Dichoso aquel que es cuervo de pendejo.
Hijos nuestros, Salmo.
Las casualidades siempre tienen una causa y un efecto. Por eso mismo no son casuales, aunque queramos atenernos a las casualidades para pensar que el destino es pura irracionalidad; la magia es apenas una concatenación de acciones y reacciones que (como el cine y la persistencia retiniana) manejadas a determinada velocidad crean la ilusión del azar. Y sí, qué le vamos a hacer, vivimos en el mundo de las verdades comprobables. Si te operan mal el tobillo vas a quedar medio tullido de por vida, salvo que te lo vuelvan a operar y te lo corrijan para que te duela menos. Ven, no: causa-efecto, no hay otra cosa. Minga de magia. Por ejemplo, en el caso de Hugo Pelosi de qué serviría sentirse bien si ya se le pasó el tren del fútbol y la voz del estadio ni siquiera se acuerda de que pronunció su nombre por el altoparlante en alguno de los siete partidos que jugó en primera durante el siglo pasado. Y en el caso de la planta que le regala la madre a Hugo Pelosi una tarde en que a Hugo dos chorros de soda amenazan con despertarlo de un llanto borracho, si Hugo deja en el baúl del taxi a la planta es lógico que la planta se seque, o que la humedad del encierro parezca que la ha pudrido. Así de viscoso el universo.
Que Silvia y Julián se suban al taxi tampoco es fruto de las casualidades: la gente anda cerca cuando circula por las mismas coordenadas témporo-espaciales, y por ahí andaban ellos tres: Silvia, sin marido; Julián, sin padre; Hugo, sin norte. Que Silvia se olvide la billetera en el asiento del taxi tampoco es casual porque tampoco sabe dónde tiene puesta la cabeza ni por qué se busca la vida sin descanso, pero sí puede ser casual que Hugo, en un rapto de buena voluntad, con un documento y una dirección donde alcanzar la billetera, se acerque hasta la casa de esa madre y ese hijo de Vélez Sársfield. Pares y nones, rotos y descosidos, víctimas y victimarios, contrarios o incompatibles, basta un café, el fútbol como excusa, unos desayunos recién envueltos que entregarle a los cumpleañeros que ya los pagaron, para que nazca acaso la contingencia del amor. Sí, sí, ese es el sino, el signo puede ser cabra y hasta le podemos echar incienso al comedor o comprarle el primer desodorante al crack en ciernes, pero apenas nacido el amor hay otra vez una causa y un efecto. La causa, que Julián necesita que uno que se la sabe lunga le enseñe cómo camisetear al arquero cuando el referí no lo ve; el efecto, que el fútbol no puede ser romántico sino pasión, o pía religiosidad. No por nada Hugo es de San Lorenzo, el equipo del Papa, y aunque los cuervos revoloteen sobre la carroña en el ocaso, ellos, los cuervos, también son hijos de Dios, causa y efecto de nuestro existir, razón de catecúmenos, la brújula completa, la única oportunidad de ser felices.
HIJOS NUESTROS es una comedia sobre aquellos tres viejos berretines porteños: el fútbol, que atraviesa su historia; el tango, que campea en el pensamiento triste de Hugo; y el cine, la deuda pendiente de Hugo y Silvia, no sólo porque San Lorenzo y Gremio fueron a los penales y frustraron una salida de miércoles. Por eso quizás sea tan cercana para los espectadores de Buenos Aires, y tan reconocible para los que la vean más allá de la General Paz o allende los mares: en todas partes los berretines cambian de imagen pero no de esencia, y en estas épocas de incertidumbre, en las que se hace evidente que el amor es hermano de la muerte, una comedia sobre quiénes somos no puede ser más que áspera y amarga por puro mecanismo de defensa. Esos tres que andan solos, Hugo, Silvia y Julián (definitivamente Carlos Portaluppi, Ana Katz y Valentín Greco), tal vez necesiten pensar que pueden reverdecer la gloria, reconquistar el amor extraviado, o pegarle a la pelota de puntín como un chico de cinco años para que se dispare del pie y se clave inolvidable en el ángulo, aunque sepan que nada de eso es para ellos, o entre ellos. Conviene más imaginarse que estamos en comunión con los otros, o correr para sentir que algo hacemos por nosotros, así echemos los bofes a la vuelta de la esquina.
HIJOS NUESTROS (Argentina, 2016), dirigida por Juan Ignacio Fernández Gebauer y Nicolás Suárez. Guión: Nicolás Suárez. Producida por Juan Ignacio Fernández Gebauer, Nicolás Suárez y Georgina Baisch. Fotografía: Pablo Parra. Edición: Alejandro Carrillo Penovi. Sonido: Julia Huberman, Gaspar Scheuer. Música: Fernando Martino, Matías Schiselman. Intérpretes: Carlos Portaluppi, Ana Katz, Valentín Greco, Germán de Silva, Pochi Ducasse. 85 minutos.
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