Esta semana hubiese querido reseñar todos los espectáculos que vi desde el 30 de julio (AMAPOLA, NOCHES DE VERANO, MÉTODOS PARA NO LLORAR, LAS AMARGAS LÁGRIMAS DE PETRA VON KANT, LOS ERRORES DE NOÉ, SEÑORITA ELSA y TARANTO), pero me ganó uno que vi el sábado 1º de agosto y sinceramente no me pude resistir a destacarlo. El lunes publicaré otra entrada reseñando los que nombré y lo que tengo en carpeta para el sábado y domingo.
Sí quisiera decirles que este fin de semana (sábado 8 y domingo 9 de agosto) se despide una clase entrañable, la que dicta el maestro Sergio Feferovich en el teatro Liceo a partir de las 16 y que se llama LA VUELTA AL MUNDO EN UN VIOLÍN. Si tienen chicos que quieran descubrir la música a partir de una orquesta de cuerdas, o si aún conservan al chico que han sido y quieren recuperar el asombro por ver algo nuevo, no duden en acercarse que la van a pasar de maravillas. Hasta querrán disfrazarse de chinitos.
La epopeya de los desangelados
BERESTOWOIK, de Luis Aponte. Dirigida por Walter Jakob y Carolina Zaccagnini. Diseño de Luces: Adrián Grimozzi. Asesoramiento Escenográfico: Alejandro Alonso. Diseño Sonoro: Agustín Mendilaharzu y Agustín Rolandelli. Vestuario: Julia Catalá. Intérpretes: Luis Aponte, Walter Jakob, Horacio Marassi, Marcelo Mariño. Teatro Silencio de Negras, Luis Sáenz Peña 663. Sábados a las 20.30. Dada la capacidad de la sala se recomienda reservar previamente al 4381-1445.
Ricardo, Miguel y el tío Tony viven en un pe hache de alguno de estos barrios, muy similar a la sala Silencio de Negras, un departamento chico aunque de ambientes altos. Les alcanza y les sobra a los tres aunque les queda grande porque los Berestowoik no tienen mujeres en casa; solamente les quedó en el ropero un vestido de la tía Nacha. Miguel está de novio con Pato, Tony es un timbero viejo y Ricardo ensaya danzas ucranianas para la gira por las colonias del Chaco y del Paraguay. Pato dará una fiesta de disfraces en Lanús, con máquina de humo y todo, y por un rato los Berestowoik seguro estarán contentos. Pero el precio de la alegría lo cobra Erlan, el representante de una jugadora anónima: la tragedia. ¿Le darán de comer kapusta a Erlan los Berestowoik? ¿Sirven para algo los amuletos de la buena suerte? Esa pregunta, una voz en el teléfono y una cena sin grandes preparativos alcanzan para resumir por qué uno se vuelve automáticamente cómplice de los BERESTOWOIK.
En BERESTOWOIK uno descubre pistas de ciertas formas de vida desencantadas, esas del peronismo proscrito por la Revolución Libertadora que decía que sin Perón el pobre ya no podría ser feliz, formas de subsistir que murieron con los cordones industriales. En los muebles viejos, cuidados y heredados, uno descubre signos perdurables desde la década del ’50 para acá, elementos que en cualquier casa suburbana dejan de ser tendencia vintage para transformarse en su respiración cotidiana. Los Berestowoik son hijos de europeos de segunda con un pensamiento trasplantado y que deben deletrear el apellido para que alguien los entienda, cuya máxima preocupación es amarrocar guita en el cajoncito para tener asegurado el porvenir, un porvenir yermo de placeres. Argentinos. ¡Qué familia tan normal la de los Berestowoik! ¡Qué familia tan unida por los lazos del amor! Familia de hombres solos, hombres que ni antihéroes pueden ser, hombres que no quieren ser descubiertos.
