14 de octubre de 2009

Los únicos privilegiados


¿Cómo contar la historia? Me refiero a esa historia compuesta por hechos que ocurrieron en algún momento y que afectaron a una sociedad determinada, hechos cuyas consecuencias quizás tuvieran repercusiones para el resto del mundo. Con las cosas que pasaron hace mucho es más sencillo porque podemos recurrir a los libros pero qué hacer con las que uno vivió, con esas que son parte de la vida de muchos más, con las que habitualmente no se escriben. ¿Es válido contarlas en primera persona? ¿Es objetivo? ¿Es necesaria la objetividad? ¿No es que la vida es teatro, puro teatro, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro? ¿La historia tiene que ver con la felicidad? Y si tiene que ver con eso, ¿la historia es una comedia? ¿Es gracioso el comunismo, por ejemplo, o el peronismo? ¿Me puedo reír con eso?
Y sí, por qué no. No digo que me voy a reír a carcajadas pero a veces la memoria tiene tendencia a embellecer las cosas, sobre todo aquellas cosas que refieren a la zona mítica de la infancia. David Lescot comienza diciendo que en 1980 él tenía once años y sus padres lo mandaron a las colonias de lo que fue la Comisión Central para la Infancia, en una zona con ríos y castillos y olimpíadas privadas y kayacs y carpas femeninas donde hacer la consabida incursión del crecimiento. Colonias que la historia se encargará de precisar como fundadas por la Asociación de Judíos Comunistas Franceses, pero que Lescot recordará a partir de sus propias anécdotas, reales o inventadas, propias o ajenas. Colonias que intentaron devolverle la sonrisa a esos chicos que se habían quedado solos después de la guerra, y colonias que luego se fueron transformando en campamentos de verano para chicos comunistas y capitalistas y de religiones diversas.
Lo que hace Lescot en LA COMISIÓN CENTRAL DE LA INFANCIA no es narrar los hechos con precisión. Lescot se pone en el borde indefinido de la anécdota, ese borde parcial y deficiente que nos obliga siempre a querer saber más, a interesarnos en ser partícipes de lo ocurrido. Por eso Lescot se presenta como juglar, trovador, aeda o rapsoda; no viene a echar luz sobre ninguna verdad sino que viene a recordarnos la vida de la gente (por ejemplo la de Luba, la madre de quince mil chicos). Y nos la recuerda desde el asombro. ¿No les ha pasado de asombrarse frente al relato de alguien que vivió cosas parecidas a las nuestras? ¿O el asombro sólo refiere a cosas maravillosas? ¿Uno puede asombrarse con las cosas triviales, con las que evocan una época de nuestra vida? Siempre el pasado es maravilloso porque ya se vivió, al mismo tiempo que puede ser horrible. Eso queda claro a partir del medio tono que emplea Lescot para hablarnos de hechos cruciales del Siglo XX, un medio tono zumbón y tan melancólico como las fotos viejas. La guerra, Francia, el comunismo, el muro de Berlín, la muerte, son el fondo de esas vacaciones felices, un fondo desenfocado pero expuesto y qué hábilmente Lescot se encarga de encuadrar en la perspectiva de una infancia heredera y proyectiva, y cuya toma de posición sobre el tema tiene a una fiel aliada en la guitarra Tornado checoslovaca y roja, que está en escena cuando llegamos y se queda allí hasta que nos fuimos de la sala.

LA COMISIÓN CENTRAL DE LA INFANCIA, de y dirigido por David Lescot. Producida por la Compagnie du Cairos y la Maison de la Poesie de París. Diseño de Iluminación: Michel Didym. Intérprete: David Lescot. Teatro del Pueblo.

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