15 de octubre de 2009

Lo viejo y lo nuevo


En 1985 yo tenía 17 años. Entonces era actor, cosa que seguí practicando habitualmente hasta los 21, nunca en forma profesional. La última vez que actué fue en 1998 en un montaje de Madre Coraje y sus hijos de Bertolt Brecht, haciendo un personaje que era una suerte de narrador y que se la pasaba en una torre diciendo sus parlamentos, una especie de panóptico distanciado de la humanidad. Estar en esa torre me daba un susto bárbaro, y a lo mejor por ese susto no seguí en la brecha. Ya pasaba la treintena pero a los 17 fantaseaba y me veía vociferando Immortel! Je suis immortel! Je suis immortel parce-que je suis le peuple, et le peuple est avec moi!, como Gérard Depardieu en Danton, la película de Andrzej Wajda. Y aunque nunca personifiqué a Danton ni a Robespierre, me saqué el gusto de decir esos parlamentos frente a la placa que certificaba el sitio exacto donde María Antonieta fuera decapitada, en pleno corazón de Champs Élysées, en la Ciudad Luz, el día de mi cumpleaños número 30. Algunos parisinos que pasaban por ahí me miraron con cara rara, la misma cara rara que pondrían (supongo) si vieran el fantástico montaje de SPRAWA DANTONA que Jan Klata y el Teatr Polski de Wroclaw (Polonia) trajeron a este FIBA.
Pero sigamos un poco más con mi historia personal, que es tan cierta como el teatro. Fue en 1985 que al Nacional de Lanús donde hice el secundario vinieron unos franceses a intercambiar experiencias educativas. Como el intercambio consistía en actuar un pasaje de El médico a palos de Molière, tuve que actuar en francés frente a todos los cursos que tenían ese idioma en la currícula. Y nos prepararon para decir los textos escuchando canciones; las canciones que recuerdo son una de Serge Gainsbourg llamada Pull marine e interpretada por Isabelle Adjani, y una canción punk del grupo Bérurier Noir llamada Noir les horreurs, una canción que decía cosas terribles como por ejemplo Somos egoístas y también fascistas / En este mundo purulento, jaque mate a este momento. Parece que actué bien y pronuncié mejor; siempre me gustó el francés y aunque no lo practico ni lo hablo fluidamente es un idioma que me queda cómodo. Y fíjense cuántos puntos de contacto tiene esta edición del FIBA con mi adolescencia y juventud: el parlamento de Danton con SPRAWA DANTONA; la canción de Serge Gainsbourg con EXACTAMENTE BAJO EL SOL; Bertolt Brecht porque es el autor de JEAN LA CHANCE; y lo más importante: Masto, el saxofonista de Bérurier Noir, que no es otro que el punk con kilt que actúa en JEAN LA CHANCE con su verdadero nombre, Tomas Heuer. Es por Masto y ese recuerdo adolescente que fui a ver JEAN LA CHANCE, y es por esa cuestión que vuelvo a escribir sobre el tema, porque en la entrada del sábado 10 no lo dije, porque tenía muchas ganas de ver JEAN LA CHANCE, y porque como fui bastante descortés con el comentario porque el espectáculo no me gustó, me puse a investigar por qué no me había gustado con la intención de enmendar el error de ser tendencioso. Es probable que no quiera recuperar mi adolescencia. No está mal dejarla donde está aunque Facebook se empeñe en traerla al presente y aunque JEAN LA CHANCE tenga que ver lateralmente con mi historia, la ya escrita y la que escribo.
