20 de mayo de 2012

Los éxitos del amor

I smell your perfume
on the sheets in the morning--
it linger like the patterns
on the window after rain,
a past that lives,
if only for the present...
which is gone and will
never come again.

Again, Peter Hammill





Yo coleccioné programas de cine y los muñequitos que salían en el Jack. Los programas los guardé hasta los veintipico de años; un día los quemé junto a mis primeras cosas escritas, en una hoguerita armada en el fondo de mi casa y todo tardó muy poco tiempo en consumirse, unos diez minutos cuanto mucho. Los muñequitos del Jack (Caballero Rojo de Titanes en el Ring incluido) los fui largando desde la ventanilla del ómnibus más o menos para la misma época aunque de a uno por día, cada mañana, durante un año entero, en algún punto del recorrido del 100, allí donde alguien pudiera encontrarlos si andaba con la vista gacha. Por supuesto que hoy me arrepiento de haber hecho semejante cosa, no tanto por los muñequitos del Jack como por los programas de cine; es que esos programas (apenas una hoja mimeografiada o más tarde fotoduplicada, si en la empresa que regenteaba el cine no había plata para pagar el offset), aún con la mínima información indispensable, hoy podrían trazar una historia del entretenimiento en la vida cotidiana del suburbio durante los años ’70. Pero es un arrepentimiento documental que no le hace daño a mi existencia; si uno no tiene afanes de coleccionista es mejor dejar atrás el pasado para poder seguir el viaje.


Pero hay gente que sí tiene afanes coleccionistas. No sé por qué se me ocurre que los mejores coleccionistas son los que viven en las calles cortas, en los callejones, en ciudades más pequeñas que alguna porción de las grandes metrópolis, tal vez porque la imagen que tengo de un coleccionista se asimile a la de un taumaturgo o, más patológicamente si se quiere, a la de un anacoreta. Gente que vive próxima a los bosques o a los mares, por ejemplo, en sitios cuya belleza natural esconde secretos espirituales, de los propios coleccionistas o del colectivo de esa región. Concretamente en el año 2005 acompañé a mi amigo Walter a comprar algunos discos de Peter Hammill en una pieza de Mar del Plata, un cuartucho en una casa algo alejada del centro, aunque asomándose a la ventana la calle terminara en el mar. O sin ir más lejos, a fines del año pasado me tocó buscar para Walter también la edición uruguaya de Sargent Pepper en el bar Los Beatles de Pérez Castellano y Cerrito, ahí donde casi se acaba la Ciudad Vieja montevideana. Triste es el fondo de los ojos de un coleccionista cuando vende parte de su colección. El que me vendió Sargent Pepper, era evidente, aceptó tomar un café conmigo en ese boliche con fotos descoloridas en las paredes no porque le interesara mi charla o la transacción económica, sino porque le costaba perder para siempre aquel objeto que vaya a saber uno qué cosas le habrá hecho sentir en algún momento determinante de su vida. Aunque el coleccionismo sea la afición de ordenar, agrupar u organizar objetos de acuerdo a un cierto criterio, me parece que queda bastante clara la idea de que en ello se nos van una a una las jornadas. Esa tarde que pasamos a buscar los discos de Peter Hammill con Walter por la casa de Víctor bastó para que germinara en mí otra melancolía.


