Ahora atraviesa el campo con un paso lento, perezoso a fin de despistarnos. Y luego, cuando cree que nadie la observa, echa a correr con los puños apretados. Sus uñas se encierran en su pañuelo hecho un ovillo. Se dirige hacia el bosque de hayas donde no penetra la luz del sol. Al entrar en él, abre los brazos y se hunde en las sombras como una nadadora. Pero, como viene cegada por la luz, tropieza y cae entre las raíces de los árboles, donde la luz va y viene en una palpitación sin fin. Las ramas se inclinan, luego vuelven a erguirse. Todo está lleno de agitación e inquietud, aquí. Todo es lúgubre. La luz es caprichosa. Todo está lleno de angustia aquí. Las raíces trazan un esqueleto en la tierra y en todos los rincones se amontonan las hojas muertas. Susana ha esparcido su angustia. Ha depositado su pañuelo sobre las raíces de las hayas y solloza, hecha un montón, en el sitio donde tropezó y cayó.
Virginia Woolf, Las olas
Hay muchas clases de mujeres dentro de la literatura, del cine o del teatro, aunque casi siempre quedan en el recuerdo ciertas imágenes femeninas referentes de lo romántico, de lo épico o de lo puramente sexual: Julieta, Juana de Arco o la mismísima Betty Boop, entre tantas otras. Pero la idea de una mujer cotidiana se vuelve memorable cuando esa mujer logra imponer su nombre por sobre el ícono, y consigue atribuir su individualidad a la respuesta que logre darle a la historia que le toca vivir: Nora en Casa de muñecas, la Vecchia Lolotta en Milagro en Milán, o la Colometa de La plaza del diamante.
Mercè Rodoreda (Barcelona, 1908; Gerona 1983) fue una escritora a quien se le atribuyó ser una suerte de Virgina Woolf en lengua catalana. Rodoreda se casó con su tío, sufrió exilio pasada la Guerra Civil Española, abandonó un hijo, huyó con un amante casado, escritor como ella, ese escritor la engañó en el otoño de su vida, volvió a España para reconociliarse con su pasado y murió honrada como la mejor de su clase. Su vida así contada merece una biografía épica, pero el legado de sus palabras desmiente la aventura. Rodoreda se encargó de escribir historias con mujeres cuya visibilidad se opaca en el yugo diario y cuyo rescate depende no tanto de la imaginación sino de observar el ordinario alrededor.
"(...) Y cuando me desperté de un sueño de tronco, con la boca seca y amarga, toda yo salida de la noche de cada noche, que aquella mañana era un mediodía, me levanté y me empecé a vestir como siempre un poco sin darme cuenta, con el alma guardada todavía dentro la cáscara del sueño. Y cuando me puse de pie me sujeté las sienes con las manos y sabía que había hecho algo diferente pero me costaba pensar en lo que había hecho (...) El agua estaba fría y eso me hizo recordar que el día antes, por la mañana, a la hora de la boda, había llovido mucho y pensé que por la tarde, cuando fuese al parque como siempre, a lo mejor todavía encontraba charcos de agua en los senderitos... (...) o unos cuantos pájaros chillones que bajaban de las hojas como relámpagos, se metían en el charco, se bañaban en él con las plumas erizadas y mezclaban el cielo con fango y con picos y con alas. Contentos..."
Virginia Woolf, Las olas
Hay muchas clases de mujeres dentro de la literatura, del cine o del teatro, aunque casi siempre quedan en el recuerdo ciertas imágenes femeninas referentes de lo romántico, de lo épico o de lo puramente sexual: Julieta, Juana de Arco o la mismísima Betty Boop, entre tantas otras. Pero la idea de una mujer cotidiana se vuelve memorable cuando esa mujer logra imponer su nombre por sobre el ícono, y consigue atribuir su individualidad a la respuesta que logre darle a la historia que le toca vivir: Nora en Casa de muñecas, la Vecchia Lolotta en Milagro en Milán, o la Colometa de La plaza del diamante.
Mercè Rodoreda (Barcelona, 1908; Gerona 1983) fue una escritora a quien se le atribuyó ser una suerte de Virgina Woolf en lengua catalana. Rodoreda se casó con su tío, sufrió exilio pasada la Guerra Civil Española, abandonó un hijo, huyó con un amante casado, escritor como ella, ese escritor la engañó en el otoño de su vida, volvió a España para reconociliarse con su pasado y murió honrada como la mejor de su clase. Su vida así contada merece una biografía épica, pero el legado de sus palabras desmiente la aventura. Rodoreda se encargó de escribir historias con mujeres cuya visibilidad se opaca en el yugo diario y cuyo rescate depende no tanto de la imaginación sino de observar el ordinario alrededor.
