Bamiyan, una ciudad de Afganistán en la mítica Ruta de la Seda que unía la China con la India, tenía hasta 2001 dos estatuas de Buda de 55 y 37 metros de altura respectivamente, esculpidas en la roca arenisca de un acantilado y cuyos detalles se realizaron con barro mezclado con estuco. Así vivieron estas estatuas durante aproximadamente mil quinientos años, sonriendo con esa sonrisa tan bella, dispuestas a darle paz a los peregrinos y a los hombres de buena voluntad que ante ellos se prosternaban. En 2001 el fundamentalismo talibán, iconoclasta e intransigente con los símbolos no islámicos, dinamitó y bombardeó estas figuras haciendo caso omiso a la UNESCO que las había declarado Patrimonio de la Humanidad. Tú no puedes bombardear así como así las estatuas, puesto que ambas fueron talladas en un acantilado, están firmemente pegadas a la montaña, se quejó Qudratullah Jamal, Ministro de Información talibán, dando una suerte de respuesta poética a la acción de los hombres.
Así es como los hombres muchas veces ejercitan su desarrollo a través de la destrucción, que es justamente lo que plantea un libro muy poco leído en la actualidad (pero que signó a muchas generaciones desde la inmediata primera posguerra) en una de sus citas más famosas: el que quiere nacer debe destruir un mundo. El libro es Demián, de Hermann Hesse, y visto con los ojos de hoy podría resultar chocante tal vez porque nuestras sociedades se volvieron literales, lamentablemente. En Demián, Hesse plantea el crecimiento, educación y desarrollo de Emilio Sinclair a través de la religión, las prácticas sociales, el psicoanálisis y el gnosticismo, desde los 10 hasta los 17 años. Una formación así, hoy, se brinda diluida, pero aún hoy algunos adolescentes reciben una formación romántica que los impulsa a conducirse de acuerdo a modelos extemporáneos. ¿O qué son las novísimas tribus urbanas más que conglomerados de chicos que quieren saber de qué se trata el mundo?
Hasta hace unos diez años el mundo era otra cosa, a lo mejor porque todavía se desarrollaba a cielo abierto o en los límites de nuestras casas, mirando a la calle. No es que hoy sea tan distinto, pero cualquier clase de encuentro interpersonal tiene una previa en el ciberespacio, no hablemos solo del mundo adolescente. Pongamos por caso 2001. Sábado a la noche. En un departamento del centro un living pequeñito de otro tiempo y un par de pipas alcanzan para alumbrar el camino. Dos amigos se juntan a escandir sílabas y a buscar formas ingeniosas de zafarle a los granos tardíos buceando en alusiones al Arcipreste de Hita. Mientras Ignacio y Lucas (Julián Larquier Tellarini y Julián Tello, respectivamente) se abroquelan en ese Club del Progreso de entrecasa y viven otro sábado de prestado, Pedro (Pablo Sigal), con ropa de calle, intenta saber si podrá o no tener alguna satisfacción física. Terminaron el secundario hace poco y tienen poco por hacer de cara al resto, más que burlarse de sí mismos, de los que van a Density (o Destiny, es lo mismo), de morirse de amor por Lilian Gish en ciertas trasnoches cinéfilas, o esperar que se presente la oportunidad de ver otra vez a Denise, la hermana de Pedro, recién llegada de París, hecha trizas por su ruptura sentimental, cuestión que los acercará generacionalmente y hará más fácil una… ¿conquista? ¿Pueden un par de nerds, tragas, giles, estúpidos, boludazos, levantarse una mina de mundo y con mundo como Denise? Ni Ignacio ni Lucas podrían ser capaces por sí mismos, pero sí a través de dibujos, o de citas, o de versos. Pero los hombres que Lucas pueda dibujar invariablemente tienen su edad (cerca de veinte, aunque parecen de menos) y no le sale dibujar mujeres, porque tienen los rasgos más finos. Dos extraños son los que la miran a Denise, claro. Dos extraños tan comunes para entonces, para hoy, o para siempre, mientras el mundo exterior ataca.
Porque de lo que habla LOS TALENTOS, la pieza de Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob que se ofrece en ElKafka, no es sobre la conquista amorosa ni sobre el adolescente raro, como lo haría una película mumblecore (esas de chicos paradójicos que más que hablar murmuran y parecen metidos dentro de una caparazón), sino sobre como se transforma el mundo conocido y cómo uno se hace hombre. Por ejemplo la (ruinosa) entrada triunfal de Denise en el departamento (que en la piel de Carolina Martín Ferro es tan exquisita como inmediata, tan etérea como habitual, tan fácil como difícil y tan ambivalente sin esfuerzo que es un diamante exactamente engarzado), sirve para expresar cómo se destroza el mundo familiar y cómo habrá que vivir el resto de la vida con sus fragmentos. Pero reducir LOS TALENTOS a una línea argumental sería traicionarla, porque es uno de los textos más inteligentes que se exhiban en la ciudad de Buenos Aires en esta temporada, uno de esos textos que se abren a múltiples referencias con los ojos atentos, más con su textura que con su textualidad, y que invitan a reflexionar sobre cómo fue adolescente uno mismo y sobre cuándo le tocó serlo. Este es un tema importante: qué nos llevó a dinamitar nuestros Budas ha generado numerosos interrogantes, y la inteligencia de LOS TALENTOS radica en que, tras una fachada amable, esconde algunas respuestas sin sentencia porque no se regodea en la palabra dicha, porque la palabra en esta pieza ofrece imágenes perdurables como si fuera un gran anagrama, uno que cambia el sentido y que no se oscurece sino que se vuelve profundo.
LOS TALENTOS, con dramaturgia y dirección de Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob, sobre idea y diálogos de Agustín Mendilaharzu. Producción Ejecutiva: Carolina Martín Ferro. Escenografía e Iluminación: Magalí Acha. Intérpretes: Julián Larquier Tellarini, Julián Tello, Pablo Sigal, Carolina Martín Ferro. Sábados a las 23.15 y Domingos a las 17.30. ElKafka, Lambaré 866, 4862-5439
13 de mayo de 2010
Sobre hacerse hombre
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