Quien vaya a ver ¡SALVE, CESAR! como una comedia sobre el cenit del Hollywood de oro quizás se sienta deslumbrado con algunas secuencias maravillosas pero con todo lo demás a lo mejor piense que es una pérdida de tiempo. Eso sería una pena para el espectador común y algo imperdonable para los que le buscamos la quinta pata al gato en los posteos de Facebook sobre animalitos domésticos. Sucede que tal vez ¡SALVE, CESAR! sea uno de los mas insólitos (y por qué no serios) estudios sobre el trabajo y sus sistemas de producción, y sobre el apego que le tenemos a nuestra tarea o la confianza -incluso la ilusión- que nos da sabernos buenos para algo. Y todo esto visto con una amargura irredenta y con la profunda certeza de haber perdido la fe en nuestras propias capacidades, al menos en aquello que tuvimos como ideal y practicamos casi como religión.
Estamos en 1951. Eddie Mannix es una especie de lo que en la actualidad podríamos llamar Gerente de Recursos Humanos. Es el que lleva adelante el orden y la disciplina en los estudios Capitol, estudio donde se filman tres o cuatro películas simultáneamente y donde también se filma una que está llamada a ser la gran apuesta del año, la mayor experiencia cinematográfica de la década, el descubrimiento de la Verdad a través del cine: Hail, Caesar!, una épica bíblica sobre un tribuno romano que descubre la Verdad de Dios al pie de la Santa Cruz. Pero Eddie Mannix también (fundamentalmente) debe ocuparse de mantener unido el rebaño, cuestión que lo lleva a revisar los recovecos de Hollywood para devolver al establo a aquellas ovejas descarriadas que se sacan fotos obscenas, que quedan embarazadas y no se acuerdan quién es el padre y están a punto de perder la línea para ponerse un traje de sirena, que perdieron todos los dientes en un rodeo y no saben enlazar las palabras en una frase breve, que se emborrachan y desaparecen dos o tres días hasta que se les pasa la resaca, o que le permiten el lucimiento a un partiquino en una escena de baile capital para el éxito de la película. Mannix, por otra parte, se encuentra tironeado por Lookheed para hacer este mismo trabajo pero en una empresa más importante, una que hace poco tuvo con sus aviones la prueba de fuego del hongo atómico. Mannix, por lo tanto, solo encuentra un momento del día en el que puede desahogarse: cuando se confiesa en la iglesia cercana y le cuenta al cura que no puede dejar el cigarrillo o que abofeteó a una estrella de cine. Pero también ocurren otras cosas, como que un submarino soviético esté por emerger en la costa californiana para abducir al astro menos esperado, que un grupo de guionistas secuestren a Baird Whitlock (el tribuno romano protagonista de “Hail, Caesar!”) para que con el rescate se puedan financiar las actividades de un grupo de estudios comunista, y que las hermanas Thacker amenacen con deschavar en su columna del diario cómo ascendió al estrellato uno de los actores del estudio utilizando como herramienta la sodomía. Para todo esto Mannix tiene un as en la manga, o un ramo de flores como soborno.
La trama de ¡SALVE, CÉSAR! es despareja en apariencia, porque deja cabos sueltos por atar (uno de ellos es el comienzo del romance entre Hobie Doyle -el ídolo de las quickies sobre vaqueros- y Carlotta Valdez -la belleza étnica venida desde algún paraíso latino-, más allá del ritual impuesto por el estudio), personajes librados a su suerte (los comunistas, por ejemplo) y situaciones sin final (¿podrá Hobie Doyle ser un buen actor dramático?), pero eso no es lo importante. No es que los hermanos Coen lo hayan hecho sin darse cuenta, es evidente que lo hicieron ex profeso. Eso se nota en esa secuencia en la que Burt Gurney y sus marineros bailan en el bar que el cantinero quiere cerrar a toda costa, cuando el director corta la escena porque el cantinero tuvo tanto protagonismo como la estrella y a la estrella parece no importarle y es más, hasta lo alienta. El grupo de estudios comunista se encargará de explicitar que Hollywood es la gran máquina de explotación del hombre, que es la gran fuente del capitalismo y que a la vez los obliga a conseguir dinero para elaborar sus teorías y para tener un caniche llamado Engels. Es ahí donde los Coen dejan al descubierto que el viejo Hollywood que comenzaba a enfrentarse a la televisión está próximo a desaparecer (brillante la línea de diálogo trunca de Mannix al respecto), lo mismo que el actual que debe comenzar a buscar sus brujas para mantenerse a flote. ¿Y el trabajador? ¿Puede una montajista trabajar sin luz en un cuartito minúculo y estar obligada a no usar bufanda por temor a morir ahorcada con la máquina que edita los productos de esa fábrica de sueños? ¿Puede una secretaria recordar hasta la última letra cada pedido de su jefe mientras recorren a paso vivo los oblongos pasillos del estómago del monstruo? ¿Los extras, por ser extras, no deben tener ideología? Son preguntas extrañas para formularse en estos tiempos pasado el macartismo, cuando las leyendas ya no tienen su correlato con la realidad y cuando siempre hay algo en lo alto que nos invita a sentir que la luz de Dios nos gobierna y nos impulsa a mirar más arriba: pueden ser las nubes que tapan el sol, la luna perezosa o un tanque de agua que se traga el desierto.
¡SALVE, CÉSAR! (Hail, Caesar!, EE.UU., 2016) Guión, edición, producción y dirección: Ethan y Joel Coen. Fotografía: Roger Deakins. Música: Carter Burwell. Dirección de Arte y Decorados: Cara Brower, Dawn Swiderski, Nancy Haigh. Intérpretes: Josh Brolin, George Clooney, Alden Ehrenreich, Ralph Fiennes, Scarlett Johansson, Chaning Tatum, Tilda Swinton, Jonah Hill, Frances McDormand. 106 min.
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