24 de junio de 2016

Julieta y otros espíritus

Julieta Arcos perdió a su hija Antía. Hace doce años que no la ve. Hace más de treinta que la concibió, en un tren, después de que un ciervo buscara una hembra en la nieve, después de que un hombre solo con una maleta vacía se suicidara. Un día, tan cerca y tan lejos, decide olvidar que su hija existió, buscarse una casa que no le dejara huellas, vivir otra vez con los pies en el suelo, con su naturaleza a cuestas. Pero dónde está su naturaleza, en el pontós del que los héroes griegos huyen de las ninfas, en la proa de un barco que se transforma en carne, en la depresión sumergida en una tina, en la borrasca de una tormenta anunciada. Dónde.
¿Existe algo más artificial que la memoria? ¿O nuestra memoria funciona tan físicamente como la memoria de un ordenador, a pura reacción química en el cerebro, como si el cerebro fuera un cuerpo de bytes? ¿Es así como funciona? ¿Alguien está tan seguro? ¿O no será que la memoria -sin ponernos místicos en absoluto- es un maravilloso mecanismo de sustancia espiritual, una idealización de ese presente fluctuante que es el pasado? Por otra parte, ¿nuestro cuerpo y nuestra mente son inalterables a lo largo de nuestra vida? ¿Y cómo incluimos justamente al espíritu en nuestra existencia, si no hemos comprobado su entidad más que a partir de la fe? ¿Podemos encontrar un refugio en la fe? ¿Puede la fe sanar las heridas que nos depara el destino? ¿Es acaso la fe el desvío adecuado que enderece nuestra esencia si nuestra esencia se bifurca, se enmaraña y se pierde? ¿Y cuál es el barro que moldea la belleza? ¿Cuándo somos más bellos? ¿Cuándo somos jóvenes y cuándo somos viejos? ¿Quién conoce nuestras razones si no hacemos más que ignorarlas?
De alguna manera, con elipsis y evasivas, JULIETA se encarga de responder alguna de estas preguntas. No diremos cuál, porque tal vez no sea la misma para ustedes, ni tampoco sean éstas las preguntas que ustedes se formulen. Pero con las sensaciones que nos provocan estas preguntas, o las que fueran, el reto de Almodóvar está planteado quizás como en ninguna otra de sus obras: Almodóvar se cuestiona quién es Julieta, y ese cuestionamiento nos lo expone en la cara y nos hace cargo de encontrarle la razón. En estos cuestionamientos encontramos lo mejor de la película, cuestionamientos que, amén de los que propone la anécdota misma, se expresan a partir del rojo de la tierra y el azul del mar, y que se conjugan en el vestido de una madre lejana que se acerca en ese instante donde la apariencia se hace del todo evidente. Sí, Almodóvar nos permite inferir que la memoria es otra apariencia que la Historia disfraza. ¿Qué puede haber de bello en la muerte? ¿Quién puede sentirse hermoso siendo culpable? ¿Cuál es el color de la amargura, cuál el de la desesperación? ¿Qué sombras son más marcadas, las de una tormenta o las del silencio? ¿Es simétrica la Historia, o apenas si le alcanza para ser una mutilación recurrente?
Pero a JULIETA (con esas dos hermosas actrices -Emma Suárez en su adultez, Adriana Ugarte en su juventud- que debaten a la escindida Julieta en la borrasca de sus omisiones, con esos hombres frágiles que no pueden -ni saben- cómo administrar su vida, y con esas adolescentes en plena natural explosión de su erotismo), sin embargo, le falta tiempo. Tiempo para dejarnos llevar por ese dolor de ya no ser del personaje principal y tiempo para desarrollar tres personajes clave que harían del enunciado la verdadera profundidad de la trama. Son tres mujeres que representan la mente, el espíritu y el cuerpo de esa España de la que Almodóvar no puede ni quiere alejarse: Sara, la madre postrada de Julieta que no sabe dónde está, o no quiere saberlo; Ava, la amante ideal, no importa de quién; y Marian, la criada, esperpento que no habrá de desaparecer mientras no se funde la verdadera república, esa que no necesita de tanto cosmopolitismo y sí, según parece, de más atavismo e introspección. Lejos estamos de tomar en cuenta los relatos de la Premio Nobel Alice Munro en los que se basa Almodóvar para escribir su guión (relatos del libro "Escapada"). Cuando se trata del manchego no es necesaria la referencia a fuente alguna porque él se encargará de estamparle su marca. Y quizás ese sea el defecto más grande de JULIETA, que Almodóvar no se permita ir al hueso de su asunto y se conforme con revestirlo de su pátina personal por puro manierismo. JULIETA sería mucho más disfrutable si durase una hora más, y mucho más notable de lo que es; con más tiempo de pantalla tendríamos tiempo de buscar las respuestas a ese hipotético cuestionario que estamos viendo en la misma textura del film, de encontrarle el revés a una trama muy simple y de dejarnos sugestionar por la artificiosa artificialidad del cine de Almodóvar y del cine en general, que no será nuestra memoria pero que desde hace tantos años permanece insobornable junto a nuestros verdaderos recuerdos, una página en blanco con signos de tinta y una voz indeleble e incorpórea que los relata.
JULIETA (España, 2016). Escrita y dirigida por Pedro Almodóvar. Producida por Agustín Almodóvar y Esther García. Fotografía: Jean-Claude Larrieu. Música: Alberto Iglesias. Intérpretes: Emma Suárez, Adriana Ugarte, Rossy de Palma, Inma Cuesta, Daniel Grao, Darío Grandinetti. 99 minutos. Estrenada el 23 de junio de 2016.

