27 de julio de 2016

La dolce vita

Foto: Juan Travnik

DECADENCIA, de Steven Berkoff, se estrenó en Londres en 1981 y en Buenos Aires en 1996, con los mismos actores y el mismo director que en esta versión. Eso fue en el Teatro San Martín; luego se exhibió en el Paseo La Plaza, en la sala Babilonia y en ElKafka, entre el año de su estreno y 2007. Un verdadero éxito. Pasaron veinte años de esa primera puesta. Era una pieza cuya mayor riqueza, quizás, se encontraba en el lenguaje y en el discurso que se estructura a partir de la normalización de ciertos tópicos censurados -y censurables- del habla cotidiana y que no era posible (aún entonces, en la época del estreno) verbalizar en voz alta. Al menos es lo que se decía al salir del teatro, que esos dos hablaban de conchas y de pijas con una gracia impar, derrochando charme, sin que se les moviese un pelo. Tal vez eso se debiera a que entonces (ya allá lejos) ciertos tabúes aún no estaban abolidos y observar en esos personajes de la posible clase dominante las mismas pulsiones que (se) observaban los espectadores que iban al teatro resultaba revulsivo y por qué no, vitriólico.
Dos parejas, Steve y Helen y Sybil y Les, opuestas y complementarias, se narran, se explican, se convencen de qué significa ser amantes. Steve y Helen aspiran a la nobleza; a Sybil y Les por algún lado se les fuga la clase. Steve y Sybil son, además, un matrimonio mal avenido, que a Helen le da placer hundir y que a Les le elucubra crímenes horribles. Pero como si fueran aedos de la humanidad o rapsodas de sus propios menesteres, los cuatro hablan en verso. Se hacen el verso también, y nos versean a todos sobre cómo alcanzar la gloria, o sea, cómo conquistar el poder. En el momento del estreno inglés de DECADENCIA gobernaba Margaret Thatcher, por lo que la exposición de la vida privada a partir de ventilar las humedades del coito no hacía más que dejar en evidencia, poéticamente, la desnudez de la sociedad ante las restricciones al sector público (desregulación financiera, flexibilización laboral, privatización de empresas del estado) que fomentó la primera ministra. Aquí, en 1996, no ocurría algo tan diferente, razón para pensar que otra cosa se articulaba a partir de la exhibición de un lenguaje supuestamente obsceno. A lo mejor se podía entrever en la versión de 2007 una cierta mirada desconfiada a la supresión de esos tabúes que enunciábamos antes, pero es notorio que en la versión de 2016 sucede algo que en las versiones anteriores no sucedía de modo tan franco: las risas del público dan cuenta de lo implacable que se ha vuelto el texto de Berkoff, y de lo bellamente extrañada que sucede la puesta de Rubén Szuchmacher.
Ante todo debemos decir algo, y es que a todos nos pasaron veinte años por encima. En estos veinte años se siguió cogiendo como siempre, pero a nadie le importa (o pareciera no importarle) con quién coge cada uno. Coger (eufemismo que sugiere el acto carnal de cubrir el macho a la hembra) dejó de ser tabú y se erigió, con su carga de obscenidad disimulada pero intacta, en una nueva forma de corrección política. Y de esto da cuenta la nueva puesta de DECADENCIA: hoy que el sexo es políticamente correcto allana el camino hacia el hedonismo del poder. Y ahí DECADENCIA nos estrella un cachetazo, porque lo verdaderamente obsceno que vemos en el escenario es el regodeo de los personajes en el hedonismo de la impunidad, en la orgía de sabores que se agolpan en el vómito, en la bacanal que implica cazar un zorro por la cola y en la satisfacción que produce matar al niño para crecer de una vez. Y si en algo difiere la percepción de alguna de las versiones anteriores de esta obra con la que se acaba de estrenar, es que las cuatro manos de Ingrid Pelicori y Horacio Peña, hoy más sabias, no solamente edifican el sexo que expresan en palabras, sino que construyen en el escenario un mundo tal vez perdido, ese mundo ilusorio de mimar en el aire aquello que ni el tabú ni la coyuntura son capaces de hacerse cargo, eso de que no somos un cuerpo puesto en movimiento para el placer ajeno, sino que somos absolutamente subjetivos. Sus manos trabajan el espacio, el propio espacio, y eso es algo sorprendente, mejor dicho, algo desacostumbrado. Así como no es casual que del arrebato del rojo lleguemos a la síntesis atemporal del azul, llegamos a concluir que al acabarse el dolce far niente nos hermana estar hechos de humores y fluidos que habrán de secarse en el algodón de la ropa interior, de esos mismos líquidos viscosos que nos provocan carcajadas comunes ante el pánico, y de esa misma bilis que nos arranca un llanto irrefrenable cuando la frustración es la victoria unánime de la derrota.