Veamos.
Peter Hammill (Ealing, West London, 1948) es un músico que inspiró más de un movimiento musical desde fines de los ’60 (comenzando por el rock sinfónico y siguiendo por el punk), solo o con el grupo Van der Graf Generator. Probablemente poco conocido, o desconocido lisa y llanamente, por el común de los oyentes hoy por hoy, Hammill estuvo varias veces en la Argentina, la primera de ellas con sendos conciertos el 5 y 6 de junio de 1992 en el desaparecido cine-teatro Alfil de Corrientes y Callao, y la última (hasta ahora) en el Auditorio de San Isidro el domingo 22 de agosto de 1999, ante no más que cincuenta espectadores. Entre sus admiradores, Hammill es dios (Dios, perdón); Víctor lo vio en Mar del Plata el 21 de agosto de 1999 y confiesa que jamás vivirá algo similar a verlo a Hammill cantar, a capella, sin micrófono, a proscenio, con las luces de la Sala Payró del Complejo Auditorium a pleno, dándole la pitada final a un pucho, el público en un puño, esa entristecida versión de Again, una canción de amor de su disco In camera editado en 1974. Por eso se niega a venderle a Meteorito los discos importados de Hammill; no porque no necesite la plata (por entonces Victor se aprestaba a comenzar con Horacio, su amigo de siempre, un negocio de souvenirs para turistas), sino porque se quedaría sin poder acariciar el pasado cuando se le antojara estar triste. Meteorito jamás podría comprender a sus veintitrés años lo que significa para un disco haber cruzado el océano para quedarse junto al mar. Nos enteramos que Meteorito se llama Julián en realidad, y que de repente le agarró la loca de querer comprar elepés de vinilo vía internet (como a Walter, Waltz_big_chance en Mercado Abierto). ¿Qué pueden tener esos discos para ese chiquilín? ¿Qué atardeceres lluviosos podrá pasar con ellos pretendiendo estudiar Merceología? En Walter, Víctor puede comprender el interés: son más o menos contemporáneos en edad, ambos fanáticos de Hammill, y Walter, en buena medida, vive de la compra y de la venta de colecciones de discos. Pero en Meteorito, ¿qué nostalgia podría despertarle The silent corner and the empty stage, o The future now, o el mismísimo Nadir’s big chance? ¿Querrá ganarse una minita con la edición nacional de And close as this? Imposible. Hammill no sirve para levantarse minas, excepto que sean parte del universo hammillero, lo cual es totalmente improbable. Y lo peor de todo es que Julián le regateó el precio. Ahí empezó la cosa. Lo trató muy duro Víctor a Julián, le dijo que venía a romperle las pelotas, no a comprarle discos. Lo dijo delante de Walter y de mí, y de Horacio, que recién llegaba y le reprochó, una vez que el pibe salió a la calle aturullado, que no le vendió los discos no por el regateo sino porque se aferraba a lo que tendría que estar despejando (los discos, claro). Y así era: en esa discusión sin destino, Víctor se aferraba al sobre de Ph7, mientras seguían sonando de muestra sus tracks y justo, en el silencio incómodo que le sirve de soporte a las reflexiones, sonaba Time for a change. La pieza estaba a punto de transformarse en oficina.


El coleccionismo es otra forma de melancolía. Sí, más ligada a lo material, por supuesto. En el coleccionismo se ponen en juego factores económicos, a lo mejor variables de poder, pero a quién puede importarle semejante cosa si una estampilla despierta irreflexivamente la memoria de los otros, hace nacer en nuestros corazones la ficción de las vidas vividas por los desconocidos en épocas pretéritas. Claro, es un material más propio del teatro que del cine el coleccionismo: mientras que el cine es en sí mismo un objeto de colección (el cine no existe sin el soporte), el teatro se relaciona exacta, insobornablemente, con la mundología de los espectadores. Y la colección puede quizás no estar allí pero sí la palabra, sí los actores, sí los instantes. Mientras le contábamos a Agustín la situación de los discos, Agustín ensamblaba un mueble que recién había comprado en el Easy. Leía con atención el manual de instrucciones y parecía que no participaba del relato, pero de repente dijo “A mí Hammill me respondió una carta”. Agustín le escribió muchas, muchas, pero muchas veces a Hammill, y Hammill le respondió una de esas cartas. No necesitó agregar nada más. Agustín conserva esa carta como si fuera de oro. Esa carta es imperecedera. A cierta edad uno no toma conciencia que vive su época de gloria; con los años uno aprende a mirar atrás, y sin demasiado esfuerzo se da cuenta que en la memoria es donde nace el amor. Difícil de explicar quizás; tal vez baste revivirlo a partir de los recuerdos, reales o fantásticos, para aprender que el éxito es nada más que un repertorio de sensaciones y de sentimientos.


LA EDAD DE ORO, escrita y dirigida por Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu. Escenografía: Magalí Acha. Iluminación: Andrés Grimozzi y Eduardo Pérez Winter. Ilustraciones. Ignacio Masllorens. Asistencia de Dirección: Gabriel Zayat. Intérpretes: Ezequiel Rodríguez, Pablo Sigal, Alberto Ajaka y Denise Groesman. Viernes a las 23.30. El Extranjero, Valentín Gómez 3378. 4862-7400.

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