ANDRÉI: Estás en la mesa de un gran restaurante de Moscú, no conoces a nadie, nadie te conoce a ti, pero te sientes un extraño… Mientras que aquí conoces a todos, todos te conocen, y eres un extraño… Extraño y solitario.
SONIA: ¡Le queda tan mal! Usted es elegante, tiene una voz tierna… Más aún, no conozco a nadie tan hermoso como usted. Entonces, ¿por qué quiere asemejarse al común de los hombres, a esos que beben y juegan a los naipes? ¡Oh, le suplico que no lo haga, se lo ruego, lo conjuro!
Andréi Serguéievich Prósorov y Sofia Aleksándrovna (Sonia), en Tres hermanas y Tío Vania, piezas de Antón Chejov.
El diálogo se produce cuando uno le encuentra voz a sus palabras, porque es entonces, con la voz, cuando uno tiene algo para decirle al otro. Por eso al dialogar da la sensación de que no estamos solos y de que pasa el tiempo, de que se materializa el presente, de que los demás momentos quedaron suspendidos en el espacio difuso de nuestra memoria. Si tenemos algo que decirle al otro se corporizan nuestras emociones así sean cuentos con apariencia de realidad, y no es tan importante la verdad porque la emoción siempre es genuina. La emoción nos encarna. Y mucho más se encarna en el teatro.
Antón Chejov (Taganrog, Rusia, 1860; Badenweiler, Alemania, 1904) estudió en una escuela griega donde iba la burguesía de su ciudad natal, se hizo sastre, se recibió de médico, contrajo tuberculosis, hizo un censo de prisioneros en la isla de Sajalín que luego transformó en un ensayo, y fue un cuentista y autor teatral que marcó el camino en la literatura y el teatro para las actuales generaciones. Pero lo más importante, lo que llega a nuestros días de todo su trabajo, es que fue un humanista, un hombre que tradujo en voces sus profundas observaciones sobre el alma gastada de la gente. En su Cuaderno de Notas, recientemente publicado en español por La Compañía, Chejov escribe “<… Esa mujer… Me casé a los veinte años, no he tomado un solo vaso de vodka en toda mi vida, no he fumado un solo cigarrillo…> Y sin embargo… Después que hubo pecado todos lo amaron más aún y le tuvieron más confianza. Y, caminando por la calle, comenzó a darse cuenta de que la gente era más tierna y gentil con él, sólo porque era un pecador”. Sin grandes conflictos a la vista las obras de Chejov trascienden por presentar un esquema de psicología colectiva tan universal como sin tiempo, una pincelada de eternidad.
SONIA: ¡Le queda tan mal! Usted es elegante, tiene una voz tierna… Más aún, no conozco a nadie tan hermoso como usted. Entonces, ¿por qué quiere asemejarse al común de los hombres, a esos que beben y juegan a los naipes? ¡Oh, le suplico que no lo haga, se lo ruego, lo conjuro!
Andréi Serguéievich Prósorov y Sofia Aleksándrovna (Sonia), en Tres hermanas y Tío Vania, piezas de Antón Chejov.
El diálogo se produce cuando uno le encuentra voz a sus palabras, porque es entonces, con la voz, cuando uno tiene algo para decirle al otro. Por eso al dialogar da la sensación de que no estamos solos y de que pasa el tiempo, de que se materializa el presente, de que los demás momentos quedaron suspendidos en el espacio difuso de nuestra memoria. Si tenemos algo que decirle al otro se corporizan nuestras emociones así sean cuentos con apariencia de realidad, y no es tan importante la verdad porque la emoción siempre es genuina. La emoción nos encarna. Y mucho más se encarna en el teatro.
Antón Chejov (Taganrog, Rusia, 1860; Badenweiler, Alemania, 1904) estudió en una escuela griega donde iba la burguesía de su ciudad natal, se hizo sastre, se recibió de médico, contrajo tuberculosis, hizo un censo de prisioneros en la isla de Sajalín que luego transformó en un ensayo, y fue un cuentista y autor teatral que marcó el camino en la literatura y el teatro para las actuales generaciones. Pero lo más importante, lo que llega a nuestros días de todo su trabajo, es que fue un humanista, un hombre que tradujo en voces sus profundas observaciones sobre el alma gastada de la gente. En su Cuaderno de Notas, recientemente publicado en español por La Compañía, Chejov escribe “<… Esa mujer… Me casé a los veinte años, no he tomado un solo vaso de vodka en toda mi vida, no he fumado un solo cigarrillo…> Y sin embargo… Después que hubo pecado todos lo amaron más aún y le tuvieron más confianza. Y, caminando por la calle, comenzó a darse cuenta de que la gente era más tierna y gentil con él, sólo porque era un pecador”. Sin grandes conflictos a la vista las obras de Chejov trascienden por presentar un esquema de psicología colectiva tan universal como sin tiempo, una pincelada de eternidad.