DECADENCIA, de Steven Berkoff, en versión de Ingrid Pelicori y Rafael Spregelburd, con traducción de Spregelburd. Dirigida por Rubén Szuchmacher. Producción Ejecutiva: Gabriel Cabrera. Asistente de Dirección: Pehuén Gutiérrez. Vestuario y Ambientación: Jorge Ferrari. Luces: Gonzalo Córdova. Intérpretes: Ingrid Pelicori, Horacio Peña. Martes a las 21, Teatro Payró, San Martín 766.

8 de julio de 2016

Los santos inocentes


Dichoso aquel que es cuervo de pendejo.
Hijos nuestros, Salmo.

Las casualidades siempre tienen una causa y un efecto. Por eso mismo no son casuales, aunque queramos atenernos a las casualidades para pensar que el destino es pura irracionalidad; la magia es apenas una concatenación de acciones y reacciones que (como el cine y la persistencia retiniana) manejadas a determinada velocidad crean la ilusión del azar. Y sí, qué le vamos a hacer, vivimos en el mundo de las verdades comprobables. Si te operan mal el tobillo vas a quedar medio tullido de por vida, salvo que te lo vuelvan a operar y te lo corrijan para que te duela menos. Ven, no: causa-efecto, no hay otra cosa. Minga de magia. Por ejemplo, en el caso de Hugo Pelosi de qué serviría sentirse bien si ya se le pasó el tren del fútbol y la voz del estadio ni siquiera se acuerda de que pronunció su nombre por el altoparlante en alguno de los siete partidos que jugó en primera durante el siglo pasado. Y en el caso de la planta que le regala la madre a Hugo Pelosi una tarde en que a Hugo dos chorros de soda amenazan con despertarlo de un llanto borracho, si Hugo deja en el baúl del taxi a la planta es lógico que la planta se seque, o que la humedad del encierro parezca que la ha pudrido. Así de viscoso el universo.
Que Silvia y Julián se suban al taxi tampoco es fruto de las casualidades: la gente anda cerca cuando circula por las mismas coordenadas témporo-espaciales, y por ahí andaban ellos tres: Silvia, sin marido; Julián, sin padre; Hugo, sin norte. Que Silvia se olvide la billetera en el asiento del taxi tampoco es casual porque tampoco sabe dónde tiene puesta la cabeza ni por qué se busca la vida sin descanso, pero sí puede ser casual que Hugo, en un rapto de buena voluntad, con un documento y una dirección donde alcanzar la billetera, se acerque hasta la casa de esa madre y ese hijo de Vélez Sársfield. Pares y nones, rotos y descosidos, víctimas y victimarios, contrarios o incompatibles, basta un café, el fútbol como excusa, unos desayunos recién envueltos que entregarle a los cumpleañeros que ya los pagaron, para que nazca acaso la contingencia del amor. Sí, sí, ese es el sino, el signo puede ser cabra y hasta le podemos echar incienso al comedor o comprarle el primer desodorante al crack en ciernes, pero apenas nacido el amor hay otra vez una causa y un efecto. La causa, que Julián necesita que uno que se la sabe lunga le enseñe cómo camisetear al arquero cuando el referí no lo ve; el efecto, que el fútbol no puede ser romántico sino pasión, o pía religiosidad. No por nada Hugo es de San Lorenzo, el equipo del Papa, y aunque los cuervos revoloteen sobre la carroña en el ocaso, ellos, los cuervos, también son hijos de Dios, causa y efecto de nuestro existir, razón de catecúmenos, la brújula completa, la única oportunidad de ser felices.
HIJOS NUESTROS es una comedia sobre aquellos tres viejos berretines porteños: el fútbol, que atraviesa su historia; el tango, que campea en el pensamiento triste de Hugo; y el cine, la deuda pendiente de Hugo y Silvia, no sólo porque San Lorenzo y Gremio fueron a los penales y frustraron una salida de miércoles. Por eso quizás sea tan cercana para los espectadores de Buenos Aires, y tan reconocible para los que la vean más allá de la General Paz o allende los mares: en todas partes los berretines cambian de imagen pero no de esencia, y en estas épocas de incertidumbre, en las que se hace evidente que el amor es hermano de la muerte, una comedia sobre quiénes somos no puede ser más que áspera y amarga por puro mecanismo de defensa. Esos tres que andan solos, Hugo, Silvia y Julián (definitivamente Carlos Portaluppi, Ana Katz y Valentín Greco), tal vez necesiten pensar que pueden reverdecer la gloria, reconquistar el amor extraviado, o pegarle a la pelota de puntín como un chico de cinco años para que se dispare del pie y se clave inolvidable en el ángulo, aunque sepan que nada de eso es para ellos, o entre ellos. Conviene más imaginarse que estamos en comunión con los otros, o correr para sentir que algo hacemos por nosotros, así echemos los bofes a la vuelta de la esquina.

