24 de marzo de 2012

EL SEÑOR DEL ANILLO

El oro del Rhin en el Teatro Argentino de La Plata, atendible (o imperdible) puesta en escena de Marcelo Lombardero sobre el prólogo de la tetralogía wagneriana

En cierto momento de su carrera Richard Wagner (Leipzig, 1813; Venecia, 1883) comenzó a considerar su trabajo como una obra de arte total. Las musas de cada arte se transformaron para Wagner en una misma esposa, matrimonio del cual no estaba exento el espectáculo pues el público era el único destinatario de aquella tarea. Podríamos discutir acerca de la clase de público a la cual se remitía Wagner, y podríamos caer en el error de ser simplistas por el solo hecho de ponernos a uno u otro lado, pero seguramente como los demás héroes del romanticismo Wagner aspiraba a tener un público de virginal inocencia, de insobornable originalidad. Lo importante era cómo se recibía la obra artística, y por eso Wagner hasta construyó un teatro en Bayreuth donde solamente se ejecutarían sus obras. ¿Megalomanía? No, mejor considerémoslo sentido del deber, ya explicaremos por qué.

La Europa de entonces coexistía con la revolución industrial y ciertas cuestiones relativas a las tiranías monárquicas comenzaban a ser resistidas violentamente (Wagner fue parte de la revolución de Dresde, que reclamaba libertades constitucionales y la unificación de la nación alemana, situación que lo lleva a exiliarse en Zurich y a comenzar el esbozo de la tetralogía del Nibelungo al influjo de los cantares de gesta tradicionales y de las teorías de Schopenhauer relativas al poder de la música sobre las otras artes). Pero a esta altura de nuestra vida es ocioso tal vez ponerse a analizar la iracundia ácrata del autor y su contradictorio patriotismo germano, y las razones que llevaron a sus biógrafos y detractores a leer entre las líneas de su discurso el germen del nacionalsocialismo. Ocioso porque su música se impone, entrópica, en la voluntad del oyente y cuesta imaginar (hoy) cómo era el mundo previo a la revolución wagneriana. Wagner hizo del leitmotiv (leitmotivs en su caso) la gran partícula del todo, por lo que su influencia por ejemplo en el cine, en el ordenamiento de la sucesión de imágenes que crean el movimiento y el sentido de cualquier película, más que lógica es ineludible. No es necesario investigar demasiado: baste con ver Los nibelungos de Fritz Lang (1924) para comprender que la saga Lord of the rings no es más que una tierna balada de Cole Porter.

Y como el diseño audiovisual y las nuevas tecnologías (tan viejas en realidad, aunque más llenas de bytes) irrumpieron en el teatro con el poder arrasador de la primicia, desde hace mucho tiempo que la ópera las viene utilizando. No importa tanto la ópera en verdad; en el teatro no siempre los fondos proyectados son efectivos o la maquinaria de la tramoya del todo práctica; a veces se extraña el solo efecto de la luz y del sonido y su resultado sobre los cuerpos animados o inanimados dispuestos sobre el escenario. Sin embargo no es el caso de esta versión de El oro del Rhin: el hechizo teatral de ese río Rhin de animación digital que abre de negro junto al Mi bemol de Wagner favorece que en el espectador se cristalice una idea inquietante: esa imagen falsa, de insoportable realismo, no es más que la síntesis de una profunda lectura sobre las artes del siglo XX y su (ya retrospectivo) legado sobre el espectáculo del siglo XXI. Porque en esta puesta de El oro del Rhin coexisten (como en la Europa de la Revolución Industrial que dio origen a la tetralogía) el art déco estilizado de ciertas películas de los años ’30 como Grand Hotel o Sombrero de copa con la bizarría de algunas imágenes de los filmes de horror posteriores al comienzo de la Guerra Fría como El enigma de otro mundo (ondinas pin up y paisajes nucleares incluidos), la pregnancia de objetos deleznablemente cotidianos como una heladerita de camping con el blanco acerado y mortuorio en la morada de Wotan, ese dios entre los dioses que no todo lo puede. Aquí nos referimos a fondos proyectados, a escenografía corpórea, a cuerpos dispuestos en el espacio, a las voces de bajos, barítonos, tenores, sopranos, mezzos o contraltos, y al sonido imperecedero de la música que proviene de un foso invisible para el espectador de la platea, y que también aparece desde sitios para donde el oído no estaba dispuesto a escuchar y obligan a que uno se pregunte de dónde vienen los tambores, porque no hay parlantes que los amplifiquen.

Y en cuanto a esto baste como ejemplo un momento memorable de esta puesta. No importa contar la historia (a las ondinas del Rhin el nibelungo Alberich les roba el oro que su padre les dio en custodia cuando ellas lo rechazan y él renuncia al amor al tiempo que Wotan debe pagarle a los gigantes Fafner y Fasolt la construcción del castillo donde quiere radicar su morada con la diosa Freia a riesgo de perder la juventud eterna cuestión que lleva a Loge enterado por las ondinas del robo del oro del Rhin a proponerle a Wotan hacerse con el anillo que Alberich mandó fundir con ese oro y que lo transforma en el ser más poderoso del universo… nada que no cuente un buen comic con ilustraciones en sintonía): importa cómo contarla. Ese momento excepcional es aquel donde irrumpe en escena Erda, la diosa de la tierra, pitonisa infalible, quien le indica a Wotan la desgracia que se avecina para los dioses si él se vuelve poseedor del anillo. En otros tiempos del teatro Erda hubiese aparecido en escena con más o menos misterio, con más o menos pericia por parte del director escénico. En este caso el oráculo es la pantalla donde se proyectan los fondos, y Erda es un fondo proyectado con la imagen de la (maravillosa) mezzosoprano chilena María Isabel Vera. La imagen es sugestiva: un plano medio con fondo de fractales, donde solamente tienen vida humanizada los rasgos poderosos de la diosa. Eso es todo. Sin embargo eso no es lo único, porque después uno comprende que la imagen del video de alta definición necesita una voz y la voz está allí, en vivo, viva, en perfecta sincronía con la ilusión, y la síntesis se impone a la posible desmesura, como al comienzo con el Mi bemol y el río. Poco importa que otros fondos proyectados asciendan desde el mundo oscuro del nibelungo a la prístina luz del Walhalla como si pasaran a través de la villa 31 y Puerto Madero (no es necesario el parangón latinoamericanista para explicar el caos político del pensamiento wagneriano), y poco importan la vanidad del mundo operístico con la necesidad de contar una visión del mundo. Poco importan porque al final de la puesta de El oro del Rhin (el prólogo de la tetralogía que se completa con La valquiria en noviembre, y con Sigfrido y La caída de los dioses en 2013) queda en claro que el sentido del deber en la regie de Marcelo Lombardero pretende acercarse a la idea de Gesamtkunstwerk, y lo seguramente logrará transmitirlo.

EL ORO DEL RHIN, de Richard Wagner. Director de orquesta: Alejo Pérez. Director de escena: Marcelo Lombardero. Diseño escenográfico: Diego Siliano. Diseño de vestuario: Luciana Gutman. Diseño de iluminación: José Luis Fiorruccio. Orquesta Estable del Teatro Argentino de La Plata. Con Hernán Iturralde, Francesco Petrozzi, Héctor Guedes, Ariel Cazes, Christian Peregrino, Adriana Mastrángelo, María Bugallo, María Isabel Vera (en la función del 18 de marzo). Última función, domingo 25 de marzo a las 18.30. Teatro Argentino de La Plata, 51 entre 9 y 10.

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