En la larga fila para entrar a la sala 9 del Monumental Lavalle (que era parte de la platea del cine Electric), una señora lagrimea y muy seria y tocada dice
-Gil la bendijo a la Nati.
Hay un clima de ceremonia en el hall del complejo. Mucha familia con chicos, cochecitos de bebé, grupos de amigas cuarentonas que hoy lo siguen a Uriel Lozano, parejas que se pusieron la mejor pilcha del ropero, y una suerte de murmullo respetuoso, como murmullo de iglesia. No hay euforia.
Cuántas butacas hay en la sala, ciento cincuenta, doscientas. Bueno, están todas ocupadas. Y en la sala tampoco hay demasiado ruido. Hay flashes de cámara de celular que capturan el momento previo a ver la película, mientras pasan ese avance con Gail Gadot haciendo de la Mujer Maravilla que uno no atina a definir hasta dónde vale la pena, si ni siquiera se la ve a Diana Prince girando hecha una luz. Esa falta de euforia sigue siendo extraña. A lo mejor será porque ya es bastante tarde, pero no, evidentemente no es por eso. En la sala no entra nadie más sentado, y ni siquiera los pochoclos hacen ruido.
Alguien aplaude cuando la marca Cine Argentino hace su aparición en pantalla, otros lo hacen callar. Empieza la película. Comentarios en off con voces (aún hoy) reconocibles de la televisión, sobre fondo negro, indican que el 7 de septiembre de 1996 Gilda muere en un accidente vial, que el micro de gira donde viajaba chocó de frente contra un camión con chapa brasilera que se cambió de carril bajo la lluvia. Luego, cuando la imagen abre de negro, el ataúd donde está Gilda. Los fans que se agolpan detrás de la cabina donde el ataúd recorre el sendero hacia su destino final. Las huellas de unas manos que se estampan contra el vidrio mojado del coche fúnebre. Un sufrimiento que, aún siendo ficcionado, parece una captura del momento real. En la escena no hay ruido, no hay histeria, no hay misterio. En la escena hay dolor. Hay una resignación de la que cuesta reponerse porque la vista es demoledora.
Y luego del título principal, la primera imagen de Natalia Oreiro componiendo a Gilda. Perdón, a Myriam Alejandra Bianchi.
¿Por qué es una imagen espectral la de Myriam Alejandra Bianchi frente al espejo, con la mirada extraviada y unas ojeras que ni siquiera se preocupa por maquillar? ¿Por qué esa imagen dura toda la acción (peinarse y abrocharse el guardapolvo de maestra jardinera) y no tiene cortes de montaje que la agilicen? ¿Por qué Myriam no parece feliz? Porque no lo es, porque algo le falta. Y cuando se decide a presentarse al pedido de vocalista para banda en formación que lee en los clasificados del diario, pese al desdén de su marido, pese a su trabajo con los chicos, pese a sus propios hijos, a su madre terrible, al recuerdo de su padre y su propia adolescente que canta entre las raíces frondosas del árbol en el fondo de su casa, Myriam tampoco será feliz. Porque esta historia, la de Myriam Alejandra Bianchi, quien tangencialmente fuera Gilda, una cantante efímera y exitosa que ya pasaba los treinta cuando le llegó el éxito, no es una historia sobre la superación y el alcanzar una estrella. No, no es un melodrama tranquilizador. Es la historia de una heroína de clase media, de una heroína desclasada en democracia, de una heroína trágica.
GILDA - NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR es una tragedia. Los seguidores de Gilda lo saben: vinieron a ver la pasión de Gilda.
Toda la película, trabajada a contraluz y en tonos cárdenos, con destellos de color cuando el escenario lo amerita, con su nocturnidad de bajo fondo y el susurro malandrino de su estofa, es la tragedia de la cultura popular. Cultura recluida todavía en el alcohol seco de las bebidas baratas, en la ganancia yerma al final de la noche, en el agotamiento que se traslada en un colectivo destartalado hacia madrugadas abotagadas, hacia la necesidad de una caricia sanadora que le saque el ardor a tanto cachetazo. Esta es una película sobre la negación del arte y sus artistas deslucidos, y sobre una clase sojuzgada que los consume hasta la muerte o que los usa para imaginarse el libre albedrío como ocurre en la mejor escena de este relato, esa en la que Gilda y su banda tienen que ir a tocar a la cárcel porque no les quedan escenarios disponibles si no firman un contrato leonino con el capanga de turno, y todos, todos los que están allí, son por fin libres, se dan la mano y son luminosos.
Hay también otras ocasiones en las que el espectador es invitado a pensar en lo que ve. Esa puesta en abismo del final, cuando Gilda se enfrenta al público y la cámara registra el llanto de quienes ven en Natalia Oreiro la resurrección del personaje, cuando se suspende la ficción porque la intersecta la realidad y las dos cosas son lo mismo, transforma a GILDA - NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR en una obra cinematográfica mayor y en una de las películas más serias que se hayan filmado sobre la sociedad argentina en los últimos treinta y tantos años, aunque a priori parezca que es un mero entretenimiento comercial con todo el mundo abriéndole el corazón a la catarsis. No es tan difícil hacer esta lectura: toda la película se ampara en el verosímil que Gilda ha creado en el imaginario nacional aunque no la veamos ni escuchemos en ninguna imagen o sonido a lo largo de su transcurso. Ese verosímil es interpretado por la composición que Natalia Oreiro hace de Myriam Alejandra Bianchi / Gilda, una tarea muy complicada de transmitir si tomamos en cuenta que lo menos importante de ese trabajo es lo exterior. La infelicidad de Myriam, el esplendor de Gilda, están en la mirada de Natalia. Una mirada única, tan trágica como el destino de su criatura, tan frágil como el amor que la desborda, tan noble como su esfuerzo actoral, tan clara como su talento.
GILDA - NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR. Argentina/Uruguay, 2016. Dirigida por Lorena Muñoz. Escrita por Lorena Muñoz y Tamara Viñes. Producida por Benjamín Avila, Maximiliano Dubois, Lucía Gaviglio, Axel Kuschevatzky, Eva Lauria, Lorena Muñoz. Fotografía: Daniel Ortega. Dirección de Arte: Daniel Gimelberg. Vestuario: Julio Suárez. Música: Pedro Onetto. Intérpretes: Natalia Oreiro, Lautaro Delgado, Javier Drolas, Susana Pampín, Roly Serrano, Daniel Valenzuela, Daniel Melingo, Ángela Torres. 118 minutos.
Impresionante al articulo, me convenciste la voy a ir a ver.
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