"(...) Y cuando me desperté de un sueño de tronco, con la boca seca y amarga, toda yo salida de la noche de cada noche, que aquella mañana era un mediodía, me levanté y me empecé a vestir como siempre un poco sin darme cuenta, con el alma guardada todavía dentro la cáscara del sueño. Y cuando me puse de pie me sujeté las sienes con las manos y sabía que había hecho algo diferente pero me costaba pensar en lo que había hecho (...) El agua estaba fría y eso me hizo recordar que el día antes, por la mañana, a la hora de la boda, había llovido mucho y pensé que por la tarde, cuando fuese al parque como siempre, a lo mejor todavía encontraba charcos de agua en los senderitos... (...) o unos cuantos pájaros chillones que bajaban de las hojas como relámpagos, se metían en el charco, se bañaban en él con las plumas erizadas y mezclaban el cielo con fango y con picos y con alas. Contentos..."
Eso lo cuenta Natalia en La plaza del diamante. Hasta que conoció a Quimet, Natalia era Natalia, la prometida del Pera, pero a partir de conocerlo en la plaza del diamante a quien sería su marido, Natalia pasó a ser la Colometa, un apodo que en catalán significa Palomita y que resulta dulce y peyorativo al mismo tiempo, porque Quimet la hará presa de sus necesidades y su egoísmo, pero a la vez la pondrá en el centro de su vida. Nada más ordinario que la vida corriente, palomas e hijos incluidos, y el temor a morir rajada como mueren las mujeres y la admiración de otros hombres como Mateu, que la aman sin remedio. Y la Guerra Civil, y el Quimet que se va al frente y muere, y el Mateu que es ahorcado en la plaza pública, y el hambre, y las colonias para niños que vuelven a casa calvos y desconocidos como su Antoni, y niñas que se quedan todo el día en un rincón con los dientes castañeteando como su Rita, y el pensar en comprar veneno para acabar de una vez por todas con el sufrir, y la mano que tienden los ángeles y las alas que le endereza el almacenero Antoni y le permiten a la Colometa marcar con un cuchillo su nombre en la puerta y al fin echarse al vuelo.
LA PLAZA DEL DIAMANTE, versión de Joan Ollè sobre la novela de 1960 de Mercè Rodoreda, es un monólogo donde Natalia muta en Colometa sin dejar de lado su esencia simple y delicada y sin caer en cursilerías o banalidades. Las palabras de la novela están tan bien escogidas que nos hacen olvidar la literatura y nos incluyen como interlocutores de ese torrente de pensamientos que Colometa nos cuenta desde una plaza otoñal y solitaria. Nada es tan importante en esta versión como la experiencia que vive el personaje y que trasciende el marco histórico propuesto en la novela; si esa experiencia es importante lo es porque la cuestión humana no ha cambiado tanto, y a esta altura la sensibilidad se aguzó para comprender la existencia y hasta para obtener de ella placer estético. En la versión que se ofrece en el teatro Tadrón la puesta de Diego Demarchi halla su Colometa en la conmovedora e inolvidable personificación de Fernanda Pérez Bodria, conmovedora por la comprensión de una época lejana y hasta ajena que naturaliza sin ninguna dificultad, y por la humanidad con la que le da voz a una mujer cuyo silencio es un torrente que le chispea en los ojos. En esa voz muda la actriz le pone carne a textos como este: “(…) Dijo que, si no tenía trabajo, la suya era una buena casa y él, poco latoso, y que ya sabía que yo era cumplidora. Dije que sí con la cabeza y entonces dijo, empiece mañana, y todo desasosegado me puso dos latas en el cesto, que fue a buscar adentro, y un envoltorio de papel de estraza y alguna otra cosa de la que no me acuerdo. Y me dijo que podía empezar al día siguiente a las nueve de la mañana. Y sin darme cuenta saqué la botella del aguafuerte del cesto y la puse con mucho cuidado encima del mostrador y me fui sin decir nada. Y cuando llegué al piso, yo, que casi nunca había llorado, me eché a llorar como si no fuese una mujer. (…)”.
LA PLAZA DEL DIAMANTE, de Mercè Rodoreda en versión de Joan Ollè. Dirigida por Diego Demarchi. Escenografia: Fernando Lancelloti. Luces: Eduardo Pérez Winter y Adrián Grimozzi. Música original: Natalia Sordi. Intérprete: Fernanda Pérez Bodria. Jueves a las 21.30. Teatro Tadrón, Niceto Vega 4802, 4777-7976.
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