HIJOS NUESTROS (Argentina, 2016), dirigida por Juan Ignacio Fernández Gebauer y Nicolás Suárez. Guión: Nicolás Suárez. Producida por Juan Ignacio Fernández Gebauer, Nicolás Suárez y Georgina Baisch. Fotografía: Pablo Parra. Edición: Alejandro Carrillo Penovi. Sonido: Julia Huberman, Gaspar Scheuer. Música: Fernando Martino, Matías Schiselman. Intérpretes: Carlos Portaluppi, Ana Katz, Valentín Greco, Germán de Silva, Pochi Ducasse. 85 minutos.

1 de julio de 2016

Así es la vida

En 1965 (o en el verano de 1966, las fuentes no se ponen de acuerdo en cuánta agua escupen los querubines) se estrenó en Mar del Plata la pieza de Norberto Aroldi que nos ocupa con Tita Merello y Ernesto Bianco. En ese entonces Tita tenía 61 y Ernesto 43, pero en el escenario Tita podía tener 35 y Ernesto 78; el caso es que la intensidad dramática de los dos seguramente habrá provocado el necesario chisporroteo para que la historia de Rosa y Julián se transformara en un éxito. Tal habrá sido ese éxito que fomentó la idea de filmar una película, que concretó Enrique Carreras en 1967, con Tita, de 63, y Jorge Salcedo, de 52. Entonces la ciencia no estaba tan avanzada como para permitirnos creer que Tita, con esa edad, podía transformarse en madre primeriza, y mucho menos cuando los primeros planos de Carreras destrozaban cualquier posibilidad de verismo. Pero francamente hubiera sido muy interesante verla a Tita Merello en el escenario personificando este papel, para ver cómo se llevaba del gañote el machismo de Julián y cuánta libertad le insuflaba a esa mujer. Sin embargo, aunque pervivan filmaciones de esa puesta en alguna parte (aunque sea en la memoria), los tiempos son tan distintos que todo podría resultarnos irreparable e irremisiblemente viejo. El ejercicio de reparación del tiempo transcurrido, quizás, resultaría ciclópeo incluso para espectadores avisados, razón demás para dejar las cosas como están con EL ANDADOR o cualquier pieza de aquel entonces -excepto aquellas que por cuestiones ajenas a la escena se siguen montando con mayor o menor suceso... generalmente con menor, muy pequeño, chiquitito-.
Qué cuenta EL ANDADOR. Bueno, la historia de dos concubinos que frisan los cuarenta, que están juntos desde hace dieciséis años, que nunca se preocuparon por regularizar una situación en la que están tan cómodos, que ni sueñan ni están despiertos, y que, a la sombra de las décadas transcurridas antes y después, poco más andan deseando que acompañarse hasta que la historia diga basta ahí donde se caigan muertos. Una pegajosa mañana de verano Julián vuelve a casa después de haber timbeado y de gastarse el último morlaco, y Rosa lo espera despierta al pie de la cama. Excusas las de siempre, como por ejemplo no poder leer el diario si alguien lo mira (Julián), tejer escarpines para el futuro ahijado (Rosa); el sol, en este marco, resulta un intruso: para lo único que sirve es para dejar estampada la realidad en la