Pero por suerte BERESTOWOIK no es un estudio sociológico. ¿Me están tanteando? dice Ricardo cuando una verdad solapada intenta salir del armario. El juego que la obra establece con el espectador es dejar implícitas cada una de sus intenciones, nos obliga a jugar con los sentidos alerta mientras el texto siembra pistas, orejea las cartas y se encarga de callarse cuando está por abrir la boca. ¿Para qué decir lo que uno comprende a simple vista? Los Berestowoik no pueden, y no deben, perder la dignidad, porque son así, qué le vamos a hacer. Pero son dignos, no son culpables de nada. Nadie es culpable de nada pareciera decirnos Luis Aponte, pero no plantea inocencia alguna. BERESTOWOIK es su primera obra; es precisa sin ser llana, profunda sin caer en sentencias fútiles, y mide su hábitat instintivamente, con las garras afiladas.
Y si lo antedicho es el sedimento que nos deja la pieza, la puesta en escena de Walter Jakob y Carolina Zaccagnini realza el espacio lúdico de las palabras y las vuelve polisémicas en el espacio físico de la sala. El lenguaje genérico del teatro (el verbo representado) se altera por convenciones puramente cinematográficas donde el fuera de campo (lo que ocurre más allá de lo que vemos o escuchamos) incluye al espectador de forma tal que ciertos pasajes de la obra son de su invención exclusiva, y si resultan momentos extraños es porque son casi verdaderos. El sábado 1º de agosto cuando vi la función estaba nublado, y por la puerta vidriada que da al patiecito se veía el cielo rosado anunciando lluvia; esto redimensiona escenas como la de la cena de los muchachos o el trabajo que debe realizar Erlan para curar a Tony de su adicción al juego, porque el afuera es el nuestro, el de siempre, y el espacio de la acción teatral se diluye hasta incorporarse a nuestra realidad.
Entre un naturalismo que excluye la tentación costumbrista (como el del cine de David José Kohon) y un expresionismo sin los bordes recargados (como el del cine de Rainer Werner Fassbinder), cada escena del relato contiene indicios de la vida interior de los personajes que más que ser revelados se irán cortando como el cogollo compacto de un repollo listo para ser kapusta. El ensamble actoral se destaca por dejar en la mesa las contradicciones de cada uno de los personajes, cuestión que vuelve tan humanos al Miguel de Luis Aponte, al Ricardo de Walter Jakob, al Tony de Horacio Marassi y al Erlan de Marcelo Mariño, tan fieros, frágiles, veniales, oscuros, ilusos o patibularios como el entorno que los contiene.
Miguel, Ricardo y Tony hablan ucraniano entre ellos y comen comidas típicas de Ucrania. Kapusta es un plato eslavo que lleva medio kilo de carne picada, dos morrones grandes, una cebolla y un kilo de repollo blanco; se fríen la cebolla y los morrones en aceite de maíz o en una cucharada de grasa de cerdo hasta que toman color; después se agrega la carne picada y se revuelve, más tarde se incorpora el repollo cortado en tiritas y se deja hervir unos minutos. Aunque no quede del todo académico decirlo, BERESTOWOIK es el mejor espectáculo que se está ofreciendo en el circuito alternativo. Vale la pena acercarse a él y después investigar las sensaciones que ha dejado. En la sala entran más o menos veinte personas. No es habitual estar tan cerca de algo excelente. En serio. Y punto.
En BERESTOWOIK uno descubre pistas de ciertas formas de vida desencantadas, esas del peronismo proscrito por la Revolución Libertadora que decía que sin Perón el pobre ya no podría ser feliz, formas de subsistir que murieron con los cordones industriales. En los muebles viejos, cuidados y heredados, uno descubre signos perdurables desde la década del ’50 para acá, elementos que en cualquier casa suburbana dejan de ser tendencia vintage para transformarse en su respiración cotidiana. Los Berestowoik son hijos de europeos de segunda con un pensamiento trasplantado y que deben deletrear el apellido para que alguien los entienda, cuya máxima preocupación es amarrocar guita en el cajoncito para tener asegurado el porvenir, un porvenir yermo de placeres. Argentinos. ¡Qué familia tan normal la de los Berestowoik! ¡Qué familia tan unida por los lazos del amor! Familia de hombres solos, hombres que ni antihéroes pueden ser, hombres que no quieren ser descubiertos.
