pasarelas que cortan el espacio en planos) sirve para dividir todos los ámbitos en los que se desarrolla la historia y posibilita que el espectador se pueda concentrar en los hechos. Y esta funcionalidad del diseño de Jorge Ferrari permite que uno se deslumbre cuando, en el momento indicado, entre a escena la razón de ser del (melo)drama. Es en el segundo acto cuando esta versión de SUNSET BLVD., a partir de su espacio en el escenario, se transforma en lo que intentó ocultar Lloyd Webber en aquellos años y que debió expresar sin tapujos, porque el formato y el relato se lo demandaban: SUNSET BLVD. es una opereta de tono oscuro que prefiere lo esencial a la expansión, el dinamismo a lo perfecto, lo alumbrado a lo visible, lo profano a lo trascendente. Es mérito de Claudio Tolcachir que la mayor parte del espectáculo fluya sin pausas, como una película; en eso condice con el original cinematográfico, y es el mayor halago que pueda dársele. El resto se adecua al talento propio de los individuos y del colectivo: a la extraordinaria funcionalidad de la escenografía de Ferrari hay que sumar el espesor de la luz de Mariano Demaría sobre la imagen de Norma Desmond, la cohesión orquestal de Gaspar Scabuzzo bajo la dirección musical de Gerardo Gardelín, los figurines animados de Renata Schussheim -tan artificiales que resultan endiabladamente verosímiles-, la precisión emotiva de Carla del Huerto como Betty Schaeffer, la competencia de Mariano Chiesa como Joe Gillis y la lírica debacle de Rodolfo Valss en el rol de Max von Mayerling. Valeria Lynch logra imponerse como la única Norma Desmond posible en este país no sólo porque canta como nunca, sino porque, como actriz, tiene esas pausas, esos instantes que la recortan de la oscuridad y la transfiguran en ícono de inaudita presencia. Y sin embargo todo eso no es el alma del espectáculo. El alma del espectáculo son Elizabeth de Chapeaurouge y el ensamble de actores, cantantes y bailarines.
En el mundo hay muchos teatros importantes por su espacio y por la importancia de su programación. Si hablamos de Buenos Aires y su historia del espectáculo hay que hablar necesariamente de tres salas: el Colón, el San Martín, y el Maipo. El Maipo es el Maipo, la catedral de la revista porteña, el hogar de los fantasmas de las dos Nélidas, Roca y Lobato, el corazón mismo del Centro. Lo que en principio parecía un error es la principal virtud de este espectáculo, su más fuerte apuesta de producción: luego de verla, SUNSET BLVD. no podría pensarse en otro espacio escénico que no fuera el del Maipo. La historia del Maipo contiene la historia de Norma Desmond. Sus exiguas 754 butacas (exiguas para las dimensiones de las salas donde se presenta esta pieza en el resto del planeta) se transforman en multitud cuando la sala está llena, cuando el público, ahí en la oscuridad, solo tiene un abigarrado conjunto de ojos para sus ídolos. Eso era el cine: ojos. Y en el Maipo, además, hay corazones en los ojos, como en los demás teatros. Sentado en la platea, en un palco inhabilitado allá arriba, veo que descansa un proyector de 35 milímetros que apunta al escenario y que no forma parte del espectáculo. ¿Perteneció al Maipo? ¿Antes de que lo descartaran el Maipo le dio cobijo? No es tan importante eso, aunque sí es importante el gesto. ¿Qué proyecta un proyector más que imágenes de individuos o de conjuntos de individuos o de ilusiones de geografías o sitios legendarios que serán verdaderos en la imaginación social? Por eso el Maipo, que hizo célebres las figuras que bajaban por las escaleras de sus escenografías, es el único set posible para darle sustento y sustrato a la imagen cuadrada de las películas de la Paramount. Un set donde transitan y se mezclan y se chocan y en la ficción se erigen y se deshacen actores, cantantes y bailarines que aprovechan los escasos centímetros cuadrados que les da el escenario para ser un movimiento, una mueca, un susurro, un indicio, de que por allí pasó un alma y se consumió en el latido de la oscuridad.
SUNSET BLVD., con música Andrew Lloyd Webber y libro de Christopher Hampton y Don Black, en versión de Fernando Masllorens y Federico González del Pino, y adaptación de canciones de Elio Marchi. Producción: Lino Patalano y Gustavo Yankelevich. Dirección escénica: Claudio Tolcachir. Dirección musical: Gerardo Gardelín. Conducción orquestal: Gaspar Scabuzzo. Diseño de sonido: Gastón Briski. Diseño de escenografía: Jorge Ferrari. Diseño de iluminación: Mariano Demaría. Diseño de vestuario: Renata Schussheim. Intérpretes: Valeria Lynch, Mariano Chiesa, Rodolfo Valss, Carla del Huerto y ensamble (Karina Barda, Belén Cabrera, Menelik Cambiaso, Walter Canella, Cristian Centurión, Mariano Condoluci, Marcelo de Paula, Ana Durañona, Pablo A. García, Jimena González, María Hernández, Facundo Magrane, Laura Montini, Silvina Nieto, Jorge Priano, Irina Ramírez, Emmanuel Robredo Ortiz, Rodrigo Segura, Patricio Witis, Mariano Zito). 150 minutos. Teatro Maipo, Esmeralda 443.