UN HUECO, de y dirigida por Juan Pablo Gómez. Producción: Luciana Zylberberg. Diseño de Iluminación: José Pigu Gómez, Carolina Rolandi. Asistencia de Dirección: Natalia Gutiérrez. Intérpretes: Patricio Aramburu, Nahuel Cano, Alejandro Hener. Sábados a las 22. Club Estrella de Maldonado, Av. Juan B. Justo 1439. Solamente con reservas al 15.5708.5927 o a unhuecoteatro@gmail.com
Antes del célebre pasaje de la magdalena Marcel Proust dice que es trabajo perdido querer evocar el pasado, que el pasado se esconde en un objeto material cuya presencia ni siquiera sospechamos. Es un buen ejercicio leer En busca del tiempo perdido sin la linealidad de la lectura, porque justamente se produce ese efecto revelador cualquiera sea el párrafo en el que caiga nuestra mirada. Quizás después con James Joyce y con Jorge Luis Borges se haya completado desde la literatura el perfil revelador de los actos humanos, pero la obra de Proust es tal vez la primera marca indeleble en la forma de narrar el alma del hombre contemporáneo. Y en algún punto podríamos conjugar la sensación de leer a Proust con observar alguna de las ilustraciones de Norman Rockwell para el Saturday Evening Post. En el trazo claro y realista de Rockwell se aprecia la observación que su autor hacía del tiempo que le tocaba vivir, una observación cariñosa hacia la gente. Aquí les dejo una estampa para que lo recuerden:
Antes del célebre pasaje de la magdalena Marcel Proust dice que es trabajo perdido querer evocar el pasado, que el pasado se esconde en un objeto material cuya presencia ni siquiera sospechamos. Es un buen ejercicio leer En busca del tiempo perdido sin la linealidad de la lectura, porque justamente se produce ese efecto revelador cualquiera sea el párrafo en el que caiga nuestra mirada. Quizás después con James Joyce y con Jorge Luis Borges se haya completado desde la literatura el perfil revelador de los actos humanos, pero la obra de Proust es tal vez la primera marca indeleble en la forma de narrar el alma del hombre contemporáneo. Y en algún punto podríamos conjugar la sensación de leer a Proust con observar alguna de las ilustraciones de Norman Rockwell para el Saturday Evening Post. En el trazo claro y realista de Rockwell se aprecia la observación que su autor hacía del tiempo que le tocaba vivir, una observación cariñosa hacia la gente. Aquí les dejo una estampa para que lo recuerden:
En UN HUECO Juan Pablo Gómez enfrenta a sus personajes al fin de la inocencia. Para este cronista los finales no pueden ser felices porque si las cosas se terminan significa que a partir de ese momento todo será evocación, y convengamos que las evocaciones (pensándolas dulcemente) suelen ser melancólicas. Luego de un final feliz no queda nada. Un final feliz es devastador. Y si el fin de la inocencia no es feliz es porque se da la mano con la muerte, y la muerte no es otra cosa más que la evocación de la vida. De esto habla UN HUECO, y lo dice de forma notable.
Poco sabremos de Mati, salvo que era profe de fútbol en el club y que le pondrán una plaquita en la cancha. Mati se murió, y Maxi, Lucas y Huguito están ahí para despedirlo. Los amigos se acercan a los 30 y están vestidos sobriamente; el traje tendría que darles un aire formal, pero en ese momento del velatorio pareciera que está promediando la fiesta y están descansando para seguir el baile. Algo de eso hay en la sensación de los tres, tienen ganas de seguir bailando, quieren escaparle a la tristeza. Pero la tristeza los invade, se cuela desde afuera: es triste ver a los deudos junto al cajón, es triste observar que alrededor la chatura del pueblo es como un ataúd, y son tristes los sandwichitos de miga que sirven las azafatas (aunque parece que los de pernil están mejor). ¿Qué pasará con ellos cuando salgan del vestuario y deban enfrentarse con el resto de sus vidas? ¿Podrán llorar? Tal vez la única solución sea esconderse.
Si UN HUECO es una pieza profunda es porque su planteo es muy simple. Maxi, Lucas y Huguito no tienen horizonte al que perseguir y los descubrimientos que hacen de la vida ya dejaron de sorprenderlos; el estado de las cosas es tan filoso que los parte al medio, y en ese sentido escaparse no los lleva a ningún lado, como le ocurre a cualquiera de nosotros todos los días. El gran mérito tanto del texto como del espectáculo es que Juan Pablo Gómez utiliza recursos del realismo no para hallar la verdad sino para recrear un verosímil, y encontrar humor en el dolor u hondura en la superficie es porque en todo momento Gómez se preocupó por hacer de UN HUECO un espectáculo afectuoso. No es un dato menor este. UN HUECO cabe en la palma de la mano.