pared. Rosa está embarazada. Encinta. En estado interesante. De compras. Preñada, como la hembra que no dejó de ser y que no es ningún milagro que siga siendo. Julián no quiere ser padre, que Rosa se lo saque de la cabeza y que le alcance con saber que desde la primera mañana que se despertaron juntos nunca le faltó nada en la heladera. Pero Rosa no quiere volver a pasar por eso de abandonar el sueño de tener una familia antes de irse a la cama. Así que Julián se las tendrá que aguantar, o irse, o volver con la cola entre las patas.
EL ANDADOR, cincuenta años después, no es una pieza que descuelle por su originalidad. Aroldi quizás nunca fue original en sus propuestas, pero todas ellas (al menos unas cuantas, como las de Los chantas, las de Con alma y vida, las de El mundo que inventamos, todas llegadas a este cronista a través del cine) se destacan por el perfil de sus personajes, siempre tan alejado de lo esquemático. Porque vamos, en EL ANDADOR Julián no dejará de ser macho por ser frágil ni Rosa abandonará su romanticismo por dejar de ser sumisa; así es el relieve de las criaturas de Aroldi, y no se encuentra haciendo una relectura del material para encarar un trabajo de restitución de la época. En las palabras de Aroldi la bajada de línea alcanza para entonar un tango, y queda todo tan claro que no se necesita explicar el contexto. Por eso la propuesta de Florencia Aroldi en la dramaturgia y Andrés Bazzalo en la dirección de esta versión que se estrenó en el Teatro de la Ribera se aleja tanto, por suerte demasiado, de la arqueología o el sentimentalismo de los tiempos viejos en los años '60: ambos, es notable, simplemente se situaron en esa época sin disfrazarla, comprendiéndola, estudiándola, e imaginando la humedad en las esquinas del cielorraso. Quizás sea discutible la inclusión de un video para observar el medio siglo vivido, discutible por lo necesario de la inclusión, pero hasta en eso el trabajo cobra en espesor, porque las palabras valen más que todas aquellas imágenes. Y las palabras dichas por dos actores como Muriel Santa Ana y Agustín Rittano, fraseadas con la respiración de nuestros padres, se escuchan tan conmovedoras que en los pasajes más graciosos hasta se nos hace un nudo en la garganta. Hace tanto que no se ve en nuestros escenarios cómo fue nuestra vida cotidiana, esa que arrasaron años de desdicha y abandono, simulación y amnesia, acomodo y desidia, que vale la pena abrir la ventana para decirle a Carmelo que nos tiene podridos con la bocina del taxi, aunque sea para que el polvo de los años no desaparezca en el vórtice de la indiferencia.

EL ANDADOR, de Norberto Aroldi. Dramaturgia: Florencia Aroldi. Dirección: Andrés Bazzalo. Escenografía: Alejandro Mateo. Iluminación: Fabián Molina Candela. Vestuario: Adriana Dicaprio. Música: Rony Keselman. Intérpretes: Muriel Santa Ana, Agustín Rittano. 80 minutos. Teatro de la Ribera. Viernes, sábados y domingos a las 15.