"In-yer-face produce el choque en el público por el extremismo de su lenguaje y de sus imágenes, y lo perturba con su franqueza y los agudos cuestionamientos a las normas morales. Aunque resume el espíritu de su época, también lo critica. Las obras de In-yer-face no buscan mostrar eventos y que se especule con ellos; es una experiencia que requiere espectadores que sientan las emociones extremas presentadas en el escenario."
Acerca de In-yer-face (En tu cara), el movimiento de jóvenes autores británicos al cual adhiere David Harrower, autor de BLACKBIRD / http://www.inyerface-theatre.com/
La acción en un espacio amplio de aparente asepsia pero repleto de desperdicios, como si fuera un depósito a la vez utilizado como comedor y basurero. Paredes sólidas de hormigón, ventanas con vidrios opacos o esmerilados tras los que se adivinan sombras pero no se distingue gente. La luz es cruda, o mejor dicho fría, quieta, imperturbable; de repente se corta y se encienden dos carteles rojos que indican la salida del lugar, aunque Una se queda allí, sentada, mirando sin mirar hacia ningún ángulo del salón, en silencio. Arde el silencio en la piel como una llaga. Y ese silencio dura demasiado tiempo, o no tanto; no es lo mismo el tiempo de ese reloj omnipresente en la pared (tan frío e impersonal como todo allí, a medio hacer o a medio descartar o en mitad de la escapada) que el tiempo que para Una es una piedra. Ray (o Peter, como dice llamarse ahora) no vuelve, y después sabremos que antes tampoco lo hizo, antes, cuando Una era una nena de doce años y Ray un vecino que pasaba los cuarenta y la dejó sola, llena de un amor viciado en el cuarto de un hotelucho con la consigna de decir que él era su padre si alguien se lo preguntaba. Y la luz no vuelve, y uno acostumbra el ojo a las sombras y no puede imaginarse si Una tiene los ojos bañados en lágrimas o a esta altura secos. Y vuelve la luz, y vuelve Ray (o Peter, como dice llamarse ahora), pero en el pasillo no se adivina la presencia de nadie. El pasillo quedó a oscuras. Quizás nadie más pase por allí hasta que ellos salgan, porque uno sale alguna vez de cualquier parte; o sí, quizás pase algo, quizás se instale una certeza, quizás haya que dejar que la vida sea nada más que dudas.
BLACKBIRD no es una obra que diga verdades o denuncie el estado de las cosas en las sociedades desarrolladas. Se preocupa en encontrar razones en los intersticios de lo que se dice para darle profundidad a los caracteres, para que entre esos balbuceos que giran el concepto y lo derivan o lo ocultan el espectador no comprenda ni comparta, solamente infiera qué de todo eso puede ser tranquilizador, aunque la tranquilidad esté muy lejos de ganar a los personajes. Y es en esta falta de complacencia donde la pieza destaca su agudeza: sería complaciente encontrar el culpable y castigarlo a lo largo de la trama, pero en este diálogo lleno de monólogos el vecino abusador ya fue juzgado antes y la niña abusada ya cargó con el estigma durante muchos años. Otros son los motivos, esos que no se dicen, esos que conviene ocultar porque si no seríamos mal mirados, esos que nos hacen falibles y nos hacen personas aunque a nadie le guste. Y todo eso, lo que se encuentra en el territorio yermo del silencio, es de lo que se vale la directora Margarita Musto para que la obra desaparezca y su juicio de valor hacia la situación planteada, al igual que el nuestro, no tenga cabida en ese sitio. Levón y Jimena Pérez pareciera que tampoco están allí, por eso Una y Ray/Peter cobran vida. Esto, además de ser un elogio, no es otra cosa más que saber utilizar las herramientas con pericia; es más sencillo dar golpes que cincelar muescas. Y las muescas, más que cicatrices, son marcas que construyen el sentido.
BLACKBIRD, de David Harrower, con traducción de Margarita Musto y Homero González Torterolo. Dirigida por Margarita Musto. Escenografía: Beatriz Arteaga. Iluminación: Martín Blanchet. Vestuario, asistencia de dirección y traspunte: Diego Aguirregaray. Intérpretes: Levón, Jimena Pérez. Jueves, Viernes y Sábados a las 21.30, Domingos a las 20. Teatro Solís de Montevideo, sala Zavala Muniz.