La utilización de un vestuario del Club Estrella de Maldonado para montar la obra no es una excentricidad ni se queda en el hecho anecdótico: es el alma de la pieza. Cuando un espacio común es utilizado con otros fines la perspectiva de las cosas se subvierte. La espera en un pasillito, matizada con café y ginebra, presidida por un arreglo floral de la Comisión Directiva y machacada por la música funcional, es el preparativo más adecuado para introducirnos en un mundo conocido y ajeno. Somos ajenos a la situación pero allí estamos, y estamos tan cerca que quisiéramos participar, por lo que el extrañamiento inicial es una forma de acercar la distancia de la cuarta pared hasta transformarla en una ventana por donde espiamos el interior. Maxi, Lucas y Huguito disuelven por este efecto a los tres actores que los interpretan (Nahuel Cano, Patricio Aramburu y Alejandro Hener, respectivamente), y si son personas y no personajes es porque una vez presentados ya somos parte de la ceremonia, y nos atrincheramos con ellos para resistir la tristeza y convertir el teatro en puro espíritu.
El mejor momento de UN HUECO tiene que ver con recuperar el pasado. Los tres bailan la danza de las palmas, una danza ritual jasídica que traduce la alegría que no pueden expresar las palabras. Entonces recuerdan los trece años de Huguito y su Bar Mitzvá, y recién ahora son hombres. La magdalena de Proust se disolvía, como su infancia, en dos cucharadas de té, y lo que nos hace hombres, lo que nos hace adultos, es recuperar la infancia y descubrir que seguimos intactos. Y si nos dan ganas de llorar no seremos menos hombres, quizás seamos más humanos.
Poco sabremos de Mati, salvo que era profe de fútbol en el club y que le pondrán una plaquita en la cancha. Mati se murió, y Maxi, Lucas y Huguito están ahí para despedirlo. Los amigos se acercan a los 30 y están vestidos sobriamente; el traje tendría que darles un aire formal, pero en ese momento del velatorio pareciera que está promediando la fiesta y están descansando para seguir el baile. Algo de eso hay en la sensación de los tres, tienen ganas de seguir bailando, quieren escaparle a la tristeza. Pero la tristeza los invade, se cuela desde afuera: es triste ver a los deudos junto al cajón, es triste observar que alrededor la chatura del pueblo es como un ataúd, y son tristes los sandwichitos de miga que sirven las azafatas (aunque parece que los de pernil están mejor). ¿Qué pasará con ellos cuando salgan del vestuario y deban enfrentarse con el resto de sus vidas? ¿Podrán llorar? Tal vez la única solución sea esconderse.
Si UN HUECO es una pieza profunda es porque su planteo es muy simple. Maxi, Lucas y Huguito no tienen horizonte al que perseguir y los descubrimientos que hacen de la vida ya dejaron de sorprenderlos; el estado de las cosas es tan filoso que los parte al medio, y en ese sentido escaparse no los lleva a ningún lado, como le ocurre a cualquiera de nosotros todos los días. El gran mérito tanto del texto como del espectáculo es que Juan Pablo Gómez utiliza recursos del realismo no para hallar la verdad sino para recrear un verosímil, y encontrar humor en el dolor u hondura en la superficie es porque en todo momento Gómez se preocupó por hacer de UN HUECO un espectáculo afectuoso. No es un dato menor este. UN HUECO cabe en la palma de la mano.
La utilización de un vestuario del Club Estrella de Maldonado para montar la obra no es una excentricidad ni se queda en el hecho anecdótico: es el alma de la pieza. Cuando un espacio común es utilizado con otros fines la perspectiva de las cosas se subvierte. La espera en un pasillito, matizada con café y ginebra, presidida por un arreglo floral de la Comisión Directiva y machacada por la música funcional, es el preparativo más adecuado para introducirnos en un mundo conocido y ajeno. Somos ajenos a la situación pero allí estamos, y estamos tan cerca que quisiéramos participar, por lo que el extrañamiento inicial es una forma de acercar la distancia de la cuarta pared hasta transformarla en una ventana por donde espiamos el interior. Maxi, Lucas y Huguito disuelven por este efecto a los tres actores que los interpretan (Nahuel Cano, Patricio Aramburu y Alejandro Hener, respectivamente), y si son personas y no personajes es porque una vez presentados ya somos parte de la ceremonia, y nos atrincheramos con ellos para resistir la tristeza y convertir el teatro en puro espíritu.
El mejor momento de UN HUECO tiene que ver con recuperar el pasado. Los tres bailan la danza de las palmas, una danza ritual jasídica que traduce la alegría que no pueden expresar las palabras. Entonces recuerdan los trece años de Huguito y su Bar Mitzvá, y recién ahora son hombres. La magdalena de Proust se disolvía, como su infancia, en dos cucharadas de té, y lo que nos hace hombres, lo que nos hace adultos, es recuperar la infancia y descubrir que seguimos intactos. Y si nos dan ganas de llorar no seremos menos hombres, quizás seamos más humanos.
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