4 de noviembre de 2019

Una nubecita

James Joyce escribió una novela que es el pilar sobre el que se basa el resto de la literatura del Siglo XX, Ulises. Pero en 1914 escribió un poemario que, según sostienen los entendidos, es el antecedente directo del Ulises, un poemario cuyo título es Giacomo Joyce. Lo escribió en Trieste en tiempos del Reino de Italia y, si bien es cierto que antecede al Ulises en sus formas, su levedad vuelve una deliciosa experiencia de lectura la historia de una dama cuya honra es puesta en duda por un heterónimo del autor. Giacomo Joyce, además, fue escrito inmediatamente antes que Dublineses, esa colección de cuentos que no se vuelve inolvidable solo por sus formas sino por la humanidad de sus rasgos.
SHAMROCK (Trébol) es una pieza que se ofrece en el teatro Beckett, y comparte con Joyce (y con Beckett) el retratar la vida de algunos irlandeses que emigraron de su país por hambre, por ampliar la perspectiva, o porque sin saberlo conscientemente necesitaban encontrarse a sí mismos en otra parte del mundo. La anécdota de SHAMROCK es muy simple. A comienzos del Siglo XX Mary llega a Buenos Aires porque está prometida a Dido pero en el puerto se cruza con Patrick, quien le informa que Dido la engaña con Rita, la encargada de un hotel. Mary, desconsolada, no puede volver a Irlanda porque no tiene dinero, y tampoco quiere volver porque su prometido no es el trigo limpio que le vendieron. Dido, un mujeriego empedernido, habrá de darle a Mary la oportunidad de pensar que puede ser libre si se lo propone. Entonces no vuelve, y acepta ir a comer un pebete de cocido al Tortoni con Patrick, y establecerse por unos días en el hotel que regentea Rita y trocar el costo de la habitación por preparar scons para los pasajeros. Los scons son un furor, y así las cosas, Mary observa que su horizonte es mucho, mucho más amplio de lo que se podía imaginar.
Pero SHAMROCK no es solo una anécdota. SHAMROCK cuenta su historia en verso, y la rima, que por momentos se vuelve lunática, le devuelve el placer de los juegos infantiles a la platea. ¿Cómo hablar hoy de los dogmas religiosos, del machismo y el empoderamiento femenino, de la libertad, de los límites geográficos, del ingenio de cada uno, si no es a través del juego? Es una idea saludablemente subversiva la de Brenda Howlin esta de jugar con el espectador desde el verso y el equívoco; es la mejor manera, además, de sembrar entre sus temas la necesidad de investigar la historia de un colectivo tan poco asociado a nuestra Gran Inmigración. Y los personajes de SHAMROCK, como esos dublineses de Joyce (esos como Chico Chandler, que se ponían nerviosos frente al paisano que vuelve triunfante a la patria y hasta son capaces de maltratar al hijo por pura frustración), expresan desde el cuerpo la ternura y la miseria que todos tenemos a flor de piel, no importa dónde hayamos nacido. Cómo ser niño en el destierro de la adultez, si ser adulto en tierra extranjera nos hace sentir como hadas de lino azotadas por el viento. Tal vez la respuesta esté en las piernas de Ale Gigena, en los ojos de Camila Peralta, en la cintura quebrada de Juliana Ascúa, en la magia de bolsillo de Pablo Kusnetsoff, y en los desplazamientos que Nano Zyssholtz le impone a la escena, que recuperan por un rato la virginidad que los cómicos de la legua le develaban a su ocasional audiencia: la de ver una realidad distinta en el estrecho margen de un tablado por primera vez. Como cuando San Patricio le explicó a los celtas que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo estaban unidos a las hojas de un trébol, y el trébol desde entonces se transformó en el símbolo nacional de Irlanda. Así de sencillo, como las nubes que pasan.


SHAMROCK, de Brenda Howlin. Dirigida por Nano Zyssholtz. Escenografía: Marcos Murano. Vestuario: Julieta Harca. Iluminación: Fernando Chacoma. Producción: Brenda Howlin. Intérpretes: Ale Gigena, Camila Peralta, Pablo Kusnetzoff, Julia Ascúa. 60 minutos. Viernes a las 23. Teatro Beckett, Guardia Vieja 3556.