En Danza de verano (Dancing at Lughnasa, 1990), el irlandés Brian Friel (1929) describe, en las peripecias románticas de las tías solteronas del narrador, el estado de cosas en 1936, cuando Irlanda se convierte en Éire y se separa de la corona británica, dejando a Omagh, la ciudad natal de Friel, dentro de los condados del Ulster. Friel, al igual que Chejov, prefiere fijarse en aquellas cosas que animan y dan ganas de vivir antes que en la vivisección de los hechos trascendentes. Ni Chejov ni Friel se apartan de su era; simplemente la viven sin cuestionarla en forma directa, padeciendo sus tiempos muertos y sin darle relieve a los grandes acontecimientos. Así Gerry Evans cuenta su alistamiento como voluntario en la Guerra Civil Española: “Supongo que es un sindicalista. No. Anarquista. No. Marxista. No. Republicano, socialista, comunista. No. Habla español. No. Fabrica explosivos. No. Maneja motocicletas. Sí. Adentro. Firme aquí”. Esas cuestiones políticas, nacionales e internacionales, se reflejan en uno de los momentos más teatralmente duraderos que se hayan escrito en la última parte del siglo XX, y que Agustín Alezzo montara aquí en 1995, durante la temporada de Danza de verano en el Teatro del Globo: el baile de Chris, Agnes, Maggie, Rose y Kate, una danza folklórica sobre la recolección de la cosecha, enloquecida y anárquica, que construye un presente poético y sobrevuela la Historia.
Pero no hay presente ni Historia para los personajes de una obra de teatro. Son apenas un recorte del imaginario de su autor y un aliento fugaz en el escenario. Sonia Aleksándrovna y Andréi Prósorov son personajes de dos obras de Chejov que en apariencia no tienen puntos de contacto. Sonia y Andréi están guardados en dos volúmenes diferentes y tal vez en estantes distintos de la misma biblioteca, y quizás vivan al mismo tiempo en los tablados de ciudades opuestas por su hemisferio. Pero nada más que eso, materialmente hablando. Los personajes de una obra de teatro son entes ideales. Y AFTERPLAY se encarga de pisotear ese tonto preconcepto. AFTERPLAY es el recorte del imaginario de otro autor, uno que guardó ciertas impresiones de Sonia y Andréi entre los tesoros de su memoria y que, un día de tierna nevada en la calle, quiso saber qué fue de ellos, cómo fue ese encuentro pautado en el futuro de Tío Vania y de Tres hermanas, veinte años después de que cayera el telón de su primera vida, en un café de la Moscú bolchevique que las hermanas de Andréi se negaban a imaginar y que Marcelo Moncarz se encarga de esbozar, tibio, solitario y entrañable, en el escenario del Andamio 90. Entonces Sonia y Andréi, en el imaginario de Chejov, en la evocación de Friel y en la precisión con que los conduce Moncarz, habitan los cuerpos de Lidia Catalano y de Miguel Moyano como si fueran los únicos continentes permitidos, y poéticamente les roban el espíritu a los actores para intentar otro futuro posible. Porque para los desangelados también hay futuro; ellos también quieren vivir y ser felices así les pese su humanidad en la espalda. A cualquiera de nosotros no nos queda otra cosa más que vivir y por eso la emoción surge sin esfuerzo en el teatro, sitio donde mentir es la única verdad, donde la vida no puede esconderse ni tiene por qué hacerlo, y donde el diálogo es el alma secreta de las cosas.
AFTERPLAY, de Brian Friel. Traducción: Vilma Ferrari. Adaptación y Dirección: Marcelo Moncarz. Producción Ejecutiva: Vilma Ferrari. Diseño de Iluminación: Omar Possemato. Diseño de Escenografía y Vestuario: Cecilia Stanovnik. Intérpretes: Lidia Catalano, Miguel Moyano. Sábados a las 21 y domingos a las 20.30. Andamio 90, Paraná 660, 4373-5670.
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