Acerca de In-yer-face (En tu cara), el movimiento de jóvenes autores británicos al cual adhiere David Harrower, autor de BLACKBIRD / http://www.inyerface-theatre.com/
La acción en un espacio amplio de aparente asepsia pero repleto de desperdicios, como si fuera un depósito a la vez utilizado como comedor y basurero. Paredes sólidas de hormigón, ventanas con vidrios opacos o esmerilados tras los que se adivinan sombras pero no se distingue gente. La luz es cruda, o mejor dicho fría, quieta, imperturbable; de repente se corta y se encienden dos carteles rojos que indican la salida del lugar, aunque Una se queda allí, sentada, mirando sin mirar hacia ningún ángulo del salón, en silencio. Arde el silencio en la piel como una llaga. Y ese silencio dura demasiado tiempo, o no tanto; no es lo mismo el tiempo de ese reloj omnipresente en la pared (tan frío e impersonal como todo allí, a medio hacer o a medio descartar o en mitad de la escapada) que el tiempo que para Una es una piedra. Ray (o Peter, como dice llamarse ahora) no vuelve, y después sabremos que antes tampoco lo hizo, antes, cuando Una era una nena de doce años y Ray un vecino que pasaba los cuarenta y la dejó sola, llena de un amor viciado en el cuarto de un hotelucho con la consigna de decir que él era su padre si alguien se lo preguntaba. Y la luz no vuelve, y uno acostumbra el ojo a las sombras y no puede imaginarse si Una tiene los ojos bañados en lágrimas o a esta altura secos. Y vuelve la luz, y vuelve Ray (o Peter, como dice llamarse ahora), pero en el pasillo no se adivina la presencia de nadie. El pasillo quedó a oscuras. Quizás nadie más pase por allí hasta que ellos salgan, porque uno sale alguna vez de cualquier parte; o sí, quizás pase algo, quizás se instale una certeza, quizás haya que dejar que la vida sea nada más que dudas.
BLACKBIRD no es una obra que diga verdades o denuncie el estado de las cosas en las sociedades desarrolladas. Se preocupa en encontrar razones en los intersticios de lo que se dice para darle profundidad a los caracteres, para que entre esos balbuceos que giran el concepto y lo derivan o lo ocultan el espectador no comprenda ni comparta, solamente infiera qué de todo eso puede ser tranquilizador, aunque la tranquilidad esté muy lejos de ganar a los personajes. Y es en esta falta de complacencia donde la pieza destaca su agudeza: sería complaciente encontrar el culpable y castigarlo a lo largo de la trama, pero en este diálogo lleno de monólogos el vecino abusador ya fue juzgado antes y la niña abusada ya cargó con el estigma durante muchos años. Otros son los motivos, esos que no se dicen, esos que conviene ocultar porque si no seríamos mal mirados, esos que nos hacen falibles y nos hacen personas aunque a nadie le guste. Y todo eso, lo que se encuentra en el territorio yermo del silencio, es de lo que se vale la directora Margarita Musto para que la obra desaparezca y su juicio de valor hacia la situación planteada, al igual que el nuestro, no tenga cabida en ese sitio. Levón y Jimena Pérez pareciera que tampoco están allí, por eso Una y Ray/Peter cobran vida. Esto, además de ser un elogio, no es otra cosa más que saber utilizar las herramientas con pericia; es más sencillo dar golpes que cincelar muescas. Y las muescas, más que cicatrices, son marcas que construyen el sentido.
BLACKBIRD, de David Harrower, con traducción de Margarita Musto y Homero González Torterolo. Dirigida por Margarita Musto. Escenografía: Beatriz Arteaga. Iluminación: Martín Blanchet. Vestuario, asistencia de dirección y traspunte: Diego Aguirregaray. Intérpretes: Levón, Jimena Pérez. Jueves, Viernes y Sábados a las 21.30, Domingos a las 20. Teatro Solís de Montevideo, sala Zavala Muniz.
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