23 de julio de 2019

Lo que vendrá


Foto CTBA/Carlos Furman

El porvenir es lo que vendrá. Lo que se desconoce aunque se imagine, lo que se le escabulle a la experiencia, lo inaudito. Ese barro resbaloso por el que nos deslizaremos tarde o temprano y en el que nos habremos de disolver. El porvenir es el futuro. Y si en un futuro próximo o lejano todos nos vamos a morir, ¿significa que el futuro es la muerte? ¿La muerte es el porvenir que nos espera? ¿Tan fatal es el porvenir?
No. No es que sea fatal el porvenir. Es inevitable. El porvenir, en concepto, es muy similar al destino, aunque el destino no sea tan lineal. Mientras que el porvenir nunca deja de estar allá adelante, el destino se dispara hacia todas direcciones. El destino es lo que dicen los dioses a su albedrío. Es cierto que a algunas personas los dioses les dicen las cosas a los gritos, y así les va. Esa pobre gente que tiene un destino a voz en cuello no la pasa para nada bien. Sin embargo, si alguien advierte el primer alarido de su fortuna aviesa, quizás deba quedarse tranquilo. Quedarse quietito. Tentar a la suerte y esperar que se ponga de su lado. A veces pasa que la suerte se pone de nuestro lado.
Eso le ocurre a la mujer que naufraga en un crucero y aguanta la respiración hasta el límite de lo posible. Pero no le pasa a la elegida que no supo torcer una de las vías que le evitara el paralelo infinito. ¿Y a esa a quien las probabilidades inevitablemente se la llevarán puesta? El porvenir, entonces, es un universo cada vez más grande, cada vez más extraño, cada vez más ridículo. El porvenir es el silencio detrás del ruido y la furia. El porvenir siempre llega, y se parece tantísimo al final de los cuentos que cuando terminan, bien podrían continuar.
Es cierto que EL PORVENIR (CUENTOS COREOGRÁFICOS) se parezca mucho al gracioso desdén de Silvina Ocampo y a las fantasías musicales de Felisberto Hernández, y que los tres cuentos que componen el espectáculo –El presagio, La elegida, La probabilidad- incluso invoquen el tan amplio cosmos del cine. Sin embargo agotar esta pieza en relaciones interpretativas es restarle posibilidades al deslumbramiento. Porque la música, la palabra y el movimiento, cuando eligen ese destino que se expande sin límites, no pueden menos que deslumbrar incluso hasta a los más incrédulos. Este es un espectáculo deslumbrante porque, además de hacer bailar al intelecto, desafía los géneros establecidos al desplazarse entre ellos con la impunidad de un niño. Sí, claro. EL PORVENIR (CUENTOS COREOGRÁFICOS) es un espectáculo donde, por ejemplo, los barcos zozobran y la gente nada para salvarse, lo que también resulta muy divertido. Y si es divertido se debe a que la puesta en escena de Eleonora Comelli administra con maestría no solo los recursos de María Merlino como actriz, de Zypce como músico, de las coreografías que comparte con Gabriel Contreras y de los cuerpos de los bailarines del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín. También administra un recurso que a veces se olvida y que después es muy difícil de recuperar: el del presente que se esfuma en esa voltereta que reinventa el teatro cada vez que hay función. Porque el porvenir no existe si no se lo invoca hoy, cuando estamos tan vivos que viviremos para siempre.


EL PORVENIR (CUENTOS COREOGRÁFICOS). Dramaturgia y dirección: Eleonora Comelli. Coreografía: Gabriel Contreras y Eleonora Comelli. Diseño musical, diseño sonoro, música original y músico en escena: Zypce. Diseño de iluminación: David Seldes. Diseño de escenografía: Gonzalo Córdoba Estevez. Diseño de vestuario: Paula Molina. Diseño y edición de video: Federico Lamas y Johana Wilhelm. Intérpretes: Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín. Duración: 75 minutos. Martes a las 20; jueves, sábados y domingos a las 15. Sala Martín Coronado del Teatro San Martín, Av. Corrientes 1530. Hasta el 18 de agosto.