4 de junio de 2016

Canta el corazón

Cristian Centurión en el ciclo "Con nombre propio".
The Cavern Club, Paseo La Plaza, 3 de junio de 2016.
La gente canta. Algunos cantan muy bien, otros cantamos muy mal, pero la gente canta, canta a voz en cuello, cantar es parte de las actividades cotidianas de cada uno. Quizás hay que decirle a alguien o decirse a uno mismo algo importante y la palabra cantada resulta más eficaz porque una melodía es indeleble en la memoria. Todos sabemos que a las palabras se las lleva el viento, y a lo mejor por eso -es una explicación que este cronista se puede dar a sí mismo, aunque seguramente se deba a otra cosa- todos tenemos un cantante preferido, porque la melodía de su voz permanece indeleble en la memoria de cada uno y tal vez la repitamos como la máxima fundamental de nuestra historia, así sople un vendaval. Generalmente nuestros cantantes preferidos son los que nos permiten expresar nuestros mejores sentimientos; en ese sentido aflora nuestro instinto más que nuestra razón, porque una voz melodiosa que nos emociona no tiene una explicación del todo lógica. No importa lo que diga esa voz; a lo mejor dice cosas estúpidas como que somos una paloma y un jilguero que emigramos a un árbol de limón para vivir nuestro romance. Lo que importa es la huella, y la huella es la melodía, el timbre, el volumen, la duración del aliento en el tiempo.
Uno canta en casa frente a toda la familia, en el baño cuando se ducha y el ruido del agua contra el piso atenúa el desvarío, de cara contra la pared antes de dormir, con los ojos cerrados. Uno canta, no puede dejar de hacerlo. Algunos (si nos ponemos a pensar no son tantos) pueden hacer que la expresión de su voz sea su trabajo, y se esfuerzan por hacer esa tarea cada vez mejor, a como de lugar, en los sitios más diversos. Algunos cantan historias en el escenario de un teatro, y algunos cantan la historia de alguien y hasta son ese alguien que puede ser un jorobado en una catedral, un fantasma en la Ópera de París, un león en la sabana de África, un Jet, un conde vampiro, un hermano ignorado, un cantante callejero. Esos que pueden ser algún otro nos gustan más, nos hacen imaginar que la vida en el escenario nos refleja en el espejo de nuestras fantasías. Tal vez cantemos las canciones que ellos cantan, y tal vez ellos canten canciones de amor -esas canciones melifluas que nadie debiera cantar en público para no sentirse avergonzado- porque, amén de expresar un sentimiento, nunca los aleja de casa, de mamá planchando la ropa mientras escucha la radio y les hace una sonrisa. En el caso particular de quien escribe, entre tantos otros tan buenos cantantes del teatro musical en Buenos Aires, hay uno que descuella porque aún siendo ensamble transmite cercanía. La primera vez que este cronista vio a Cristian Centurión en el escenario de un teatro fue en la versión de “Despertar de primavera”; de todo el ensamble de jóvenes actores-cantantes-bailarines de ese espectáculo Centurión tenía una cualidad que, evidentemente, luego de seguirlo desde entonces, es su seña particular: siempre canta desde su casa, desde un sitio que es tan parecido al nuestro, tan similar a cómo queremos decir las cosas que no sabemos cómo explicar, en el calor de un rincón donde confluyen todos los recuerdos.
Sería muy bueno que lo conozcan. Cristian Centurión está dejando huella. Escúchenla.