En principio fui injusto con Alban Guyon y con Estelle Meyer por no particularizarlos. Alban Guyon interpretó a Shakespeare, a Marlowe, a Rimbaud, a Bailly, e interpretará a Koltès a partir de Roberto Succo, y tuvo un personaje en Les amants réguliers, esa fantástica revisión en blanco y negro del mayo francés y la nouvelle vague dirigida en 2005 por Phillippe Garrel; su Jean corriendo como un caballo de calesita se hace cada vez más fuerte en mi memoria. Estelle Meyer, por su parte, tiene entrenamiento en canto, flamenco y danzas africanas, y se planta en escena con una autoridad notable pese a ser muy joven; aquí interpreta varios personajes y una de las canciones más desgarradoras del espectáculo, esa de la mañana, el río y los árboles negros, con una voz tan firme que amenaza con estallar en mil pedazos. Ellos dos y la música son puntos muy altos en el espectáculo, pero entonces… ¿por qué me sigue sin gustar? Creo, definitivamente, que porque es un texto menor de Brecht, un apunte de juventud hacia cosas mayores (¿hacia Arturo Ui por ejemplo?). Y porque la música amenaza con comerse ese texto porque es más fuerte que él, porque tiene mayor carga poética. Aunque François Orsoni postule desde el Théâtre de NéNéKa que la puesta en escena está al servicio de la palabra, aquí la banda suena más fuerte que las ideas que surgen de las palabras y uno la prefiere a todo lo demás, incluso a la subversión del cambio social a partir del arte. Está visto que el arte es simplemente un elemento; el cambio social se logra a partir de apropiarse de esos elementos para luego incorporarlos a la identidad colectiva. Por otra parte debo decir que de acuerdo al video que circula por Internet esta versión de JEAN LA CHANCE no tuvo una sede feliz en el teatro Regio. En esa filmación el espacio parece la pista de un circo, y quizás la versión vista en Buenos Aires hubiese ganado en impacto en un sitio como la Ciudad Cultural Konex, donde la desnudez del lugar tal vez hubiera provocado una huella mayor de la palabra (tanto desde la fonética francesa como desde el sobretitulado) y donde la rispidez del punk hubiese machacado la idea de un negro porvenir. Quizás el efecto distanciador de la poética brechtiana estaría acabadamente logrado desde la cómoda butaca de un teatro, pero hoy, con la cercanía que tenemos de las cosas, supongo que el distanciamiento debiera producirse lanzando el escupitajo punk en plena cara. Ya sé, ya sé, es algo bastante viejo esto del punk, pero acordemos que a lo nuevo todavía le falta cocción. Y también convengamos que uno va a los festivales a conmoverse, a arriesgar el pellejo, a sentirse vapuleado… y también a aburrirse, por qué no. De eso también se aprende, y también en eso hay placer estético. Como el placer estético sentido anoche, que nada tiene que ver con el aburrimiento sino con el asombro que provocan SPRAWA DANTONA (EL CASO DANTON) y su pueblo de cartón, sus calles de aserrín y sus salvajes revolucionarios con pelucas impalpables.
La autora de SPRAWA DANTONA, Stanisława Przybyszewska, murió tuberculosa, desnutrida y adicta a la morfina a los 33 años, en 1935. Hija natural de uno de los fundadores del modernismo literario polaco, Stanislaw Przybyszewski (un confeso admirador de Nietzche y del Satanismo), hay quienes dicen que su muerte se debió a su fijación delirante con la Revolución Francesa. En sus últimos años Przybyszewska databa sus cartas con el calendario revolucionario y se transformó en una especie de medium respecto de Robespierre, a quien le atribuyó dones visionarios sobre todo en cuanto al desastroso crecimiento del capitalismo. Sprawa Dantona (1929) y Thermidor (1935) son los textos de Przybyszewska que nos llegan a la actualidad; Sprawa Dantona es todavía más famoso gracias la película de Wajda realizada en 1983. Yo vi esa película en 1985, como les decía antes; si bien ahora no la tengo fresca en la memoria recuerdo la imagen de Depardieu encarnando a un héroe que aún con sus dobleces era un idealista. Es la imagen acostumbrada del héroe histórico, del héroe a escala humana, un héroe que Wajda supo (y sabe todavía, a los 83 años) pintar sin cargar el pincel. Pero en esa película uno podía intuir el choque entre el sindicato Solidaridad de Lech Walesa (en la figura de Danton), el primer sindicato católico, no gubernamental y enfrentado al estado socialista, y la política comunista polaca (encarnada en la figura de Robespierre); hoy tanto humanismo podría resultar fríamente estudiado tras la caída del muro de Berlín en 1989. Pero si Wajda pudo dar una visión actualizada a los años ’80 del texto de Przybyszewska es porque ese texto no tiene edad, por lo bien estructurado que está y porque su contenido ideológico es imperecedero. ¿O acaso, como dice Danton por ahí, las revoluciones no tienen una monstruosa contracara en las dictaduras? Es inherente al ser humano ser erótico y tanático al mismo tiempo, apenas pestañeando.