8 de julio de 2019

El alma que canta



Don Mario tiene el departamento hecho un estropicio y quizás porque las pulgas le muerden el cuello, acepta el teléfono de la señora que le recomiendan Rolo y Cristina para que vaya a limpiarle la casa una vez a la semana. No más que una vez a la semana, no necesita tanto arreglo la casa, que le sirva de ayuda la señora, y con eso tira. Con decir que se inventó dos banquetas echas con diarios viejos atados con hilo sisal para cuando van los amigos a tomar el vermut y que de seguro juntan bichos, para que el panorama quede bien claro: don Mario es un hombre que vive solo. Vive solo, y está solo, porque enviudó hace mucho y Manuel, el hijo, se fue a vivir lejos. Así es como Azucena, la señora que limpia en casa de Alicia, la pariente de Rolo y Cristina, viaja desde la otra punta del oeste hasta La Paternal para dejarle hecho un chiche el departamento a don Mario. Claro, por la forma en que Azucena lo mira, el departamento igualmente es un chiche abollado, pero se hace lo que se puede. Es muy linda Azucena; tiene esa mirada escondida detrás de los ojos que quizás la hagan parecer hosca, pero no, no está escondida en ninguna parte. A lo mejor está triste y no es otra cosa más que eso. Es la vida, así de clarito lo dice Azucena en un momento determinado. Es la vida. Aunque cómo es la vida. Cómo es la vida en cierto momento en el que tanto cuesta recular en chancletas para esperar hasta el martes.
Son aquellas pequeñas cosas, esas que van de lo cursi a lo sublime, las que habremos de recordar cuando haya que vaciar la estantería. Desbrozado de banalidades el recuerdo queda suspendido en un lecho de canciones, que para algunos serán esas canciones profundas con letras comprometidas y melodías elaboradas que marcaron una época y que en esta nadie recuerda, o aquellas otras que hacen el ridículo hasta desgarrarse, pero cuyos temas derivados de la pasión de amor, del no amor, del amorcito, permanecen indelebles en el espíritu como el placer y la culpa. Don Mario y Azucena, pues, coinciden en algo: a los dos les gusta aquella música popular que denostaba una buena parte de la sociedad, y que la otra parte consumía como la vida verdadera. Don Mario y Azucena no necesitaron de la posmodernidad para valorar esas letras que dicen me canso de ser en tu vida solamente una amante, porque no importaba la letra cuando ellos eran jóvenes, importaba que así fuera la vida. Es la vida, sí, cómo no va a ser la vida. Esas eran canciones que reflejaban el modelo último orejón del tarro, que indicaban que no había que pisarle la cola a aquel bicho que no conocieras, que sarna con gusto, no pica. Y que a amor y fortuna, resistencia ninguna, porque amor pobre y leña verde arden cuando hay ocasión. En la época de esas canciones, justamente, el amor escaseaba. Acá, allá y en todas partes. 
HASTA EL MARTES habla de esta época. Y de la que vivimos ahora, que también es la nuestra aunque no la sintamos parte de nosotros. Mejor dicho, lo dice entre líneas, a través de las voces de Leonardo Favio o de Ángela Carrasco, de los cantantes de una banda tributo, o de un locutor de una radio barrial que se escucha apenas en unas manzanas a la redonda. Es una pieza que no se oculta pero que no se revela hasta el final, que no es complaciente aunque verla sea tan reconfortante, que hace universal lo íntimo, que se resiste a morir porque la sostiene la memoria. Y que se olvida de la realidad porque también son reales los sueños que uno sueña con un coñac encima o con una canción agazapada en la garganta. Y luego de verla, uno no puede más que imaginarse que Azucena y don Mario están vivos, que Azucena y don Mario son Karina Antonelli y Mauricio Minetti, esa mujer que viaja en tren desde Moreno y ese hombre que atiende el service de electrodomésticos de allá a la vuelta, personajes fruto de la observación aguda del gesto mínimo y de la palabra exacta, y que Verónica McLoughlin conoce no por ser contemporánea a ellos sino porque, seguramente, tiene un alma como la suya. Porque el alma de sus textos comprende el sufrimiento y, sin decir nada aunque lo dice todo con su mirada, anima la vida de la gente.

HASTA EL MARTES. Escrita y dirigida por Verónica McLoughlin. Escenografía: Emiliano Pandelo. Vestuario: Luciana Monteleone. Sonido: Nicolás Diab. Iluminación: Lucas Orchessi. Fotografía: Lina Etchesuri. Asistencia de dirección y producción: Felicitas Oliden. Intérpretes: Karina Antonelli, Mauricio Minetti. 70 minutos. Domingos a las 17 en Vera Vera, Vera 108.

