Yo me quedé sentado en la rama, apoyando fuertemente la espalda en el tronco del abeto – no sé cómo había vuelto hasta allí. Estaba temblando. Tenía frío. De pronto se me había quitado el deseo de saltar. Me parecía ridículo. No comprendía cómo podía habérseme ocurrido una idea tan tonta: ¡suicidarme por un moco! Porque ahora acababa de ver a un hombre que estaba huyendo continuamente de la muerte.
Patrick Süskind, La historia del señor Sommer
Hace veinte años, una tarde de invierno al salir de la oficina, me encuentro en la vidriera de Fausto un libro pequeñito llamado La historia del señor Sommer. De Patrick Süskind había leído una novela muy sólida llamada El perfume y un texto muy poético titulado La paloma, por lo que entré a la librería a ver de qué trataba ese librito. Supuse que era un libro para niños y debo confesar que todavía compro libros para niños porque me gustan mucho. Lo primero que me llamó la atención fueron las seis primeras líneas, definitorias para la compra: En la época en que aún me subía a los árboles –hace mucho, mucho tiempo, muchos años y décadas: yo medía entonces poco más de un metro, calzaba zapatos del veintiocho y era tan ligero que podía volar (…); después, esas ilustraciones de Sempé que no tienen líneas definitivas. En esos tiempos me preguntaba qué tan atrás había quedado mi infancia, y por eso todo aquello que trajera la infancia al presente (aunque fuera la infancia de los otros) me resultaba necesario, por qué no imperioso. Claro, me lo llevé a casa para leer a la noche. Pero lo leí, íntegro, en el colectivo, mientras caía la tarde a medida que avanzaban las calles. Eso tienen las prosas que no son complejas: que se pueden leer rápido; pero La historia del señor Sommer, a medida que progresa su relato, se vuelve angustiante porque el narrador crece, aunque en todo su relato sea un adulto. Y sí, es uno de mis libros preferidos. Lo he leído muchas veces, y guarda en su solapa todos los boletos de colectivo que marcaron su lectura.
El narrador es un hombre cuyo occipital es un barómetro infalible. Ese narrador se trepó a los árboles y se cayó de sus ramas y observó el mundo como si volara desde la copa mullida de un árbol alto del bosque. Es que el árbol al que uno trepa siempre es el más alto y la copa la más mullida, porque el bosque es la memoria donde uno puede perderse sin tirar miguitas para recordar el camino de regreso. La infancia es ese período de la memoria cuya constante digresión es el más cálido laberinto. A veces tiene las sombras marcadas pero en la infancia el sol siempre es más brillante y los lagos más profundos y las noches más serenas y el frío tanto más acogedor. En la infancia hay amores a los que uno siempre quiso darles besos y amores que nunca nos correspondieron como hubiéramos querido que nos quieran. Y hay maestras de piano con bigotes y madres decrépitas que a pesar de su decrepitud aún nos ofrecen galletitas. Hay mocos de adulto en la infancia, mocos más terribles porque perdieron el humor. Y hay gente extraña en la infancia, gente con el motor en el antebrazo que al dar tres pasos plantan el bastón para seguir andando, gente como el señor Sommer, de quien nadie sabe nada salvo que su esposa fabrica muñecas de tela rellenas de aserrín. Por eso el narrador tiene cosas para contar, como una tormenta seguida de granizo refugiado en el auto de papá mientras el señor Sommer sigue andando como cada día, andando para que lo dejen en paz. Y el narrador también tiene cosas para callar, porque la memoria no siempre tiene palabras y siembra imágenes que algún día se sublevan.
La memoria es complicada para llevar a escena. ¿Qué constituye la escena de la memoria? En las páginas de un libro la memoria encuentra un campo fértil para su desarrollo, ¿pero en un escenario? Si el teatro es puro devenir… Por eso la mayor virtud de Guillermo Ghio como director de esta propuesta radica en que la memoria sólo puede desplegarse en un espacio a construir. Entonces, en esa habitación rodeada por tachos de pintura, nailon cobertor, escaleritas, muebles viejos, la memoria florece como en verano y las palabras reformulan el ambiente, un ambiente donde alguien va a vivir, alguien que puedo ser yo. Y entre esas paredes, detrás de esa ventana, aunque sea invierno, algo, alguien, quizás escuche nuestro silencio y comprenda que los murmullos, los rumores o la música entran en un puño. Y si los baúles tienen luz en su interior es porque a mí, a él, o a nosotros, nos relumbra la mirada cuando nos enciende un recuerdo. En esta versión del libro de Patrick Süskind no hay otro narrador posible que yo mismo. Ya les dije que este libro me acompaña desde hace veinte años e iluminó ciertos pasajes foscos de mi historia, por lo que ese chico que es un hombre, hoy, tiene que tener mi impronta. Pero yo no soy actor, o ya me olvidé de serlo, por eso que Carlos Portaluppi sea el narrador logra que su reflejo me devuelva la imagen de aquel niño que no fui y que me hubiera gustado ser. O de ese hombrecito que Portaluppi tan bien traduce cuando le brillan los ojos o se le conmueve el cuerpo, o cuando en la voz se le agita el retrato de ese tipo que se ha vuelto inolvidable y que, por la razón que fuese, quiere llegar al final de la marcha sin dejar de caminar a paso vivo.
LA HISTORIA DEL SEÑOR SOMMER, de Patrick Süskind con adaptación escénica y dirección de Guillermo Ghio. Iluminación: Adriana Antonutti y Pablo Armentano. Espacio escénico y selección musical: Guillermo Ghio. Intérprete: Carlos Portaluppi. Domingos a las 18. El Picadero, Pasaje Enrique Santos Discépolo 1857.
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