20 de diciembre de 2009

Palabras, palabras, palabras


Parece que Robert Greene (1558?-1592) dijo en un panfleto destinado a otros genios universitarios como él: Hay un cuervo embellecido con nuestras plumas quien, con su corazón de tigre envuelto en un cuero de actor, se cree capaz de lanzar un verso blanco como el mejor de ustedes, y siendo un atorrante absoluto es, en su vanidad, el único que conmueve la escena del país. Greene no se refería a John Lyly, Christopher Marlowe o George Peele sino a ese que era un shake-scene, o sea William Shakespeare. Shakespeare, hijo de un comerciante devenido alcalde de Stratford-upon-Avon y de una mujer de rica familia que profesaba la fe católica a escondidas de la iglesia anglicana, no era un genio universitario porque no había cursado altos estudios pero produjo la más alta poesía ejerciendo por ejemplo la utilización perfecta del pentámetro yámbico (una sílaba átona y una sílaba tónica en un verso de cinco pies, sin rima) y la profundización metafísica escondida en los pliegues de sus personajes. Tal la usanza de la época las tramas del teatro isabelino y jacobino provienen de fuentes históricas diversas y nunca son originales, pero la intervención iluminada de este cuervo encarnado en un actor logró definir el alma humana en estos versos atormentados: La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada (Macbeth, Acto V, Escena V).
Shakespeare (1564-1616) escribió entre 1605 y 1606 La auténtica crónica histórica sobre la vida y la muerte del rey Lear y sus tres hijas. La historia del rey Lear y sus hijas Regan, Goneril y Cordelia proviene de la Historia Regum Britanniae del galés Godofredo de Monmouth, escrita entre 1130 y 1136 y aparentemente de nulo valor histórico aunque de gran importancia literaria por referir, además de la historia de Lear, la del rey Arturo y sus nobles caballeros. En el libro de Monmouth, Lear (quien habría vivido antes de la fundación de Roma) decidió, llegada su vejez, repartir su reino entre sus hijas a partir del amor que cada una de ellas le profesaba. En esta historia no hay tanta tragedia como en la obra del bardo inglés, pero no debemos olvidar que desde los festivales dionisíacos griegos hasta la época de la reforma luterana el teatro tuvo como fin enfrentar al público con su propio sino para aportarle una enseñanza moral a la sociedad de turno. El teatro isabelino y jacobino, por lo tanto, sirvió con sus tragedias y sus comedias como nivelador social, puesto que salas como The Theatre, The Globe, The Swann, The Curtain, The Rose o los patios de los albergues permitían que el rito mezclara clases e intereses diversos, apenas separados por un penique o por un cojín. En esos escenarios despojados transcurrieron duelos, corrió la sangre, se expresaron sentimientos y se cuestionaron problemas filosóficos mucho tiempo antes que las letras de molde los divulgaran en cuartos o folios.


Si la versión de REY LEAR que se exhibe en el Teatro Apolo de Buenos Aires es memorable lo es por tres motivos: por su puesta en escena, por la tormenta y por Alfredo Alcón. La puesta en escena firmada por Rubén Szuchmacher remite en algunos aspectos a la forma isabelina: no hay una reconstrucción realista del espacio sino un monocromático andamiaje de caracteres, cuya atemporalidad conmueve por tan cercana en sentimientos como por tan distanciada en lo histórico. Aquí la palabra se funde en la acción quizás como en el cine (gran trabajo del director y de Lautaro Vilo en una adaptación que pule el lenguaje para hacerlo accesible sin vaciarlo ni de contenido ni de poética), pero con la contundencia del hecho vivo cuyo maniqueísmo se vuelve virtuoso a instancias de los actos y de sus humanos protagonistas. Apenas unos bancos y unos paneles con proyecciones lumínicas le permiten a Szuchmacher crear un entorno geográficamente seco y escarpado como la vieja Bretaña, al tiempo que transmite una extrañeza posmoderna al mezclar caos con asepsia sin necesidad de explicaciones didácticas. Aquí también hay sangre, hay duelos, hay emoción sentimental y hay juicios filosóficos, pero nunca vamos a encontrarlos literalmente. Es por esa falta de literalidad en la puesta que la escena de la tormenta podría ser una obra de teatro por sí misma. Lear enloquecido, Kent desterrado, el Loco cuerdo y Edgar como Tom transitan ese campo azotado por el viento y la lluvia y la furia tratando de encontrar la armonía entre el universo, el poder político y el hombre, y lo atraviesan teniéndose a sí mismos como único sostén. Aunque sea un asunto emocionante en sí mismo lo es mucho más cuando todos esos hombres juntos, asustados, solos, nos hacen creer que hay viento, que hay lluvia, que hay relámpagos, que hay truenos y que tienen los corazones rotos. Alfredo Alcón, Horacio Peña, Roberto Castro y Joaquín Furriel lo consiguen. Cada uno en su justa medida es protagonista de un momento donde podría pasar cualquier cosa pero lo único que queda claro es lo difícil que es vivir en este mundo. Y respecto de Alfredo Alcón… Alfredo Alcón no es solamente un monstruo sagrado de la escena nacional: es un hombre capaz de comprender los meandros del alma y de expresarlos cada vez con mayor sencillez. Es eso lo que lo hace venerable, por el legado que nos deja en la memoria y por extendernos los límites de la vida. Como Shakespeare, desde hace más de 400 años.

REY LEAR, de William Shakespeare, en versión de Rubén Szuchmacher y Lautaro Vilo. Dirigida por Rubén Szuchmacher. Productores Generales: Pablo Kompel y Adrián Suar. Diseño de Escenografía, Proyecciones Lumínicas y Vestuario: Jorge Ferrari. Diseño de Iluminación: Gonzalo Córdova. Música Original y Diseño Sonoro: Bárbara Togander. Intérpretes: Alfredo Alcón, Joaquín Furriel, Juan Gil Navarro, Roberto Carnaghi, Roberto Castro, Horacio Peña, Carlos Bermejo, Mónica Santibáñez, Ricardo Merkin, Paula Canals, Julián Vilar, María Zambelli, Luciano Linardi, Paul Mauch, Eduardo Peralta. Teatro Apolo, Corrientes 1372. Repone en enero.

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