15 de febrero de 2016

Darse cuenta


Mirá que Ariel va a ser tan potz de bajarse del Mercedes en el JFK, subirse al avión después de buscar un par de zapatillas 46 con velcro para el pibe que le tienen que cambiar una válvula del marote, y quedarse para siempre en el Once, en la fundi de Usher. Ni que fuera una shikse. Hoy su vida es otra: él es economista, tiene una mujer bailarina, piensa tener hijos en los Estados Unidos, quiere echar raíces lejos de casa. Total, lo indispensable es que a uno lo acompañen día a día, no importa si es acá o allá, si te planchan el guardapolvo y la escarapela para el acto del día de la bandera o si te sirven la merienda con galletitas y dulce de leche. Ariel bien podría haberse casado en Nueva York y ni siquiera presentarle a Mónica, su novia, a Usher, pero él no es tan abandónico como su padre, ni tan extorsionador como para dejarle a mano las “Eroticón" de principios de los '90 en esa habitación que no cambió ni un milímetro de su apariencia adolescente, ni siquiera debajo de la almohada. Tatele, grandísimo trombenik, bien podrías venir a ver a tu hijo en lugar de someterlo a los doce trabajos de Hercules vía celular. ¿Qué querés, cobrarte la distancia que vos impusiste por ayudar a los demás y nunca estar del todo para ellos? ¿Y qué eran mamá y Ariel para vos? ¿Puro pushke en tu existencia? 
¿Será cierto Usher que no te cortaste el pelo por esperar la vuelta de Ariel, y que te quedaste pelado esperándolo?
¿Puede entenderse EL REY DEL ONCE a partir de la universalidad de su anécdota? Por supuesto que sí, pero si esta es la mejor película de Daniel Burman hasta la fecha no se debe tan sólo a la progresión dramática de su historia: el rito judio de cada día no es folclore sino iniciación, y para el espectador no avisado (ni avezado en el ritual) el sentido habrá de cambiar cuando descubra, mucho después de la proyección, que las cintas de cuero del tefilim sirven para poner en armonía intelecto y corazón. Porque de eso se trata EL REY DEL ONCE, de poner en claro que una comunidad puede ser feliz cuando cada individuo se anima al compromiso hacia el otro, así sea comer juntos sin conocernos o pasar la noche en vela cuando alguien está enfermo y necesita de nuestra compañía. En ese aspecto EL REY DEL ONCE tiene algunas escenas que dejan rebotando ideas distintas a las que traíamos antes de sentarnos en la platea del cine. Por ejemplo está esa con Mumi Singer, la travesti que quiere completar el mandato familiar con su ceremonia de bar mitzvá; para hacerlo se necesita un rabino que pueda hacerles el favor de no fijarse en cómo va vestido uno, un rabino como ese que tiene un embargo y que un cheque bien podría levantar. En esta escena Ariel toma posesión del lugar del padre detrás del escritorio en la oficina de la fundación, el lugar del padre así no tenga hijos todavía, ni propios ni ajenos, y puede exigir el cambio de remito a factura para que el capitalismo sea más humano. Dicen que favor con favor se paga, nada mejor que prometer a diferencia un ojo por ojo, diente por diente.
Como las galerías de la calle Corrientes, en EL REY DEL ONCE hay al menos cuatro personajes que crean una bien surtida galería de paradigmas de cierta tanguera porteñidad: Eva, la chica religiosa que no esconde nada, que nada más no expresa lo que no debe nombrar; Mamuñe, el carnicero, un comuñe de este tamaño que andá a echarle una mirada torva pero que tiene su por qué de rencor adolorido; Usher, el titular de la fundación de socorros mutuos, el padre de Ariel, el rey del Once, esa especie de Gandalf de Larrea y Lavalle mezclado con el doctor Tangalanga que siempre sabe muy bien por qué hace cada cosa que hace; y Ariel, el hijo de Usher, un muchacho grande que no es mucho más alto que algunos de esos pilotes que protegen la sinagoga después de los atentados, tan asombrado como aturdido, tan ajeno como indispensable, tan confuso como diáfano (a quien Alan Sabbagh transforma además en un sujeto entrañable). Pero también podemos nombrar a Hércules, el todoterreno sobre el que descansa la ingeniería desmañada de la fundación; la tía Susy, que puede limpiarte la casa, prescribirte un Rivotril y al mismo tiempo echar en cara tu egoísmo; las chicas de la fundación, tan gauchitas aunque estén viejas; los religiosos del templo, que te preparan para la tevilá más alegre de tu vida en la mikvé que quizás nunca habías visitado; Mónica, la novia errante que prefiere que la sostengan en el aire antes que dar pasos por el suelo; y Marcelito Cohen, el décimo hombre. El registro de Burman gana empatía cuanto más desprolijo se vuelve, cuando recorre esas calles que quizás conozcamos de sobra y que nos ven pasar sin ser protagonistas, ni siquiera cuando nos roban la valija o el celular o nos vamos a comprar zapatos a “La Babel”, y cuando se ordena, cuando Ariel balbucea yo voy y después lo afirma con toda seguridad, dándose a sí mismo la certeza de que ya vino del todo, descubrimos con profunda emoción que al fin y al cabo darse cuenta de qué significa vivir es aceptar el amor del otro, el amor de nuestro padre, por qué no el amor de Di-s, en una ciudad donde existimos nosotros y los colores del Purim y el sol que es el mismo para todos.

EL REY DEL ONCE (Argentina, 2016). Escrita y dirigida por Daniel Burman. Producida por Diego Dubcovsky, Daniel Burman, Axel Kuschevatzky, Bárbara Francisco. Fotografía: Daniel Ortega. Sonido: Catriel Vildosola. Montaje: Andrés Tambornino. Intérpretes: Alan Sabbagh, Julieta Zylberberg, Usher, Elvira Onetto, Adrián Stoppelman, Elisa Carricajo, Dan Breitman. 81 minutos.

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