29 de junio de 2019

El monstruo en mí



Lorenzo y Amalia son una pareja ardiente. Al menos son ardientes cuando buscan encontrarse en los rincones de la casa, o tratan de ser ardientes, o fingen serlo. Hay algo de impostura en ese ardor, algo de complacencia, de violento hastío. Algo que no es satisfactorio. Algo que uno de los dos, alternadamente, no comparte con el otro. Por eso cuando una noche llegan Roberto y Johana a cenar con ellos para festejar el ascenso de Roberto (que será jefe de Lorenzo desde el día siguiente), esa falta de satisfacción estalla por el aire, e involucra a los invitados, que tampoco están del todo satisfechos con ellos mismos y con cada uno de los dos. Sobre todo Johana, que no es escritora o profesional de la salud mental como la otra y los otros dos. Johana es una simple secretaria que mira el mundo con ojos amorosos, quizás para no ver así de cerca la cara monstruosa del contorno. Definitivamente el estallido lo provoca la desilusión. Los cuatro, por alguna causa, están frustrados; tal vez por no alcanzar el objetivo, o tal vez por no saber cuál es el objetivo que debieran conseguir. Y cuando el monstruo nos babea alrededor, espeso y caliente, el miedo se escuda en los colmillos que uno tiene guardados quién sabe dónde.
Desde Edward Albee y “¿Quién le teme a Virginia Woolf?”, las parejas de profesionales que se encuentran para humillarse frente a las capacidades del otro han sido un sujeto frecuente del teatro. Pero rara vez han sido vistas desde el espejo deforme de la comedia, que encuentra en la humillación el objeto de escarnio y de crítica al sistema que el drama licúa u obliga a ubicar en un tiempo histórico preciso. TODA PERSONA VISTA DE CERCA ES UN MONSTRUO es una comedia hiriente porque el sistema, hoy, ya no soporta sus llagas, lo cual convierte a esta pieza en un objeto lúcido, muy lúcido, del malestar que arrastramos en el tiempo. Quizás el objeto en la puesta de Mauro Antón sobre el texto de María Zubiri no aparezca en todo lo que se gritan y en todo lo que se callan Amalia, Lorenzo, Johana y Roberto; quizás el objeto se esconda en un casco de motociclista que uno de los personajes no se puede calzar en un momento en el que se queda solo. Porque es en la imposibilidad de ser fuertes, en no encajar en ese estereotipo que nos deslumbra, donde estos personajes se vuelven monstruosos. Porque los monstruos, cuanto más fuertes son, más desamparados quedan. Y más desesperados. Y, a su pesar, más graciosos resultan.


TODA PERSONA VISTA DE CERCA ES UN MONSTRUO, de María Zubiri. Dirección y diseño de espacio: Mauro Antón. Asistente de dirección: Matías Mancuso. Diseño de luces: Estefanía Piotrkwoski. Diseño de vestuario: Laila Freidenberg. Con María Zubiri, Maximiliano Prioriello, Sol Kohanoff, Emiliano Pandelo. 55 minutos. Sábados a las 22.30. Espacio Polonia, Fitz Roy 1477.

19 de junio de 2019

La bestia nel cuore

A veces a uno le pasan cosas ciertas cosas con el arte. A lo mejor va a ciertos restaurantes y en algún rinconcito del salón hay una tarima con un piano. Uno quizás sienta miedo de notarse invadido por la música mientras come, aunque uno debe reconocer que ese miedo que habrá de sentir será el miedo a que afloren los sentimientos que la música le genere frente al resto de los comensales. Uno no se reconoce en esas situaciones, se siente como un endriago temeroso. Y también, por lo general, como esos restaurantes tienen las paredes forradas en madera, muchas botellas en los estantes altos, manteles de tela a cuadros y los platos blancos y pulidos por el uso, como los de casa, uno se sienta en su propio hogar. En esos restaurantes huelga decir que la comida siempre es sustanciosa, y que uno lamenta que su casa esté lejos porque durante el viaje de vuelta se disipa la nostalgia de esa noche fría de invierno en la que, durante la cena, uno reconoció en la melodía del piano un silbido de domingo a la mañana, y uno quiere, necesita, que la nostalgia y que la música duren hasta que uno se duerma.
Imaginen entonces una sala de teatro para mil espectadores con un pianista solo en el escenario que evoca melodías familiares, incorporándole a esas melodías disonancias de su propia invención y compases nuevos como descargas eléctricas que la propia música le provocan en el cuerpo en ese mismo instante. Sí, claro, la sala de teatro se convierte por obra y gracia del ritmo en uno de esos restaurantes donde la buena comida es el sonido, donde el pianista toca el piano para uno solo, para uno mismo, y a uno las emociones le hacen cosquillas en la garganta y en los ojos como la magdalena de Proust y ciertos recuerdos. El pianista logra algo en estos casos que no todos los pianistas son capaces de lograr: que la música sea un desfile de imágenes que se proyectan a través de sus manos, que no parecen dos ni parecen responder a la misma persona. Por supuesto que uno se olvida de que está en un teatro; entonces uno está donde se siente más cómodo, quizás entre los inefables monstruos bebop que le vigilan el sueño. Uno se siente así escuchándolo a Stefano Bollani (Milán, Italia, 5 de diciembre de 1972), que con su cola de rulos grises atados firmente a la nuca y las dos manos repletas de música, tiene una bestia en el corazón que no es más que un niño que se calma cuando escucha Reginella silbada por su papá.


BOLLANI PIANO SOLO. Presentación del pianista italiano Stefano Bollani en el marco del ciclo Italia in Scena. Sala Martín Coronado del Teatro San Martín, 18 de junio de 2019.