Georges-Jacques Danton (1759-1794) fue un abogado y político francés cuyo temperamento moderado fue rechazado por el carácter radical de los revolucionarios, liderados por Maximilien de Robespierre (1758-1794). Robespierre acusa a Danton (¿sin razón alguna?) de recibir sobornos de los monárquicos para sofocar la revolución, y esto instaura el régimen del terror, régimen por el que literalmente rodaron las cabezas de quienes meses antes eran prohombres. Por supuesto, en esa época las cosas también pasaban tan rápido como ahora, así que el fin de la historia que pregonaba Fukuyama en 1992 bien podría haberse decretado entonces. O bien pudo servir de base para hacerlo saltar por el aire como lo hace Jan Klata en el montaje de SPRAWA DANTONA. Jan Klata (Varsovia, 1973) ganó en 1986 el premio de la ciudad de Wroclaw por su obra Słoń zielony / Elefante verde, y parece que desde entonces no para ni de crear ni de sorprender a propios y a extraños. ¿Es nuevo lo que él hace para tener tanto reverbero? En muchos sentidos sí y en muchos otros no tanto, porque puestas como la de SPRAWA DANTONA ya se han visto por aquí. Lo nuevo que trae Klata a escena no es presentarnos una Francia de cartón corrugado, hecha un chiquero, poblada de bárbaros con ínfulas de nobles y aplastando la diacronía histórica con Chopin, Culture Club y Tracy Chapman; lo verdaderamente nuevo es sostener el discurso a lo largo de tres horas y tornarlo progresivamente más violento, más ridículo, más político, sin caer en la declamación ni en la demagogia, dejándole al espectador la libertad de decidir de qué bando se pone, si del bando de los rockeros liderados por Robespierre o del bando pop que lidera Danton, todo un metrosexual de piernas afeitadas. Porque en este montaje la música y el sexo adquieren status político por su anclaje filosófico: no es gratuito que Robespierre y Desmoulins sean amantes, es una consecuencia del biopoder que nombraba Foucault, el poder de decretar la eugenesia, las pulsiones y la muerte, objetos a disponibilidad del soberano y de los cuales el pueblo jamás podría ser poseedor. No hay circo ni pastiche en SPRAWA DANTONA: hay debate ideológico, un debate que cuestiona al capitalismo en la falta de marcas de las motosierras que impartirán justicia, al mismo tiempo que la leyenda que ostentan esas motosierras, No logo, es el título del libro que publicara Naomi Klein sobre la influencia de las marcas en la sociedad actual. Y hay arte, que se expresa en la disciplina del elenco que capitanean Marcin Czarnik (Robespierre), Wieslaw Cichy (Danton) y Bartosz Porczyk (Camille Desmoulins, el instigador de la toma de la Bastilla), y en el diseño del espacio de Mirek Kaczmarek. Nada más efectivo que el arte para exponer ideas, como en esa escena en la que el poder ganó las calles y deambula sin saber adónde ir, como un chico asustado de sí mismo y de quien la República después beberá su sangre.

SPRAWA DANTONA / EL CASO DANTON, de Stanisława Przybyszewska, en versión de Jan Klata y Sebastián Majewki. Dirigida por Jan Klata. Diseño Escenográfico: Mirek Kaczmarek. Diseño de Iluminación: Justyna Lagowska. Coreografía: Macko Prusak. Intérpretes: Marcin Czarnik, Wieslaw Cichy, Wojciech Ziemiansky, Bartosz Porczyk, Andrzej Wilk, Marian Czerski, Edwin Petrykat, Zdzisaw Kusniar, Miroslaw Haniszewski, Rafal Kronenberg, Michal Opalinski, Michal Mrozek, Kinga Preis, Anna Ilczuk, Katarzyna Straczek. Ciudad Cultural Konex.

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