Pero por suerte BERESTOWOIK no es un estudio sociológico. ¿Me están tanteando? dice Ricardo cuando una verdad solapada intenta salir del armario. El juego que la obra establece con el espectador es dejar implícitas cada una de sus intenciones, nos obliga a jugar con los sentidos alerta mientras el texto siembra pistas, orejea las cartas y se encarga de callarse cuando está por abrir la boca. ¿Para qué decir lo que uno comprende a simple vista? Los Berestowoik no pueden, y no deben, perder la dignidad, porque son así, qué le vamos a hacer. Pero son dignos, no son culpables de nada. Nadie es culpable de nada pareciera decirnos Luis Aponte, pero no plantea inocencia alguna. BERESTOWOIK es su primera obra; es precisa sin ser llana, profunda sin caer en sentencias fútiles, y mide su hábitat instintivamente, con las garras afiladas.
Y si lo antedicho es el sedimento que nos deja la pieza, la puesta en escena de Walter Jakob y Carolina Zaccagnini realza el espacio lúdico de las palabras y las vuelve polisémicas en el espacio físico de la sala. El lenguaje genérico del teatro (el verbo representado) se altera por convenciones puramente cinematográficas donde el fuera de campo (lo que ocurre más allá de lo que vemos o escuchamos) incluye al espectador de forma tal que ciertos pasajes de la obra son de su invención exclusiva, y si resultan momentos extraños es porque son casi verdaderos. El sábado 1º de agosto cuando vi la función estaba nublado, y por la puerta vidriada que da al patiecito se veía el cielo rosado anunciando lluvia; esto redimensiona escenas como la de la cena de los muchachos o el trabajo que debe realizar Erlan para curar a Tony de su adicción al juego, porque el afuera es el nuestro, el de siempre, y el espacio de la acción teatral se diluye hasta incorporarse a nuestra realidad.
Entre un naturalismo que excluye la tentación costumbrista (como el del cine de David José Kohon) y un expresionismo sin los bordes recargados (como el del cine de Rainer Werner Fassbinder), cada escena del relato contiene indicios de la vida interior de los personajes que más que ser revelados se irán cortando como el cogollo compacto de un repollo listo para ser kapusta. El ensamble actoral se destaca por dejar en la mesa las contradicciones de cada uno de los personajes, cuestión que vuelve tan humanos al Miguel de Luis Aponte, al Ricardo de Walter Jakob, al Tony de Horacio Marassi y al Erlan de Marcelo Mariño, tan fieros, frágiles, veniales, oscuros, ilusos o patibularios como el entorno que los contiene.
Miguel, Ricardo y Tony hablan ucraniano entre ellos y comen comidas típicas de Ucrania. Kapusta es un plato eslavo que lleva medio kilo de carne picada, dos morrones grandes, una cebolla y un kilo de repollo blanco; se fríen la cebolla y los morrones en aceite de maíz o en una cucharada de grasa de cerdo hasta que toman color; después se agrega la carne picada y se revuelve, más tarde se incorpora el repollo cortado en tiritas y se deja hervir unos minutos. Aunque no quede del todo académico decirlo, BERESTOWOIK es el mejor espectáculo que se está ofreciendo en el circuito alternativo. Vale la pena acercarse a él y después investigar las sensaciones que ha dejado. En la sala entran más o menos veinte personas. No es habitual estar tan cerca de algo excelente. En serio. Y punto.
Gracias por el comentario, lo veo después de muchos años, estoy sentado en la compu con tres costillas rotas, la violencia social literal. Un abrazo. Luis Aponte
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